La gente de Caibarién, en Villa Clara, cuenta que a “la hora cero” el mar le robó más de 400 metros a la tierra firme, y se vieron entonces con el agua salada por los ombligos tratando de salvarse a sí mismos y a cuanto artículo nadaba sin rumbo.
Los vientos huracanados, de más de 200 kilómetros por hora, levantaron los techos de las casas y dejaron los tendidos eléctricos como la estructura perfecta para una montaña rusa: por momentos arriba, por momentos abajo, enroscados, dibujando peligrosísimas curvas, todos sin vida.
En las partes más próximas a la costa, los postes de concreto se torcieron ante el imponente paso del huracán para dejar apagado completamente al municipio. El agua llega hoy a cuentagotas en tuberías rasantes al suelo y los destrozos de las viviendas invaden la mayoría de las calles.
La recuperación, a paso lento, avanza del centro de la ciudad hacia las zonas más necesitadas, esas que tardarán en borrar de su memoria aquella endemoniada mañana en que le vieron el rostro a Irma.