En la parada de Boyeros entre Tulipán y La Rosa se hacen dos colas: una para el P12; otra para el P2 y la 174. Por las mañanas esa esquinita se pone intensa. La gente que va al trabajo se desespera; los muchachos que van a la escuela escuchan alguna tiradera de moda; los ancianos buscan un sitio a la sombra.
Allí te revenden un paquete de perritos; alguien discute sobre política migratoria; otro arma y desarma un cubo de Rubik; una pareja discute, otra se abraza; unos piden el último, otros quieren colarse. Algunos esperan pacientes y resignados a que llegue la guagua; otros están a la viva por si pasa un carro, un rutero o alguien de una empresa te adelanta. Hay personas con muletas; mujeres con coches y niños pequeños; gente con carritos de hacer mandados y todo tipo de jolongos, cachivaches y aditamentos.
En medio del barullo, al que se suma el ruido terrible del tráfico en Boyeros entre las 7 y las 10 de la mañana, está ella, radiante y armónica. Ahí la hemos visto por los tiempos de los tiempos, organizando las colas, deshaciendo el caos, imponiéndose a las coyunturas.
Hoy teníamos arroz, frijoles colorados, picadillo con acelga y ensaladita de tomates, pepino, zanahoria y remolacha. Terminamos de hacer el almuerzo y salimos a buscar a María del Carmen a la parada. A la 1 de la tarde ella sale para la empresa a entregar los reportes del día, pero nos regaló unas horas de su tiempo.
Es un almuerzo especial. La comida no es la gran cosa; lo extraordinario es que, ni cortos ni perezosos, nos llevamos a la inspectora del transporte para la casa. Nos llevamos a la que tienen el power, la más buscada, la más amada y la más odiada, la mujer más importante del mundo para los que cada mañana van a probar suerte en Boyeros y Tulipán.
Terminamos de almorzar los tres y pusimos a colar un cafecito. Si en una parada un cubano te cuenta su vida entera, con el sol en su punto y el desespero por montarse en una guagua, imagínense todo lo que nos contamos durante la sobremesa.
Ella se crió con su papá y su madrastra, que tenía dos hijos y era una mujer maravillosa. Dice que era una buenísima costurera. Si a ella y su hermanastra les hacía vestiditos de guinga, a su hermanastro le hacía también una camisita de guinga. Y así los tres niños de sangre distinta se vestían igual.
En esa casa fue feliz. Luego se fue para la Escuela al Campo, se enamoró y salió embarazada a los 15 años. Quiso vivir en casa de su novio. “Pero como yo soy de este colorcito y él era blanco, a mí no me aceptaron”, cuenta. Su primer gran amor no pudo contra los prejuicios y regresó a tener a su hija en la casa familiar, donde le habían enseñado que todos somos diferentes, pero iguales.
A María del Carmen no le gusta irse a merendar si la parada está llena. Generalmente, sobre las 10:15, ella logra enrumbar a todos y les dice a los dos o tres que quedan: “¡Me voy a merendar, que yo no soy hija de ningún dios!”. Por suerte, cerca de la parada venden frituras y a veces tiene dinero para comprarse unas.
No sé cómo aguanta hasta esa hora sin comer nada desde las 4, que es cuando desayuna. Como el trasporte está tan malo, ella, la inspectora del transporte, tiene que salir de su casa en el Reparto Martí desde las 5 de la mañana y montarse en lo que sea para llegar antes de las 6 a su puesto de trabajo.
Mientras servimos el café, se emociona y me habla de su padre, que no es ningún dios pero sí un ser extraordinario.
“Mi papá se llamaba Eusebio Pestana Sánchez y yo me llamo María del Carmen Pestana Sánchez”. Me cuenta con más orgullo que tristeza que lleva los dos apellidos de su padre. Dice que siendo niña nunca preguntó por qué. Con los años, se acercó a su madre biológica y, como su hermana se había ido “para El Norte”, ella fue quien la cuidó hasta su muerte. “Mi hija chiquita le decía Abuela Linda, porque tenía un pelo largo por las nalgas”.
