Este 26 de diciembre, el día en que arribaba a su primer centenario, el central “Brasil” no echó a andar sus máquinas. Ni siquiera algunos pitazos y un par de vagones de caña vertidos a la torva de su basculador recordaron la efeméride, que se celebraba también en el vecino batey de Jaronú, construido para dar vivienda a los trabajadores del ingenio.
Un acto en el cine local fue todo el homenaje que por la fecha se regaló esa comunidad del noroeste de la provincia de Camagüey, que en otro siglo se enorgullecía de contar con el mayor ingenio azucarero de Cuba y uno de los mayores del mundo. Que cuando el “Brasil” ponía en marcha sus dos tándems todo Jaronú temblaba como sacudida por un terremoto, era un mito tantas veces repetido que nadie se atrevía a cuestionarlo. En las “zafras grandes”, el coloso solía dar cuenta de sus plantaciones en pocas semanas, y los trenes debían adentrarse hacia el sur y el oeste en busca de caña para satisfacerlo. No era inusual que la materia prima llegara desde destinos tan lejanos como Sancti Spíritus y Santa Cruz del Sur.
Ya no es antes
Todavía Esmeralda, el municipio donde se levanta el central “Brasil”, tiene muchos de los mejores cañaverales de Camagüey. Sus rendimientos, que en algunos campos bordean las 90 toneladas por hectárea, duplican —y en no pocos casos, triplican— los obtenidos en el resto de la provincia y en buena parte de la Isla. El secreto está en la conjugación de su fértil tierra roja, el agua provista en abundancia por la presa “El Porvenir” y la reseca frialdad de sus inviernos.
Fueron esas condiciones las que “salvaron” al central esmeraldense del desmantelamiento, a mediados de la década de los 2000, cuando a impulsos de la “Tarea Álvaro Reinoso” el país redujo a la mitad cañaverales e ingenios, con la intención —tal era la consigna— de preservar cuanto se pudiera de su antigua primera industria.
Pero el “Brasil”, que era de las plantas escogidas para seguir funcionando como productora de mieles, no pudo cumplir con el encargo. Lo que siguieron fueron años de paralización forzada por el deterioro, de una amplia y demorada reconstrucción, de un ciclón que en 2017 destruyó buena parte de lo recuperado, y de un puñado de zafras en las que el central apenas molió a una fracción de sus potencialidades. Así, hasta que en la campaña 2018-2019 echó andar por última vez sus molinos, para acumular los peores registros en cuanto a aprovechamiento industrial de una provincia que en su conjunto marchaba a la zaga del país.
En otros tiempos la paralización del central hubiera representado una desgracia sin nombre para Jaronú. Pero por entonces no existían los hoteles de “El Cayo”, ni los jaronuenses sabían de la vida más allá de los cañaverales y el ingenio. “¿Ahora, qué joven vendría a trabajar a un lugar que no se sabe si volverá a funcionar, y que paga el salario mínimo?”, le escuché a Luis Manuel, un azucarero cuyos tres nietos trabajan en el nuevo polo turístico de Cayo Cruz.
La carretera de 60 kilómetros rumbo a esa isla del norte de Cuba arranca a las afueras de Jaronú. Una hora y media de camino en cada sentido, que amaneciendo emprenden cientos de lugareños. Hasta hace un año, prácticamente todos laboraban en la construcción, pero con la apertura de los primeros hoteles de alto estándar, mes con mes crece el número de los afortunados con contrato en el turismo.
El aura que los rodea no radica tanto en sus salarios oficiales como en las condiciones de empleo y la posibilidad de “hacer relaciones”. “A un compañero de curso mío, que trabaja de cantinero, unas amistades lo invitaron a Canadá”, me contó Maikel, uno de los nietos de Luis Manuel. Su puesto como ayudante de albañil en una de las brigadas de la Unión Constructora Militar tiene fecha de caducidad: el día en que le llegue turno en la “bolsa”, cambiará la pala y la plomada por los enseres de cocina y comenzará a ejercer la especialidad en Elaboración de Alimentos de la que se graduó en el Politécnico local.
El “Dagoberto Rojas” fue por décadas un centro dedicado a la formación de técnicos medio y obreros para el azúcar. Todavía en noviembre de 2017, al reabrir sus puertas luego del azote del huracán Irma, se definía como “politécnico agropecuario”, aunque el grueso de su matrícula ya se concentraba en carreras relacionadas con el turismo. Cuatro años después, bajo el peso de los hechos consumados, la nueva denominación oficial del instituto es “politécnico de servicios”.
