A ratos parece que Santiago de Cuba existe en un letargo interminable. Como muchas ciudades del mundo, vive entonces ajena a la memoria de sus desgracias. Sin embargo, sus habitantes saben muy bien que no hay tranquilidad eterna…
Una fuerza se esconde en lo profundo, un impulso contenido que yace en la tierra y que, de vez en vez, encrespa a los mortales con su despertar telúrico. Por eso, también a ratos, el paisaje cambia con una convulsión. Y cuando sucede, Santiago deja de ser una ciudad sedentaria e impasible.
Santiago de Cuba ¿ciudad sismorresistente o sismovulnerable?
Vaya puntería la del Adelantado Diego Velázquez para construir su campamento justo sobre una falla de tal naturaleza. ¿Tendría acaso la misma mano para el arcabuz?
Es de suponer que si Don Diego hubiera sabido dónde se asentaba, de seguro habría corrido a plantar su bandera en algún otro lado. Pero el conquistador se fue a la tumba sin adivinar la trascendencia de su error. En lo adelante, la villa estaría obligada a desarrollarse bajo el influjo de su inestable topografía.
Hace hoy 85 años ocurrió la última hecatombe provocada por las sacudidas de la tierra santiaguera. El 3 de febrero de 1932 un galimatías de rocas impacientes subió hasta el aire y el peculiar estruendo generó la alarma masiva: “¡Terremoto! ¡Misericordia!”
Las casas se estrujaron unas contra otras, los edificios altos se agrietaron o cayeron, los perros aullaron, los niños –y los adultos también– soltaron sus lágrimas, y todos, ¡todos!, imploraron el socorro de Dios, de la Virgen de la Caridad o del santo de su devoción. No importaba de dónde viniera la ayuda mientras fuera divina.
En medio de la confusión, los carros de bomberos se abrieron paso a toque de campana. Con igual celeridad fue desconectado el servicio eléctrico para prevenir incendios y accidentes fatales. La ciudad quedó a oscuras.
Aguijoneadas por el miedo y la impotencia ante el poder del evento natural, familias completas emprendieron un éxodo hacia la periferia de la ciudad. Mientras, otras prefirieron permanecer cerca de sus pertenencias y repletaron los parques y avenidas más anchas.
Ocurrió un miércoles, el día atravesado de la semana. El formidable temblor llegó a trastornar la paz del vecindario sobre la 1:13 de la madrugada. Del golpe, el reloj de la Catedral quedó detenido en esa hora. Para mayor cábala, trece fueron los muertos que dejó la tragedia.
La magnitud del sismo fue demoledora. Con la luz del amanecer se reveló el verdadero rostro de la catástrofe. La escena era la de una localidad bombardeada: pilas de escombros por doquier, tramos de calle abiertos o hundidos, fragmentos de madera y paredes desmoronados interfiriendo el tránsito.
Los cables del teléfono, de la electricidad y del tranvía estaban en la tierra; igual le ocurrió a las vallas de los comercios. Cuentan las crónicas que ese día los bancos, negocios y oficinas públicas dejaron cerradas sus puertas.
La cicatriz de aquella fecha permanece archivada en los periódicos de la época, pero más aún en la memoria popular. Y aunque se le recuerda como el terremoto del 32, en realidad no fue uno, sino una cadena de movimientos; algunos de cierta intensidad, otros más leves, que sucedieron antes y después del grande que provocó el madrugonazo.
El seísmo tuvo tal fuerza que provocó daños no solo en Santiago sino también en Bayamo, San Germán, Báguanos y Ermita, entre otras localidades del oriente de la Isla. Un par de días después la prensa local anunciaba la creación de una compañía encargada de la reconstrucción urbana. Con el tiempo y mucho de esfuerzo propio, la ciudad lograría recobrarse del infortunio.
A pesar de sentir temblores durante cinco siglos, los santiagueros no están hoy curados de espanto. Muchos evitan residir en edificios altos, duermen con un ojo abierto y pies ligeros para ponerlos en polvorosa; y aunque no faltan los “valientes”, nadie en verdad permanece ajeno a la impresión que causa el vaivén epiléptico de la tierra.
Hace un año, un enjambre de temblores provocó la alarma en plena madrugada. La situación se extendió por varias semanas y muchos durmieron en los parques. Entonces, se temió lo peor.
Hace solo unos días, un fuerte sismo despertó nuevamente a los santiagueros y otra vez revivieron los fantasmas. Por suerte, tampoco fue esta vez.
Así vive Santiago, día a día, en equilibrio entre el olvido y la memoria, inflando y desinflando el mito de desaparecer en la Fosa de Bartlett según sea la tranquilidad de la tierra. La pregunta, sin embargo, sigue en el subconsciente: ¿cuándo sobrevendrá un nuevo cataclismo?