En los primeros días de septiembre comenzó en Cuba la campaña de invierno, el ciclo de cultivos que tradicionalmente aporta el 70 % de las producciones agrícolas del país.
En principio, resultaba difícil saber qué superficie se pretendía plantar, pues el Ministerio de la Agricultura brindó informaciones parciales, a nivel de provincia. La referencia más cercana es 2022, cuando la campaña de frío arrancó con el objetivo de poner en producción 424 900 hectáreas, en lo que se presentaba como la mayor empresa de la última década.
Si a poco del comienzo de las siembras de la actual campaña ya era difícil cumplir lo proyectado, con la crisis energética anunciada el 28 de septiembre esa posibilidad parece inalcanzable.
La agricultura y la ganadería no estuvieron entre los sectores que el viceprimer ministro y ministro de Economía y Planificación, Alejandro Gil, enumeró como priorizados para la asignación de combustible y energía. “Aunque el riego agrícola y el resto de la actividad agropecuaria demandan altos volúmenes de diésel, deben buscarse soluciones para asegurar las cosechas”, dijo.
Pérdidas a precio de Estado
En mayo, el propio Gil había informado ante la Asamblea Nacional del Poder Popular (ANPP) de una orden del presidente Miguel Díaz-Canel de “priorizar la agricultura apenas tengamos una situación mejor con el combustible”.
Con esa decisión se pretendía interrumpir la tendencia al decrecimiento que registraban “las principales producciones agropecuarias” de 2022 a 2023; “sin más producción agropecuaria no pidamos control de precios”, apuntó.
En los últimos cinco años prácticamente todos los rubros de la agricultura y la ganadería se han contraído. Los casos extremos son el arroz, el azúcar y la leche, debido a la falta de insumos y combustible, y al caos ocasionado por la Tarea Ordenamiento.
El discurso oficial hacia el sector agropecuario exhorta a los campesinos, y las políticas se orientan a aumentar los controles para garantizar que les vendan a las empresas estatales cuanto producen. Pero esa estrategia no está funcionando, como lo evidencia la crisis de acopio de leche que sufre Villa Clara. Allí, la Delegación provincial de la Agricultura ha llegado al punto de lanzar la denominada “Operación Martillo”: un programa de inspecciones a los campesinos que busca “hacer un plan de medidas para que el productor haga lo que le toca para garantizar los alimentos a sus animales y que no tenga esa alta mortalidad”.
“El objeto no es restar sino seguir sumando, pero el que tenga las condiciones, el que no cree las condiciones que no se dedique a criar animales”, declaró a finales de junio el subdelegado de ganadería en esa provincia, Miguel Rodríguez. Para el funcionario, y la institución que representa, hay una relación entre la disminución de la cabaña vacuna y de los acopios de leche, y el aumento de las ventas en el mercado informal.
“Cuando ellos cumplen su plan de entrega, que son 550 litros por vaca [al año… ], el resto pueden comercializarla en diferentes destinos [… pero] estamos claros que hay muchos que incumplen su plan y están desviando leche, esos son los que el Lácteo trimestralmente está penalizando por incumplimientos”.
Sin embargo, más adelante en la propia entrevista, entrevistado y periodista se veían obligados a reconocer la carencia de insumos: “… nos falta desde hace muchos años un recurso principal para los ganaderos, como el alambre […] no hay herbicidas y entramos en un círculo vicioso […] Y el costo del litro de leche se incrementa notablemente […y la mortalidad], entre otras causas por no contar con combustible”.
Coyuntura 2.0
Casi el 100 % de los alimentos de la canasta normada se importan, detalló el ministro Gil en su comparecencia televisiva. “Y no siempre el país tiene las divisas para hacerlo”, alertó, antes de abordar los atrasos que en los últimos meses han ocurrido en la llegada de los “mandados”. La distribución de la cuota es de las pocas actividades transportistas que se mantienen en medio de la contingencia energética.
Esta suerte de “Coyuntura 2.0” es el capítulo más reciente de un proceso que inició en torno a 2017, con las primeras sanciones de la Administración Trump. La persistencia de aquellas medidas, la pandemia, y la crisis en Venezuela causaron el desplome de las importaciones de combustible, y con ellas del grueso de la actividad productiva agrícola de la isla.
Según datos de la Oficina Nacional de Estadísticas e Información (ONEI), entre 2018 y 2022 la agricultura decreció en 9 de sus 15 producciones fundamentales. Las mayores caídas se registraron en el arroz (una cosecha 36,3 % menor) y el maíz (30 % menor), los cereales básicos para la alimentación de personas y animales, respectivamente.
Al retraso en la publicación de las estadísticas sobre agricultura y ganadería (no vieron la luz hasta octubre) se suman las lagunas en el capítulo relativo a la minería y energía, cuya información sobre la distribución del combustible llega solo hasta 2021.
Aun así, es un marco de referencia útil para apreciar cómo la producción de electricidad se ha hecho cada vez más onerosa, en particular la sostenida por grupos electrógenos diésel y, en consecuencia, sectores como el agropecuario han tenido que reducir su consumo.
