Todas las naciones construyen sus propios mitos. Son imágenes, historias o personajes que se repiten una y otra vez hasta que se naturalizan como verdades irrefutables. Allí está la magia social, su eficacia simbólica: se tornan sentido común.
Brasil es construido, todavía, sobre una mitología que refiere a la unidad, armonía y conciliación. La “democracia racial” o la supuesta apatía política de su pueblo van por esa vía. Aquellas son “verdades” de las elites –no por eso menos masivas– que pretenden hacer de la nación, un espejo. Pero en todo reflejo hay distorsiones. O, en otras palabras, todo mito es vulnerable, susceptible. Siempre hay personas que encarnan esa resistencia. En Brasil, Río de Janeiro, favela da Mare, estaba Marielle Franco.
El calendario marca 14 de marzo de 2018. Marielle está en una reunión que es trasmitida en vivo por Facebook. Bajo el título “Jóvenes negras moviendo las estructuras”, en ronda, un grupo de mujeres discute sobre política, arte, comunicación y liderazgos. El eje transversal es el lugar de las mujeres negras.
Tras dos horas de encuentro Marielle emprende retorno, en automóvil, por el centro de la ciudad de Río de Janeiro. Otro auto, que la estaba esperando, se detiene en paralelo al suyo. Se descargan nueve balas 9mm. Cinco impactan en la cabeza de Marielle, otras tantas en Pedro Gomes Anderson, el chofer. Ambos mueren. Y los asesinos, llevándose nada más que olor a pólvora, se dan a la fuga.
Negra, feminista, favelada, madre soltera, lesbiana, socióloga, militante de las diversidades sexuales y los derechos humanos, Marielle Franco era una de las imprescindibles. Así lo entendieron 46 mil personas que la eligieron como la quinta concejal (vereadora) más votada en Río de Janeiro cuando se presentó como candidata por el Partido Socialismo y Libertad (PSOL) en 2016.
Lo que enumero no es un curriculum para la tribuna de la meritocracia, son condiciones sociales que explican lo fundamental: la ejecución de Marielle es un feminicidio político, social y racial que sirve como mensaje para cada incomodado devenido en rebelde.
Desde, por lo menos, la destitución de Dilma Rousseff y la asunción de Michel Temer en 2016, la democracia brasilera está en una crisis extrema. A un plan económico basado en la concentración económica y la vulneración de los derechos básicos de la mayoría de la población, hay que sumarle una creciente violencia política. Las ejecuciones no son una novedad. En el año 2017 se registraron 9 casos. En solo 3 meses de calendario, 2018 cuenta ocho víctimas fatales. El caso de Marielle se dibuja en ese paisaje.
Pero el contexto inmediato es Río de Janeiro y aquí hay particularidades insoslayables. Hace un mes que la seguridad del estado carioca está intervenida federalmente. Los argumentos esgrimidos, tanto por las autoridades estaduales como federales, fueron la escalada de violencia y la corrupción o desgobierno de las fuerzas de seguridad estatales. Con el decreto firmado por el presidente Temer, toda la seguridad pública de Río quedo bajo control militar –con el general del ejército Walter Braga Netto a la cabeza– hasta el 31 de diciembre de 2018.
La intervención disparó varios procesos que convergen en el lamentable asesinato de Marielle Franco. Por un lado, se viene intensificando la violación de los derechos humanos de la población negra, pobre y favelada. Marielle, el 28 de febrero, en su doble condición de concejal y militante de favela, se tornó responsable de hacer los informes de la comisión encargada de acompañar la intervención. El 10 de marzo, cuatro días antes de su asesinato, denunció que el 41° batallón de la policía militar estaba aterrorizando y violentando a los moradores de la favela de Acarai, zona norte de Río. Incluso informó en su Facebook que en la semana hubo dos jóvenes muertos que fueron arrojados a una fosa.
Por otro lado, la intervención parece haber desatado una pugna interna entre las fuerzas de seguridad estatales y las federales. Aunque las pruebas aún escaseen, hay algunos indicios para sospechar lo que varios militantes, periodistas y funcionarios públicos rumorean en voz baja: el asesinato de Marielle podría ser un vuelto cobrado de las rivalidades internas de los uniformados. Ayer se confirmó que las balas que mataron a Marielle y a Pedro Gomes fueron compradas por la policía federal en 2006.
Los muertos continúan creando relaciones sociales. Marielle, símbolo de multitudes, despierta un vendaval. En más de diez capitales brasileras, millones hacen del luto una lucha. En Río de Janeiro 100 mil personas inundan la calle frente al edificio del poder legislativo estadual y marchan hasta la puerta de la cámara municipal de la ciudad, donde la concejal trabajaba.
La temperatura marca 31 grados a las 20:30 horas. Los cuerpos están juntos, hombro a hombro en un grito común: “Não acabou, tem que acabar, eu quero o fim da Polícia Militar”. Se corea con gargantas más roncas que afinadas. Entre la multitud está Letícia Santanna, una mujer negra que investiga sobre los derechos de las personas refugiadas e inmigrantes. Por experiencia y por profesión, lo que pasó con Marielle se siente como propio. Se hace cuerpo.
Estamos cansados, tomados por un cansancio físico y mental. Cansados de recibir golpes del Estado. Eso cansa. La candidatura de Marielle me representó mucha esperanza. Era un momento conturbado, donde no estaba creyendo en muchas cosas. Muchos amigos decían que no iban a votar y ahí surgió ella, ahí le prestamos atención. Me di cuenta de que merecía nuestro voto de confianza. Había orgullo y esperanza en su candidatura. No una ilusión de que todo iba a cambiar completamente, pero… saber que había alguien ahí, de aquel porte, con esa historia, de aquel color. Ella no era una amiga, pero era como si fuese cada una de las hermanas negras que tengo o que veo en la calle día a día.
Llevados con brazos en alto, pululan carteles: “Fora Temer”, “Marielle vive”, “Quém matou Marielle?”. Ya estamos en la plaza Cinelandia, donde se prenden velas y micrófonos. Se improvisan altares y discursos. Marielle está presente, se canta mil veces.
Charlo con Maíra Oliveira, mujer negra, miembro del grupo Ujima y trabajadora de la UFRJ. Ella estuvo presente en el último acto público de Marielle, aquella ronda de mujeres negras que quedará inmortalizada. Maíra recuerda el último mensaje de la compañera caída: “luchar contra toda opresión”.
Era muy fácil acceder a ella. Por eso lo más importante era su representativdad. No solo representa a los que las votaron, sino a toda la gente que vive en favela, por su origen. Por eso hoy estoy acá, primeramente, por una cuestión de luto. Nosotros sabemos que los negros, desde la época de la diáspora forzada, somos tratados como subalternos. Entonces, cuando nosotros vemos una hermana negra que triunfa nos sentimos victoriosos, y cuando vemos una ejecución de la forma que fue, sentimos que morimos un poco.
Con Marielle nace un nuevo mito. En él no hay armonía, paz o integración, sino resistencia y denuncia. En Brasil no hay democracia y mucho menos racial. Hay un estado de excepción que se torna regla para ciudadanos cuyas diferencias se convierten en desigualdades. Hay un aparato represivo machista y racista que torna cuerpos matables a los seres abyectos. Si de mitos seguimos hablando, ni la muerte es democrática: no todas las vidas importan lo mismo.
exelente articulo que explica la realidad de un brasil fragmentado, un brasil donde mas del 50 por ciento de su poblacion es afrodescendiente, la muerte de marielle es un feminicidio politico, pero ha despertado a millones de brasileños de todos los colores juntos para luchar por la democracia.