Desde el pasado jueves 9 he recibido varias llamadas de corresponsales acreditados en La Habana, así como de una que otra emisora europea, con el objetivo de preguntarme acerca de la suspensión por las autoridades de la Isla de la censura, limitación o silenciamiento de músicos pertenecientes a la comunidad cubana diaspórica. Supongo que contacten conmigo porque de algún modo ha trascendido la salida en próximos meses de mi libro Músicos de Cuba y del mundo: Nadie se va del todo, texto en el que intento explicar el devenir del hecho de que nuestra esfera musical haya estado tan marcada por los embates políticos y un largo historial de intolerancia que no se puede omitir, tanto de uno como de otro lado, y que han llevado a que en Cuba haya estado prohibida una personalidad como la de Celia Cruz y que en Miami, en determinados momentos, se impidiese la presentación de una artista como Rosita Fornés (cuando en 1996 la famosa vedette iba a cantar en la instalación miamense el Centro Vasco, el reducido pero poderoso sector de cubanos extremistas de derecha explotó un petardo en el local para sabotear la función).
Titulares como: «¡Las perdonan! Celia Cruz y Gloria Estefan vuelven a sonar en Cuba» o «Levanta Cuba veto a músicos disidentes» se han expandido como pólvora en Internet, desde el instante en que Sarah Rainsford diese a conocer en la BBC un trabajo al respecto. Confieso que el número de informaciones publicadas en la prensa internacional entre el jueves 9 y el viernes 10 en este sentido, me ha sorprendido. Supongo que ello guarde relación con el hecho de que en el verano en Cuba casi todo se paraliza y apenas se generan noticias de interés para las agencias y medios representados en la Isla, por lo que cuando algo acontece, hay que aprovecharlo.
Pero lo curioso es que este suceso, convertido ahora en noticia de primera plana, no data de días recientes, sino que ocurrió semanas atrás y es parte de un fenómeno que catalogo como «procesual» y que tiene varios antecedentes, entre los cuales uno de los más cercanos en el tiempo es el hecho de que las producciones fonográficas registradas en la diáspora, desde hace años pueden competir en Cubadisco, donde incluso algunas de ellas han sido galardonadas.
Aunque los cambios en Cuba se producen a un paso demasiado lento para mi gusto, poco a poco la cordura se va imponiendo y gentes como yo mantenemos la esperanza de que en un futuro no muy lejano viviremos en un país normal. A tono con ello, según fuentes del Instituto Cubano de Radio y Televisión (ICRT) que solicitan preservar su anonimato, una resolución de dicho organismo –transmitida a fines del primer semestre del presente año por vía oral a directivos de las emisoras de la Isla– suprime la “lista negra” de músicos censurados por causa de residir en la diáspora, prohibición que dicho sea de paso, como todo el mundo sabe, provenía de la administración central a través de decreto, aunque tal documento haya resultado a nuestros ojos invisible.
Al consultar a varios realizadores y periodistas vinculados a la radio, estos me han comentado que ahora la decisión acerca de poner o no a determinada figura de las antes penalizadas, queda en manos de los directores de programas. Dado el vínculo que por mucho tiempo he mantenido con la radio, en la que he sido desde director hasta conductor de distintos espacios, no pierdo la costumbre de escuchar uno que otro programa y ciertamente, si bien de manera digamos que tímida, ya he oído en varias emisoras habaneras a músicos de los que hasta hace poco no se podían pasar.
En dicho sentido, pienso que en una primera etapa habrá dos factores que entorpezcan este proceso. En primer lugar, la autocensura, que al decir de Bernard Shaw es la peor de las censuras y que lleva a no pocos realizadores radiales a esperar a ver cómo se desarrolla la remodelada política de difusión musical antes de hacer algo que les pudiese ocasionar algún contratiempo, y en segundo término, el desconocimiento entre la mayoría de los jóvenes directores de programas en torno a la obra (y hasta la existencia) de los antes vetados, como parte de lo que proclamaba desde su propio título aquel antiguo libro de Aldo Baroni: Cuba, país de poca memoria.