Entre 2017 y 2021 el uso del diésel para el “suministro electricidad, gas y agua” creció de forma sostenida, a pesar de que las importaciones se reducían más de un 28 %, según datos de la ONEI referentes a 2022. En 2021 entraron a Cuba 1 185 mil de toneladas de diésel, el 46,4 % de las cuales se emplearon en esos servicios; cuatro años antes, al mismo fin se destinaba el 25,4 %.
El mal estado de las centrales termoeléctricas —que funcionan con petróleo cubano, mucho más barato– obliga a utilizar por períodos más prolongados las baterías de grupos electrógenos fuel oil y diésel. Sobre todo las segundas, pensadas para apoyar la generación solo en momentos de alta demanda.
El diésel quemado para la producción de electricidad se descuenta de las asignaciones a los sectores productivos. El correspondiente a la “agricultura, ganadería y silvicultura”, por ejemplo, se redujo un 45,6 % entre 2017 y 2021, hasta las 68 mil toneladas. Cada tonelada de diésel equivale a 1 176,5 litros; en otras palabras, ese año, todas las actividades agropecuarias del país debieron realizarse con poco menos de 80 millones de litros de diésel.
En otros tiempos la electricidad hubiese sido una alternativa viable para el regadío o el procesamiento de granos. Pero las circunstancias actuales no lo permiten. A tenor con indicaciones del Gobierno, de 2018 a 2022 el volumen de energía eléctrica destinado las actividades agropecuarias cayó un 45,3 %.
Los déficits de generación incluso dificultan el “desplazamiento de cargas” hacia horarios como la madrugada, que antes se recomendaban para actividades de alto consumo energético.
La falta de riego se traduce, por ejemplo, en dramáticas caídas de la producción de arroz.
No hay cosecha sin inversión
De vuelta a la campaña de siembras, los recortes en la asignación de combustible tienen impacto directo sobre los campos en producción y en las cosechas que habrán de aportar dentro de algunos meses.
Una investigación desarrollada en 2015-2016 en el municipio Alquízar (Artemisa) por el Instituto de Investigaciones de Ingeniería Agrícola, reveló que los índices de consumo de combustible para labores de los cultivos varios estaban “muy por encima al reportado por la bibliografía debido al detetioro técnico de la fuente energética [maquinaria]”.
En esas condiciones, el cultivo y la cosecha de una hectárea requiere no menos de 64 litros de diésel, utilizando algunos de los modelos de tractor más comunes en el campo cubano, como el YUMZ 6M y el New Holland TT-75. La cantidad de combustible para completar el ciclo productivo es significativamente mayor si se requiere riegos intensivos, servicios aéreos o cosechas mecanizadas.
Con todo y las inversiones necesarias, importar sigue siendo más caro.
Un ejemplo es el arroz. En junio de 2020 el Ministerio de la Agricultura calculaba que producir una tonelada en Cuba implicaba un costo de 319 dólares; mientras, su precio en el mercado internacional rondaba los 520 dólares. Tres años más tarde, en agosto pasado, la cotización de ese cereal alcanzó su récord de los últimos 15 años, al venderse hasta a 648 dólares por tonelada para algunas variedades, y 590-600 dólares para el promedio global.
En abril de este año Mayabeque concluyó la cosecha de siete hectáreas de maíz plantadas en el marco de una prueba de campo que coordinaban el grupo agroforestal de esa provincia, la empresa mixta cienfueguera Porcien SA, y Syngenta, una multinacional especializada en semillas y productos fitosanitarios.
La plantación produjo 42 toneladas, a un promedio de 6 por hectárea: más del triple de lo que habitualmente se obtiene en las zonas con mejores rendimientos del país. El costo por tonelada, utilizando todos los recursos de la agricultura moderna, rondó los 166 dólares. Importar cada tonelada de maíz cuesta alrededor de 350 dólares.
En circunstancias normales, Cuba necesitaría al menos de un millón de toneladas de maíz por año. De ellas, más de 800 mil se importaban, criticó en mayo el Ministro de Economía y Planificación: “la avicultura y la actividad porcina estaban ‘montadas encima del barco’”. La decisión, a partir de 2017-2018, fue dejar de importar y que los agricultores nacionales cubrieran la demanda, pero nadie detalló con qué respaldo material contarían para tal pretensión.
En abril de 2021, cuando se anunciaron las 63 “Medidas inmediatas para potenciar la producción de alimentos”, también menudearon las exhortaciones. Pero descontando algunos reajustes de precios —importantes, si bien insuficientes—, poco tenían tras de sí en cuanto a créditos y otros recursos con que romper el círculo vicioso en que se encuentra el agro cubano. Era un programa casi inevitablemente condenado al fracaso, se presuponía entonces y se ha comprobado en los últimos dos años y medio. La fórmula intenta repetirse ahora, previsiblemente con la misma (im)probabilidad de éxito.