Primero una carretera que parte de Santa Fe, por donde las ruedas del Chevrolet avanzan como con alas. Entre ese, el segundo poblado de la Isla de la Juventud, y el triste caserío Julio Antonio Mella hay un llano que se extiende por kilómetros.
La Ciénaga de Lanier ya casi comienza. Nos apartamos de la gran vía hasta un camino custodiado por hierbajos, luego icacos, en breve pantano. Las ruedas mascan el fango primero, y después un estrecho pedraplén.
Si otro auto o carretón, siquiera un hombre a caballo, viniera contrario a nosotros uno de los dos acabaría en el lodo, a merced de los cocodrilos, asegura el chofer sin apartar la vista del camino. Bandadas de guineos nos insultan por romper la paz de su hogar.
Cerca está el puesto del Ministerio del Interior que guarda el paso al Sur. Venados, descendientes de aquellos que llegaron en el siglo XVII, búfalos traídos de Asia décadas atrás, criaderos de caguamas y cocodrilos abundan en ese sitio que es casi una isla dentro de la Isla.
Carne de saurio
En Santa Fe hay una finca. En la finca una familia: los Mudos. Así, sin apellidos. Gigantes que se han hecho fama cazando cocodrilos en la Ciénaga de Lanier.
Iosvani se enamoró de una hija del clan, y para entrar a la casa debía probarse en el oficio. Con el miedo helándole el cogote, se iba temprano en un botecito a desafiar la muerte.
La silente procesión rompía kilómetros de quietud. Antes de que naciera el sol y hasta que el sol moría las cuerdas sacaban del humedal monstruos serpenteando sus más de dos metros, poniendo a temblar la barca como si el miedo agarrara también la madera.
Y luego el regreso a casa, a salvo un día más de ese limbo geofísico que no es agua ni tierra tampoco.
Han pasado algunos años. Iosvani en este negocio es lo que llaman experto; y en cuanto pudo hacerlo dejó la caza furtiva y consiguió un empleo en la Empresa Flora y Fauna. Ahora cría expresamente para Cayo Largo del Sur, el principal destino turístico de la zona, y para consumo de la propia entidad, manejada por el Comandante Guillermo García.
Pero en nada se arrepiente de aquellos inicios de susto, porque hoy mismo en su casa aún lo espera su mujer, la hija de Los Mudos.
“Y te digo más: me gusta mucho esa carne. ¡Y de la manera que mi esposa la cocina…!”, suspende sus brazos nervudos en el aire, después sobre la cabeza, como si le informaran que le ha llegado herencia.
La libra de cocodrilo vale 10 pesos aquí; deshuesada, 13. Ahora mismo no tiene, en otro caso nos la ofreciera. Hablar de eso es para él hablar de un pollo para nosotros. Los saurios son parte del menú durante la semana alterna que pasa junto a sus compadres en el criadero, en un sitio remoto como el que más.
“El cocodrilo como mejor se come es deshuesao –me aconseja–. Bien preparao lleva mucho ácido: puré, comino, pimienta. ¡Y eso queda que cuando tú te lo comes no sabe a pescao ni a nada raro!”.
Dicen quienes la han probado que es un verdadero manjar; yo, que hace tanto la ingerí, ni siquiera recuerdo el aspecto que tenía. De aquel almuerzo en Guamá (un notorio criadero en la Ciénaga de Zapata) la memoria apenas grabó a alguien agitado en la mesa ante mis ojos de niño que aquello era carne de cocodrilo.
El alboroto es comprensible; precisamente por la condición ilícita de comprar esa carne y el precio incomprensible que alcanza en los contados sitios donde se sirve.
Uno consecutivo al otro, con su respectivo estanque al centro, los corrales rústicos en el criadero de Iosvani guardan de acuerdo con sus edades cerca de cien ejemplares. Llegados al tope de ceba acabarán en la panza de algún turista o comprador ilegal.
Los cocodrilos son muy territoriales. Nos sorprende una breve persecución entre machos de 8 años, recluidos, como el resto, tras cercas endebles que parcelan más o menos 50 metros de césped. Solo los más pequeños están tras cuatro muritos cementados, unos encima de los otros, como si una gran escoba los hubiera barrido hasta una esquina con sol.
Da un poco de pena ver en los criaderos a los reyes del pantano. Quizá el cocodrilo es nada sin su humedal, sin un sitio donde esconderse para lanzarse sobre el humano que pase. Aquí sencillamente se ven disminuidos, aunque valga decirlo: siguen siendo temibles.
Desde pequeños un rictus atraviesa los alargados hocicos del cocodrilo cubano. Se extiende como una sonrisa maligna escoltada por una fila de colmillos, para terminar justo bajo la mirada felina que recuerda el Ojo de Sauron, el pórtico al infierno.
Además, para que acabe en el plato, primero hay que cazarlo.
Mansito
Tengamos en cuenta que el criadero se asienta en un trozo de tierra firme, no más grande que un campo de fútbol. Sumémosle a esto que lo rodea un pantano virgen de 100 kilómetros.
