Me he montado en todos los P y cada uno tiene su estilo, su fragancia, su violencia. He visto broncas, locos haciendo un striptease en medio del “acordeón”, madres o padres de pie con sus hijos porque nadie les da el asiento, gente que se ayuda, borrachos, fanáticos religiosos que dan sermones, adolescentes gritones, falsos impedidos físicos, carteristas, apretadores y todo tipo de personajes.
Con los grandes P tengo sentimientos encontrados. Cuando se acercan son, a la vez, salvación y tormento. “Zona de peligro”, como dice mi tía; “zona de repello”, dice mi vecino. No sé si es peor la subida o la bajada. En cuanto a los horarios, en las mañanas la gente es afable. Pero después de las 4 de la tarde montarse en un P2 es sumarse a un mar de almas en pena.
El sentimiento de amor-odio que ahora profeso hacia los P es parecido al que experimentaba en el pasado por los M. Ese espíritu de contradicción me abordaba en mi infancia cuando veía acercarse el Metrobús —llamado camello, por su fisionomía particular.
Mi tía la China me recogía cerca de la Ciudad Deportiva, donde yo estaba becada en una escuela de gimnasia. Iba a buscarme con mis primos para llevarme el día del pase hasta la Coronela, donde ella vivía. La pobre, salía con tres niños bajo el sol del mediodía hasta la parada de Cerro y Boyeros a esperar pacientemente el M4.
Aquel camello era para mí la esperanza hecha chatarra, una bestia rodante, un tanque de guerra, una aplanadora transistorizada, un acorazado Potemkin, un Bramontono 45-A. Aquel camello verde destartalado era símbolo de libertad y alegría; el sueño realizado de salir de la escuela de gimnasia por un día y medio.
Sin embargo, cuando estaba cerca, me entraba un miedo tremendo. Abordar el camello parecía un acto casi suicida. Para mis primos y para mí cada viaje era una aventura de vida o muerte.
Cuando se es niño, todo se percibe distinto; las leyendas urbanas se hacen reales y las emociones afloran de la forma más desbocada. Creíamos que la molotera de gente podía aplastarnos y moriríamos asfixiados en la puerta del medio, como nos contaron que le pasó a un muchachito que se montó en el M5 “y más nunca revivió”. Podíamos ser víctimas de una bronca tumultuaria y terminar hechos trizas. Podía suceder, incluso, que carterearan a mi tía y le robaran los únicos 4 pesos que teníamos para el viaje —sí, en aquel momento del año 98 se podía viajar de un municipio a otro con solo 4 pesos.
Creíamos muy seriamente que podíamos perder un brazo en la puerta, como dicen que le pasó a un hombre por Carlos III, que gritaba y gritaba y nadie le hacía caso y cuando fueron a ver, “el tipo por poquito se desangra”. Podíamos despeñarnos bestia abajo, como le pasó al niño que estaba en la parte de atrás en los brazos de su madre, que cuando el camello cogió un bache salió volando por la ventanilla para fuera y cayó en el medio de la calle.
También temíamos ser abusados por un pajuso que andaba con “aquello” afuera y te sacaba la lengua y si te tocaba la mano tenías que cortártela porque te pegaba un mal de locura y si te llegaba a la cabeza esa enfermedad, te convertías en pajuso tú también. Casi era preferible perder el brazo en la puerta.
Todo aquello para nosotros, niños de 9 y 7 años, era verdad; aunque a los adultos parecía no importarles demasiado. Seguían montando camellos de todos los colores.
Habría que ver qué piensan los niños de ahora de nuestros articulados P. Cada vez que me monto con mis hijos, me llena de coraje acordarme de mi tía con los tres niños que, para colmo, éramos débiles visuales. Entraba al camello gritando: “¡Permiso, que voy con tres niños! ¡Muchachos, cuidado con los espejuelos!”.
Cuando estábamos arriba y la horda asesina nos había perdonado la vida, mi tía empezaba a gritar como loca: “¡Pa’ la barbacoa, pa’ la barbacoa!”. Mientras el inspector, desde abajo, decía: “Vamos, caballero, subiendo por ambos lados”. Y nosotros subíamos los tres escaloncitos y llegábamos hasta arriba, donde había más aire y menos gente, y estaríamos más o menos a salvo.
Mi tía la China siempre se reía y decía que teníamos mucha suerte al poder montarnos en el camello. Era tan precavida que nos tenía entrenados por si ocurría una fatalidad y alguno de los tres niños miopes se quedaba en el camello después que se hubieran cerrado las puertas exterminadoras. El que se quedara arriba, debía bajarse en la próxima parada y quedarse tranquilito ahí. Ella y los otros dos niños irían corriendo a buscar al desafortunado. Esa sigue siendo la indicación, un montón de años después, cuando nos subimos a los actuales P.
M y P no es lo mismo, pero es igual. Son la salvación y la condena; la alegría y la tristeza. Crecí y con casi 35 años, ya no creo en leyendas urbanas. Sé que ningún hombre perdió el brazo en la puerta del camello; pero muchos perdemos el decoro y la ternura intentando asirnos al tubo de un P5. Hoy no le presto atención a las historias tragicómicas de guaguas; me interesa escuchar a los choferes hablando de sus esfuerzos —uno en el P4 decía el otro día: “¿Que si la guagua es mía? ¡Claro que es mía, si me gasté 27 mil toletes en la pieza que hacía falta pa’ echarla a andar!”. Ya no me pregunto, como cuando era niña, si tendré que cortarme la mano cuando un pajuso me toque. Me pregunto si detrás de las carencias económicas, no habrá mala gestión de los responsables.
Cuando te bajas de un P, no eres el mismo. Hueles un poco a Bebito, otro poco a Siete Potencias, un tin a talco para la peste a pata, otro tin a Mariposa. Hueles a grajo y a óxido, a flores marchitas, a perejil recién cortado, a pozuelito de ensalada fría, a mango fuera de temporada, a azul celeste, a resistencia.
Si llego a mi destino en una sola pieza, con los espejuelos puestos, mochila entera y niños vivos, tengo el alivio de haberle ganado la pelea a la guagua una vez más. Sigo sonriendo y dando las gracias a los choferes que se creen los dueños de las guaguas; pero recuerdo mis aventuras en el camello y siento nostalgia. Tiempos peores en que éramos más felices.