El integrar el quehacer de los músicos cubanos de la diáspora al panorama cultural de la Isla de forma íntegra y no selectiva como ha sucedido, cuando unos han sido favorecidos por prácticas de visualización y transparencia mientras otros, por el contrario, han resultado víctimas de ocultamiento y tachadura, me parece un problema más bien político y humano. Es claro que muchos de esos músicos emigrados no simpatizan con el gobierno y también que el sentimiento es mutuo, pero estas décadas de confrontación y de relación conflictiva entre cubanos aferrados a una apuesta reducida al todo o nada y opuestos al encuentro de la diversidad de criterios, solo han servido en la práctica para desangrar la nación.
Probablemente, nunca se llegue a saber con certeza quién fue el que tiró la primera piedra, si los que afirmaron que el son se había ido de Cuba, o los que se negaron a admitir que quienes se marchaban del país continuaban siendo cubanos. Lo cierto es que ese alimentarse de negaciones recíprocas, al margen de las contradicciones políticas, le ha hecho un enorme daño a nuestra cultura y en particular a la música, que por la condición de ser también una industria sufre presiones que no se dan en la literatura o las artes plásticas. Sucede que si una manifestación cultural cubana ha estado sometida a los vaivenes de la politización, esa ha sido la música. Tal vez dicha situación responda a que de las distintas expresiones artísticas, ella es la que mayor repercusión mediática atrae.
Es bueno acotar que no se puede obviar que muchos compatriotas músicos de la diáspora han sonado profusamente por todo el país, ya sea por la acción de los DJs en los centros de vida nocturna, los taxistas y bicitaxistas particulares o la gente en su casa. Sucede que la realidad cubana es mucho más compleja que la mera existencia de una circular que censure o despenalice a uno u otro artista determinado. Lo prueba el grado de popularidad registrado por las canciones de Willy Chirino en Cuba, no obstante a que sus discos no se distribuyen en el país, no ha sido difundido por la radio o la televisión ni se ha presentado aquí en conciertos en vivo. Porque si bien los medios de comunicación no han promocionado el arte de los cubanos residentes en el exterior que condenan la Revolución, también es verdad que el Estado no molesta a nadie por escuchar a todo volumen en su casa lo que uno quiera e incluso, se da la paradoja de que en la ambientación sonora de centros y actividades estatales se ha pasado la música censurada. He ahí una muestra de cómo han funcionado entre nosotros las dinámicas culturales.
Hoy, no se puede ningunear a alguien, por más mal que nos caiga o por encontrarse en las antípodas de nuestra visión del mundo, la política, o por haber decidido reorientar su vida un poco más lejos de su antiguo barrio. El carácter democrático de las nuevas Tecnologías de la Informática y las Comunicaciones (TICs) y de programas informáticos destinados a quemar CDs y DVDs tiene que enseñarnos a todos la lección: ya nadie es poseedor de la verdad absoluta y ahora hay que lidiar con múltiples criterios y verdades.
Por otra parte, la eliminación de esta prohibición constituye un duro golpe para los extremistas que en Miami, como muestra de una especie de stalinismo de café y de una politización del arte con mayor furor que en los oscuros tiempos del realismo socialista, han obstaculizado la circulación y promoción de la obra de los artistas e intelectuales residentes en Cuba.
Así pues, aunque tristemente la gran Celia Cruz no vivió para verlo, su voz se volverá a escuchar por las ondas radiales cubanas (de las que nunca debió ser apartada) al exclamar: ¡Azúcar! O al cantar aquello de: «Songo le dio a Borondongo; Borondongo le dio a Bernabé; Bernabé le pegó a Muchilanga, le dio a Burundanga, le hincha los pies».