En las noches, dice Iosvani, se escucha crujir el suelo bajo las patas de los que viven libres. Vienen a rapiñar los restos de alguna comida. A veces los siente cerca de la casucha en que pernoctan, y ni él ni sus colegas se atreven a abandonar la cama. Permanecen en silencio, sin poder siquiera ver el temblor que pinta sus rostros. Cuando se alejan despacio o en revoltosa corrida, toda la casucha exhala.
Una noche Iosvani abrió la puerta. Nada, excepto la luna, atravesaba el cuadro. La curiosidad lo llamaba. On para la linterna: y después de lo que vio, el portazo. Iosvani no quiso ver más. Afuera un montón de cocodrilos talla XL rondaba libremente por los mismos caminos que ahora, a pleno sol de tarde, transitamos.
Después de la historia el instinto pone a girar las cabezas. Nos adentramos en un trillo-arboleda y las ramas que nos cobijan tienen sus troncos en el agua. De ahí atrás el pantano y su inquietante silencio. Al otro lado una cerca hecha con trozos de Palo Borracho unidas por alambrón… un sorbeto para las bestias que pretende guardar. Los ejemplares más grandes están recluidos aquí, y descansan como rocas sus tres rollizos metros.
“Casi todas estas son cocodrilas de 45 o 50 años, están así de anchas por la edad, aunque en cautiverio pueden durar hasta 100 años. Estas son las madres de unos cuantos. Si hay que quitarle el nido a una tenemos que entrar todos con varas, porque cuando ponen se vuelven una fiera. Pero si no cogemos los huevos antes que saquen, los otros grandes se comen los pichones”, comenta Iosvani, y lanza un palo entre las cinco que se juntan cerca de nosotros.
Como un reflejo incondicionado las fauces se abren, y algún coleteo truncado hace por despegar. Luego, como en cámara lenta regresan a su estado pétreo y el batallón de colmillos cierra el aire suavemente.
“Cuando el tiempo se nubla ellos van para el agua, pero en cuanto hay sol salen –continúa nuestro guía–. Los que están sueltos cerca son en su mayoría Babilla, colombianos, que es el que más la gente coge pa´ comer, hacer negocios. Ese se introdujo aquí en los años 60. El rombífero es el único tipo que tenemos trancao; esos cubanos que tenemos ahora vinieron de Matanzas”.
Los hombres de la Ciénaga los reconocen fácilmente por el hocico: el del criollo es bien alargado, y el del Babilla es chato. Moteada la piel del primero, café la del segundo. Y los identifican a partir del nombre que da la academia, Crocodylus rhombifer y Crocodylus acutus, pero con variantes muy propias.
“El otro que existe es el acuto, el americano –puntualiza Iosvani–, que se dice llegó a Cuba saltando de cayo en cayo”.
Contrario a lo que pudiera parecer, son bastante delicados. Bajo ese armazón de escamas hay un estómago flojo que puede padecer indigestas mortales. No solo el pez muere por la boca, el cocodrilo también.
“Si le das comida todos los días comen –asegura Iosvani–. Pero debe ser solamente dos veces por semana. El lío es que son de digestión muy lenta… Ya a nosotros se nos han muerto aquí una pila por jartera, por comida que mandan en mal estado”.
La Empresa tiene un convenio con centros cárnicos locales; y cuando apuñalan un animal el criadero recibe, literalmente, un festín visceral. Reyerta de tuétanos y tendones. Por unos segundos el cocodrilo cautivo vuelve a ser esa máquina de muerte.
Pero acá no es solo nacer y cebar; de vez en cuando Iosvani y los suyos cazan a los crecidos pantano adentro. Lo hacen de varias maneras; una de ellas mediante redes de grandes huecos, paños multifilamento.
“Cuando oscurece los ponemos en el agua y arriba de las boyas dejamos la carná –revela mientras las manazas también nos cuentan la historia–. Si el bicho muerde lo primero que hace es meter las patas delanteras en el paño. Y se enreda”. Luego llega el asunto peligroso. Nunca se sabe del todo cuán embrollado está, qué ventaja tiene el hombre sobre el animal. Iosvani hinca rodillas en tierra para explicarnos mejor.
“Para trabajarlo aquí viene uno por alante, enlaza el hocico con una soguita, y así puedes halarlo todo lo que quieras pa´ arriba de ti que lo que hace es aguantarse, no se te tira”, lo dice con tal simpleza que llegué a cuestionarme por qué no fui cocodrilero.
“Otro viene desde atrás –continúa–, le amarra las patas delanteras, pasa la mano por el lomo hasta la cabeza y le tapa los ojos. A la vez que se queda sin ver ya no te hace nada, está mansito”. La palabra brincó en su boca sin labios como un eco lejano, dudoso.
La fuga
Cuando se percataron de que faltaba uno corrieron hasta el bote, lo voltearon sobre el césped y lo echaron al agua. Agarraron sendas varas como un samurái el sable. Iosvani y el Gordo no iban a buscar un cocodrilo cualquiera, sino al Monstruo, el más grande que hubiera visto el criadero en sus 50 años. Una mole escamada de cuatro metros.