No es un cambio menor. Si un par de décadas atrás el silbato del ingenio marcaba la vida del poblado durante medio año, ahora son los vaivenes del turismo y sus temporadas los que determinan la prosperidad o el estancamiento. Y ni la conversión del ingenio nuevamente en empresa ni los llamados a recuperar sus plantaciones, con visitas de altos dirigentes incluso, han bastado para que la realidad vuelva a su primera condición.
Para “salvar” no basta un decreto
Las carteras de oportunidades para la inversión extranjera no han tenido nunca al sector azucarero entre sus principales apuestas, salvo por el aprovechamiento de derivados como los licores y más recientemente la generación eléctrica. Tampoco el Ministerio de Economía y Planificación, en cuyos planes se ha mantenido como uno de los sectores de producción que menos fondos recibe. Entre 2015 y 2020, la agroindustria azucarera se benefició con inversiones por un total de 1.232 millones de pesos; mientras, a los “servicios empresariales, de actividad inmobiliaria y alquiler” —que contemplan al turismo— se destinaban 17.116 millones. Salvo la pesca, todas las demás actividades económicas se beneficiaron con asignaciones significativamente mayores.
Tras la desaparición del ministerio del ramo, y la creación del grupo empresarial Azcuba, en 2011, las carencias se multiplicaron. “Los centrales dejaron de ser empresas independientes para convertirse en ‘unidades empresariales de base’ subordinadas a las empresas provinciales, aunque para algunos ámbitos formaban parte además del organigrama de subordinación nacional. Hasta comprar gomas y baterías para las combinadas se volvió una odisea. Siempre había una firma o un cuño adicional que buscar, y al final quienes producíamos terminábamos dependiendo de lo que decidieran en la empresa o el Grupo”, explica un directivo de otro ingenio camagüeyano. Los cortes en los cañaverales de su central han sido una carrera de obstáculos desde que comenzó la campaña actual: hace pocos días, todas las cosechadoras amanecieron de baja y fue necesario apelar a la conocida estrategia de vestir un santo desvistiendo otros, para continuar con la cosecha. “Por suerte, pudimos poner en marcha dos máquinas ‘canibaleando’ las demás; si no lo hacíamos, el central se paraba”, confiesa.
En un ejercicio de tácita aceptación del error, en septiembre del año pasado el Gobierno ordenó restablecer las empresas independientes para cada central, respaldándolas con créditos y otras ayudas destinadas a “salvar el sector azucarero”. Y en diciembre, el Comité Central del Partido presentó un paquete de 93 medidas sobre el que poco concreto se ha dicho, salvo que apostarán por la diversificación de los derivados y la generación de energía. Antes, habrá que recuperar los cañaverales, resaltó el presidente Miguel Díaz-Canel, “pues sin caña no habrá azúcar ni derivados”.
Los bajos rendimientos agrícolas son solo una parte del problema, sin embargo. Detrás de la fuerza de trabajo que falta en las plantaciones e ingenios se cuentan décadas de bajos salarios y pocos incentivos; comunidades sin vías de comunicación ni servicios sociales adecuados. “Esmeralda lleva meses sin guagua, dependiendo solo del medibús, los carros particulares y los del Cayo. Una máquina para Camagüey puede costar hasta 1.500 pesos. Y eso es en la cabecera del municipio y Jaronú, ¿se imagina cómo estarán quienes viven en Lombillo o Jiquí?”, le escuché a una mujer que esperaba por la llegada del transporte médico, en el que viajaba un familiar.
“Ahora están hablando de pagar más, pero esto no es cuestión de dinero, creo yo. Antes cobrábamos menos, pero estaban las tiendas de estímulo, los planes de vivienda de la CTC… habían beneficios exclusivos para nosotros los azucareros. Ahora, sin tener que sudar al sol en un cañaveral, ni pasar malas noches al lado de un tándem, es posible ganar más dinero. Y no solo trabajando en el turismo”, razonó Luis Manuel. Frente a su casa, pasaba en ese momento un puñado de alumnos del politécnico, de regreso de las clases. Él, conocedor de sus familias, sabía también que todos estudian para trabajar algún día en el Cayo. En sus vidas alcanzaron a ver el ingenio funcionando durante unas pocas zafras atropelladas, en las que sabor dulzón de la melaza apenas se dispersó por el batey. “Salvar” no es, en su caso, el verbo adecuado, si de tradición azucarera se trata.