El piropo cubano es una herencia de la hidalguía y la galantería españolas. Expresión de unos códigos machistas en los que el hombre estaba llamado a llevar siempre la iniciativa, en sus orígenes esta práctica cultural perseguía denotar la belleza de una mujer para llevar el juego a las ligas mayores en caso que el gesto fuera correspondido. La tradición los recoge de múltiples tipos: poéticos, culinarios, humorísticos… unos han perdido su motivación; otros sobreviven, aunque sin la efectividad que solían tener antaño.
Los humorísticos clasificaban entre los más efectivos debido a su articulación con la idiosincrasia nacional y a la facilidad con que desataban una sonrisa que actuaba como puente y permitía elevar la relación intersexual a un nivel superior, más allá de lo casual. Así le hizo mi abuelo en la lancha de Casablanca a quien después sería su mujer durante más de cuarenta años, y que aquí no relato por un déficit de espacio.
Su principal garantía se ubicaba en los dominios de una sexualidad elíptica, según la había desarrollado la cancionística popular de las primeras décadas del siglo XX con estribillos tales como “ponme la mano aquí, Macorina” o “si me pides el pesca’o te lo doy”: todo el mundo sabía a lo que remitían, pero no se nominalizaban en directo, una razón de su originalidad y funcionalidad.
Norman Mailer escribió una vez que la sexualidad más efectiva era aquella que no se verbalizaba ni se mostraba de manera descarnada. La Marilyn Monroe de la escena final de Algunos prefieren quemarse, el conocido filme de Billi Wilder con Jack Lemmon y Tony Curtis travestidos, accionaba tan bien justamente porque uno de los secretos de su condición de símbolo sexual consistía en sugerir, no mostrar.
Pero la crisis cubana, que todo lo invade, ha contaminado esa práctica con las groserías más rampantes, de modo que la elipsis y la poesía se han visto desplazadas por la procacidad y el lenguaje soez.
Por eso, en buena ley muchas mujeres consideran hoy el piropo como una expresión de asalto sexual, no solo por la agresión verbal que implica en sí mismo, sino también porque a menudo va acompañado de toda una gestualidad que remite directamente al sótano del cuerpo masculino y con un nivel de lascividad que parece rebasar cualquier contención civilizatoria.
Es que la vulgaridad se extiende como un gato sobre todo el tejido social, donde las llamadas malas palabras han perdido su uso histórico (y efectivo) para convertirse en simples interjecciones o en lexicalizaciones del mal gusto.
A principios del siglo pasado, un artista de las vanguardias europeas había escandalizado al público por colocar un mingitorio en una exposición, lo cual significaba, entre otras cosas, conceder valor estético al lugar de la excrecencia; más tarde un poeta francés de origen rumano llamado Tristan Tzara puso a una joven vestida de blanco a recitar palabras obscenas en una actividad social, para escándalo de los espectadores.
Pero en Cuba esta epatancia se ha visto ampliamente rebasada por la realidad monda y lironda: en las calles los penes y los testículos vuelan en boca de adultos, jóvenes, adolescentes y niños; de ambos sexos. Un nivel de cotidianidad que espanta hasta a los menos conservadores.
En la cultura cubana, el primer piropo documentado fue una canción cantada frente a una ventana oriental, allá por los años cincuenta del siglo XIX. Comparando a una joven bayamesa con un sol refulgente, la tonada inició una práctica trovadoresca de larga data en la que la mujer constituía el centro, vista como beldad, perversidad o fatalidad, pero siempre respetada como ser humano:
No te acuerdas, gentil bayamesa
Que tú fuiste mi sol refulgente
Y risueño, en tu lánguida frente
Blando beso imprimí con ardor.
No recuerdas que un tiempo dichoso
Me extasié con tu pura belleza
Y en tus senos doblé la cabeza
Moribundo de dicha y amor.
El Diccionario define al piropo como un “granete de color rojo utilizado en la joyería”, lo cual remite a las claras a su valor metafórico-sexual prístino. Tal vez la exacerbación de este color constituya hoy su sentencia de muerte, quemado no sólo por el ardiente calor del Trópico, sino sobre todo por una onda expansiva que es como un derrame de petróleo sobre el mar, hediendo.
GranAte, Alfredo, granAte…