María del Carmen habla con una dulzura que estremece: “Me has hecho recordar cosas que hacía años no recordaba”.
Intento imaginar a Abuela Linda y a la madre que la educó. En la voz de María del Carmen deduzco que eran mujeres especiales. Entre los vaivenes de la memoria, cuenta de sus amores de juventud; de cuando se puso rebelde y se fue de la casa; de cuando trabajaba como estrechadora en la Fábrica de Aluminio en Santiago de la Vegas, estirando los perfiles para hacer ventanas, marcos y puertas.
“Era un trabajo rústico”, me dice y aprieta la boca como queriendo no recordar aquellas labores.
Trabajo duro el que tiene ahora, de pie por más de seis horas lidiando con gente de todo tipo. Le pregunto cómo llegó al mundo del transporte.
“Tenía que coger la guagua todos los días en la parada de Cerro y Boyeros para irme a la fábrica y siempre veía a un inspector que estaba de lo más lindo…”. Un día, después de haberle echado el ojo, le dijo: “Niño, consígueme un trabajo para dejar la fábrica”. Quería simplemente meterse con él; pero a los pocos días el muchacho, que se llamaba Tomás, le dijo que le tenía un puesto.
Así empezó en esto, en la época de Los Amarillos, como les decían a los inspectores del transporte por los uniformes que usaban.
Su historia laboral es una historia de amor. Resulta que Tomás deja Los Amarillos y se pone a trabajar como conductor en la guagua de Palatino. “Un día lo veo; vuelvo yo con mi frescura y le digo: Niño, qué lindo tú estás, ¿te quieres casar conmigo?”.
“Era jugando, claro”, dice muerta de risa; pero cuando terminó de trabajar aquella tarde, Tomás fue a buscarla para ir a tomar helado. Sería el inicio de un amor muy bonito del que salió su hija más chiquita.
Cuando uno ve a María del Carmen en la parada diciéndole a la gente: “Vamos, mi amorcito… caminando… Vamos, mi vida…”, uno no puede sino imaginar que hace su trabajo por amor, que en su historia hay mucha resistencia y mucho cariño entregado y recibido.
Dice que Tomás fue el mejor padre, hombre, amigo y compañero que podía haber encontrado. Me cuenta que se turnaban para trabajar.
“Él trabajaba por la mañana en la guagua y yo por la tarde en una parada. Él recogía a la niña en el círculo, la bañaba, y lo hacía todo. Cuando yo llegaba, era solo bañarme y peinar a la niña y ponerle la mediecita en la cabeza para dormir”.
Cada cierto tiempo alternaban: él trabajaba la tarde y ella la mañana. Mientras cuenta las cosas buenas que vivió con Tomás, mueve las manos como si se le fueran a escapar volando por mi ventana. “Hace un año y pico que se me murió, COVID-19”, dice y baja las manos y la vista buscando meter los ojos dentro de la taza.
Toma un buchito de café. “¡Qué rico está!”, me dice sonriendo. Le explico que es mitad de la bodega y mitad de La Llave que nos mandó mi hermano de Tampa. Mi mamá los mezcla para que dure más el buen sabor.
En veinticinco años de trabajo como inspectora de transporte, María del Carmen ha recorrido varias paradas: la Covadonga, Esquina de Tejas, Cerro y Boyeros, la parada del P11 en G y 27 y Tulipán, que es su parada favorita y en la que más ha trabajado.
Le pregunto por qué le gusta. “Di tú. Ahora di tú, ¿por qué me gusta? ¡Me encanta esa parada! Es una parada que cansa; pero esa actividad que tiene me encanta. No me gusta trabajar en paradas muertas. Esas paradas en las que pasa un solo carro nada más… ¡Qué va! La letanía esa no me gusta. Me gustan las paradas de movimiento”.
