El mar tiene su propia música. A veces suave, a veces impetuosa. Las olas y las rocas improvisan una sinfonía dinámica, mientras los ruidos de la ciudad se combinan para crear una suerte de jazz salado que seduce al caminante. Se superponen los cláxones de los almendrones con el mecánico pregón de la paletica de helado; el tintinear de unos kilos sobre el platico de metal que le ofrendan a San Lázaro en un cuartico de la calle Príncipe.
Se mezclan con el sonido del mar, los quintos de una fiesta de santo y el traqueteo de una vieja Aurika lavando los paños de un bebé recién nacido. Desde el muro se escuchan el ladrido de un perrito salchicha y los gritos de una madre: “¡Fulanito, a comerrr!” En la madrugada se perciben, lejanos, los lamentos de una artista en decadencia, los gemidos de una joven pareja y el chinchín de unas copas de vino. Sobre ese background caprichoso, se van colando las músicas del Malecón.
Hay trova de todas las épocas. Se puede ver cantando a los nuevos silviopablenses, los hijos de aquellos soñadores que, en los años duros, iban al Malecón con sus guitarras de cuerdas inventadas y sus utopías intactas.
Están los tradicionales que, luego de hacer sopa en un barcito en Obispo, se pasean por el muro buscando completar la noche al ritmo de El Guayabero y Compay Segundo. Están los arreglistas genios que llevan a formato de guitarra lo mismo un éxito de Alexander Pires, que “Despacito”, que “Tres lindas cubanas”. Están los amantes de Santiago Feliú, salvando al miedo, queriendo imitar su genio de timidez y su hermosa manía de rasgar guitarras al revés, pidiendo con furia el alto al fuego o intentando seducir a las muchachas con su trova friki.
Los sábados en la noche se pueden escuchar los reguetones de moda. Uno distinto en cada quiosco. Y se te meten en los oídos como un palimpsesto sonoro que acompañan la cerveza importada y el pollo frito. Si estás de suerte, coincides con un concierto de Habana D’ Primera en la Piragua o una comparsa colorida que trae consigo toda la añoranza por los carnavales de antaño.
Bien pegados a la cabeza, los audífonos de los corredores transmiten todo tipo de melodías. La música electrónica, el heavy metal, el indie rock, el hiphop y hasta el mambo, ayudan a mejorar la cadencia de los que corren por el Malecón. Se puede incluso jugar a adivinar qué música están oyendo por el ritmo de sus zancadas, o por la expresión en sus rostros.
Además de los que escuchan su playlist en solitario, están los que comparten sus gustos musicales. Aún quedan algunas bocinas lumínicas, de aquellas que se usaron tanto y por alguna extraña razón fueron desapareciendo. Hay quienes se pasean con los discos viejos de Los Van Van a todo volumen: “Televisión a color, que bien se ve”. Otros con J Balvin, con Ivy Queen, con Marc Anthony, con Leoni Torres, con Laritza Bacallao, con Ricardo Arjona. Se oye “El chico del apartamento 512” y se oye “El punto cubano”. Algún fanático de Red Hot Chili Peppers camina por arriba del muro con “Californication” y algún jodedor pone la Ópera de Pekín.
Algunos van a ensayar frente al mar, con sus trompetas y saxofones y se unen a la letanía del agua contra la piedra. Otros se cantan al oído: “Te vi, juntabas margaritas del mantel…” y otros miran a Bad Bunny en su celular: “¡Puerto Rico, estoy cabrón!” Por allá se escucha el “¡Azúcar!” de Celia Cruz y del otro lado unos muchachos que se saben toda la discografía de Buena Fe. Por aquí discuten si Ray Fernández y Kamankola siguen siendo amigos y, en lo que averiguan, van cantando un tema de uno y de otro con la misma guitarra y el mismo prende.
Desfilan por el muro gente de muchas partes y colores, gente de todas las procedencias y todos los credos. Juntos hacemos la gran banda sonora del Malecón. Una que mezcla las voces y las emociones sin permiso de ningún productor musical. Una amalgama en la que todo cabe y se conjuga en perfecta armonía a medio camino entre mar y ciudad.