Iosvani ya no sabe cuántos kilómetros habrán recorrido, sin detenerse a almorzar, bebiendo sorbos de alcohol para aquilatar el coraje. De pie sobre el bote pasaban por su lado ejemplares que en otras circunstancias no hubieran dejado escapar; pero ninguno era el Monstruo. Un redondel de tiñosas danzaba bien arriba. El Gordo recuperó su fe y se persignó más veces que en todas las misas de niño.
Pasadas muchas horas, llegaron donde la yerba ascendía por encima de sus cabezas y les negaba el paso. Los últimos rayos de sol se los tragaba la ciénaga y los ruidos de la noche empezaban a surgir. Iosvani se inquieta y suelta, como quien no dice nada: mañana será otro día. El sentido común, incluso en estos parajes, tiene sus demarcaciones. La noche y el pantano son los signos de la muerte.
Con trabajo retroceden, curvean, enfilan la nariz del bote regreso al criadero. Y frente con frente a ellos una imagen de terror: la cabeza del Monstruo que asoma apenas los ojos. Por primera vez Iosvani advierte que están muy solos, y se aferra a la vara. Ni él ni el Gordo han hablado, pero a ambos los electriza la bestia y la quietud.
Podrían jurar que los ha llevado ahí, que se sabe ventajoso mientras la tarde fenece. Cuando el corazón se acelera los minutos son distintos. ¿Pasaron dos, cinco, diez? Y un varazo partió el agua justo donde el cocodrilo desaparecía. El Gordo recogió su arma y, ¡carajo!, escupió un lamento nervioso.
Un golpe seco desbalanceó el bote y, cabrona gravedad, el Gordo cayó al agua. Lo que Iosvani vio luego no lo podrá olvidar: el ejército de dientes, inmensos, emergiendo y cerrándose sobre el cráneo del hombre. Algún reflejo primitivo le anestesió el miedo y dejó caer su vara con fuerzas que desconocía. Una, dos, tres veces la reventó contra el yelmo de escamas. Y no se supo cuál de las sangres era más: la del Gordo chillante que se aferraba al bote, o la del animal huyendo entre la maleza.
“Por poco lo mata”, cuenta Iosvani y señala a un joven obeso, tímido, con ropa militar encartonada en sudor, que es desde hace años el atuendo de trabajo del campesino cubano. Apoyado en el marco de una casa despintada no hace sino esbozar una mueca hermética; y entonces noto la piel del rostro surcada por varios matices, como parches.
“Y libró que lo cogió así”, Iosvani galletea sus cachetes. “Porque si lo coge así”, ahora una mano bajo el mentón y otra sobre la cabeza, “ahí sí que lo mata”. Asiente teatralmente.
“Lo raro con aquel es que no respetara la vara. Ese bicho nació aquí; y los que viven en el criadero le tienen respeto porque desde pichones les damos en el hocico con una”.
En nuestra conversación se refiere a un cocodrilo, el que atacó a su compadre, pero reiteradamente usa el plural en extrañas construcciones verbales. Infiero que no ha sido el único caso de fuga, y que por demás son bastante comunes.
“Ellos brincan la cerca o rompen con el hocico el perle, que está muy deteriorado”, asegura Iosvani, y agrega que los cocodrilos pueden saltar impulsándose con sus poderosas colas hasta el tamaño de un hombre.
“Pero con esas cercas así también peligra la seguridad de ustedes”, le digo.
“Nosotros no cogemos lucha, la Empresa ni nos ayuda. Vienen, prometen mil cosas y al final nada”. Respuestas como esa delatan cuán cerca y cuán lejos estamos de la aventura. Los hombres que viven aquí asumen el entorno como calle transitada, el riesgo de lo salvaje como una rutina que hastía.
Enhorabuena. Excelente crónica esta! ¿tendrán alguna sobre los cocodrileros en la Ciénaga de Zapata? Fui hace un año y me pareció un sitio con muchas historias también.
ñó! y cuaánto cobra esa gente?
Excelente artículo !!!!!!!!!!!!!!!!!
Bueno Yoe, ahora sí t pasaste mi hermano. Avísame si van de nuevo por la ciénaga esa, jajaja
Excelente cronica y excelentes fotos,felicidades
Muy buen texto.tienen q atender mejor a esas personas,arriesgan sus vidas
Grande Yoe! 🙂
Escribes por cortes, como si fueran planos de un audiovisual. La descripción es directa pero muy elocuente, deja ver facilmente las imágenes y sucesos. Me gusta el estilo.
Hola a todos. Gracias por sus comentarios. Yusi, la verdad es que estos “cocodrileros” nunca cobrarán un salario lo suficientemente alto como para compensar los peligros que enfrentan día a día y las malas condiciones laborales. Un abrazo.
Magnifico Articulo. Espero que tanto el salario como las condiciones mejoren. Sin dudas esa labor requiere de mucho amor por los cocodrilos y eso a veces compensa lo que no logran obtener por via salarial y de condiciones.