Cuando hacen la rotación cada tres o cuatro meses, ella vuelve a Tulipán. No le resulta difícil; a sus compañeros no les gusta el movimiento como a ella. Hay quien prefiere las paradas tranquilas. “¡A mí me fascina! Aparte, los viejitos vienen a hablar conmigo y cuando falto ellos se lo sienten en el alma”.
Dicen que cuando no está la inspectora la parada es un caos. Y lo sé bien, porque es mi parada desde hace unos diez años. No sé lo que ella tiene; pero cuando llega comienzan a pasar carros para todos lados. Es el talismán de la parada.
“Eso me llena de regocijo, me hincha, me hace sentir bien que la gente me quiera y poder ayudarlos. Me encanta”. Habla con tanta emoción de lo que hace, que no sé cómo pagarle el tiempo que empleó en venir a almorzar con nosotros.
Me enseña la tablilla en la que lleva los reportes del día. Me explica en detalle dónde anota las entradas de las guaguas y dónde lleva el registro de los carros estatales que recogen personas y los que se niegan a parar. Dice que luego alguien va a esas empresas y se toman medidas con los choferes egoístas.
Le pregunto cuál es el horario más malo: “Hoy por hoy, todos los horarios son pesados. A veces he llegado a las 5:45 y no pasa más nada hasta las 6:30. En ese horario se me llena la parada enseguidita. Se me puede vaciar en 5 minutos; pero das dos pestañazos y ya se volvió a llenar”.
Cuando dice “mi parada” sé que así lo siente. A pesar de que trabajar con público no es fácil y hay muchos problemas, la veo batallando con la gente, intentando ayudar. La he visto parar un carro y preguntarle al chofer por su familia; la he visto educar a los groseros y mandar para atrás a los que se quieren colar.
Todos la conocen y la respetan. Ella ha educado a la gente de la parada y también a los choferes para que paren aunque vayan llenos. “Cuando me ven, ellos saben que tienen que parar y donde tienen que parar. Si puedo montar dos personas es algo; dos personas por cada puerta ya son seis personas que salieron de mi parada”.
Después de tantos años, María del Carmen está pensando en jubilarse. Las piernas le duelen de estar de pie tantas horas todos los días; pero no le gusta el trabajo de oficina. Han hablado con ella para trasladarla a la empresa; pero le gusta la calle, la gente. Lo que quisiera hacer es descansar un tiempo y buscar “otro trabajito”, porque la vida está dura.
Le pregunté qué cambiaría si fuera ministra de transporte: “Es muy difícil, yo te digo a ti que ser ministro del transporte hoy… Eso no es fácil. Porque somos muchos paraderos, no hay piezas de repuesto, la economía del país no está muy bien y a veces los administradores de las terminales tampoco ayudan. Al no tener piezas para arreglar carros, al no tener las condiciones para trabajar… es muy difícil. Hoy día ser ministro de transporte es una complicación muy grande”.
Le pregunté cuál es su mayor sueño: “Ay, mijita, ni sé, en estos momentos… estar con mis hijas, mis nietos y mi bisnieta, y que Dios me dé bastante salud para gozar de todos ellos”.
Le agradezco por aceptar la invitación a almorzar y le cuento que llevamos tiempo vigilándola, haciéndole fotos y escrutando, desde una esquinita silenciosa, su manera de trabajar. Le comparto sueños míos: Ojalá tuviéramos más Marías del Carmen en las paradas. Ojalá los administradores y los de las oficinas pusieran el pecho por la gente como hace ella todos los días. Le confieso nuestra admiración y le digo que es un ejemplo, una estrella.
Nos despedimos; cierro la puerta, miro a mi altar y pienso: “Virgencita de la Caridad del Cobre, gracias por María del Carmen”.
TODA UNA PROFESIONAL EN SU TRABAJO. LO Q LA CARACTERIZA ES SU BUEN HUMOR Y EDUCACION PARA TRATAR A LAS PERSONAS