Hace apenas un año, La Habana vestía sus mejores galas para celebrar su medio milenio de fundada. Los de entonces fueron festejos largamente esperados, concebidos, disfrutados. Unas celebraciones de acento popular, con la gente desbordando las calles, y ferias, conciertos, y fuegos artificiales, y también con conmemoraciones solemnes, actos oficiales y la visita de los Reyes de España como preámbulo.
Las autoridades cubanas dijeron que los 500 años no serían un cierre, sino un comienzo; que seguirían trabajando en lo mucho que aún faltaba por hacer, entre las numerosas obras planificadas por el aniversario y las pesadas deudas que ha arrastrado la ciudad durante años. Y los habaneros, acostumbrados a sobreponerse a crisis y penurias, a capear temporales y promesas incumplidas, siguieron celebrando el cumpleaños de la urbe en ese fino equilibrio entre el optimismo y la desconfianza. Así despidieron el 2019.
Pero el 2020 rompería el molde. No sería un tornado, ni un ciclón traicionero ni otro mazazo de la Administración Trump –aunque también los hubo–, sino un virus llegado allende los mares, el que tensaría al máximo la cuerda y pondría a toda la Isla, no solo a La Habana, en alerta roja. El SARS-CoV-2 se infiltró en Cuba, como lo ha hecho en todo el mundo, y con su invasión letal y silenciosa les cambió la vida a todos: a las personas y al país. Por ocho meses ya y contando.
No tardaría mucho la capital en convertirse en el epicentro cubano de la epidemia. Sus complejidades sociales, demográficas, constructivas, geográficas y culturales –en el sentido más amplio de la palabra– serían un caldo de cultivo ideal para el coronavirus, a pesar de las medidas gubernamentales para frenar su propagación –tanto locales como las incluidas en la estrategia implementada en todo el país– y el esfuerzo sostenido de médicos, científicos, autoridades y población en general.
La COVID-19 extendió sus tentáculos por toda la geografía habanera. Enfermó a miles –hasta este domingo la cifra de infectados en La Habana superaba los 3.500, casi la mitad de todos los casos reportados en la Isla– y segó la vida de decenas de habaneros, aun cuando, gracias a la calidad de los médicos y los protocolos cubanos, muchos han podido salvar la vida. No es cosa de juegos.
Además, cambió el paisaje y las reglas del juego. Impuso el nasobuco como prenda obligatoria, el distanciamiento social como necesaria precaución –aun cuando en las colas y otros espacios muchos se arriesguen a violarlo–, y el lavado frecuente de las manos y otras pautas higiénicas que pueden ser la diferencia entre infectarnos o mantenernos sanos. También obligó al cierre de escuelas y oficinas, a la suspensión del transporte y eventos culturales, a interrumpir los viajes y el turismo, a poner en pausa la vida social tal como la conocíamos hasta entonces y a quedarnos en casa como medida más segura.
En toda Cuba y, en particular, en La Habana, hubo que convertir escuelas en centros de aislamiento, poner en cuarentena cuadras y comunidades, concentrar a médicos y estudiantes en el pesquisaje y la atención de enfermos y sospechosos, y dejar funcionado solo lo esencial para la economía. Incluso, en los momentos más duros –durante el rebrote que afectó la capital el pasado septiembre–, la epidemia obligó a imponer un toque de queda y cerrar la ciudad a cal y canto hasta que las cifras empezaron a mejorar. Y aunque hoy las estadísticas oficiales muestran un panorama diferente al de meses atrás y otras provincias cargan ahora con la triste condición de epicentro de la COVID-19, la enfermedad sigue al acecho, atenta al menor descuido.
Hoy La Habana transita por la etapa recuperativa, vive una nueva normalidad que ha hecho regresar los niños a las escuelas, los ómnibus a las calles, los clientes a comercios, cafeterías y restaurantes, y hasta los vuelos regulares al Aeropuerto Internacional José Martí.
La pandemia, sin embargo, no ha terminado, y por ello las celebraciones por los 501 años de la capital son diferentes. Por ello y también porque en medio de las sombras del coronavirus la urbe perdió a su hijo más ilustre, a su historiador más consagrado, al hombre que más hizo por rescatar sus piedras y su memoria, y a él ha dedicado entonces su nuevo aniversario.
Leal a Leal, a su adorado Eusebio, como defiende la campaña de comunicación de la Oficina del Historiador de la Ciudad, La Habana ha vuelto a darle vueltas a la ceiba del Templete y ha vestido nuevamente sus mejores colores, en un descanso de su lucha contra la pandemia. Ha sacado otra vez las sábanas blancas a sus balcones, ha abierto sus puertas y ventanas a la brisa del mar, y ha encendido nuevamente sus utopías y desvelos.
Y como la sobreviviente que es, la imbatible y alegre y esperanzada, ha vuelto a pedir a todas sus deidades por el futuro y por la vida, porque puedan curarse de una vez sus viejas heridas o, al menos, no sufra de otras nuevas, mientras espera, con las manos prestas y los pies en la tierra, que los nubarrones de la enfermedad se vayan de una vez del horizonte.
Muchas felicidades!