No hay nadie en casa. Como es costumbre en estos días del año los hogares santiagueros quedan vacíos. ¿Dónde están todos? En Trocha, en Carretera del Morro, en Martí, en Sueño: en el carnaval. A lo largo de una semana hombres, mujeres, niños y ancianos forman una vorágine ardiente que toma las calles de Santiago para bailar al más glorioso ritmo de la conga. La música inunda cada rincón de la villa durante ciento sesenta y ocho horas, sin dejar sitio para nada más; a la casa se va solo a recuperar las energías imprescindibles para continuar la fiesta.
El carnaval es el momento más esperado por quienes viven en Santiago y también la fecha que eligen muchos visitantes para conocer la ciudad y su gente. Cuentan que la celebración comenzó a realizarse a fines del Siglo XVII. Cada 25 de julio una procesión recorría los alrededores de la Catedral para celebrar el día de Santiago Apóstol, patrono de la ciudad.
Poco tiempo después se hizo común festejar de igual manera el día de otros santos. Personas enmascaradas y grupos de parranderos que entonaban cuartetas y estribillos pegajosos se fueron incorporando a la procesión, convirtiéndola así en una fiesta popular.
El Rumbón Mayor es un ajiaco español, africano, franco-haitiano, culturas que se mezclan armoniosamente en la danza, la música, el vestuario característicos de la celebraión. Miles de personas ocupan las tarimas provisionales de la Avenida Garzón para disfrutar el paso de las comparsas que representan en sus coreografías lo mejor de las tradiciones caribeñas.
Quizás lo más llamativo sea el desfile de carrozas exquisitamente engalanadas con colores brillantes, efectos de luces y las mulatas más bellas de la tierra caliente, que danzan al ritmo de las notas musicales. Cada año una de estas carrozas es reconocida como la más llamativa del carnaval.
Mientras los bailadores eligen Trocha para danzar al son de las mejores orquestas cubanas, la Avenida de Céspedes es el lugar predilecto para quienes prefieren la bebida y la buena comida. La multitud recorre casi dos kilómetros en los que se extienden los catres de artesanos y los puntos de venta de chicharrones, de jugosa carne de puerco o la buena hayaca. En cada esquina un grupo de personas se reúne alrededor del termo de cerveza fría para refrescar en el calor de la noche o saborea un delicioso coctel hecho a base de ron cubano.
Pero lo mejor del carnaval no tiene hora ni lugar. Comienza en un barrio cualquiera y en pocos minutos absorbe toda la ciudad. Al llamado de la corneta china nadie puede negarse: forasteros y nativos, bailadores o no, se unen a la conga hechizados por la melodía de tambores, cencerros, cajas de madera. La peregrinación espontánea marcha al ritmo de los toques, improvisando coros sobre la vida del cubano. En su recorrido la conga se hace cada vez más larga, tan larga como el carnaval, pero nadie se cansa, todos quieren seguir arrollando. Así la ciudad queda arrasada por un tornado de risas, baile y sabor.
Es difícil no unirse a la multitud heterogénea que inunda a todas horas las calles de Santiago para disfrutar del carnaval, fiesta de fuego, de felicidad y esplendor. Los fuegos artificiales indican que llegan los últimos momentos del Rumbón. Finalmente los santiagueros vuelen a sus hogares para tomar un largo descanso tras el divino jolgorio, antes de dormir acarician una idea: el próximo carnaval.