Cuando digo “me relajo” es que no quiero relajo con mi tiempo y con mis nervios: persigo descanso y laxitud. Pero al decir “me relajeo” le doy descanso a la circunspección en pos de la gozadera. A decir verdad, no soy un relajeado relajado, porque cada choteo lo inicio con el temor de que el candidato al trajín me diga: “respéteme, que yo lo respeto”.
De muchacho uno lo tira todo a relajo. Y no por generación espontánea: los mayores te van metiendo el vicio en el cerebro, porque ellos mismos, si los dejan, convierten en relajo hasta las misas. Así crece uno en este país: del orden al caos y viceversa; no importa que estemos ante un acontecimiento político, cultural, jurídico, familiar o hasta luctuoso, que para eso tenemos películas como La muerte de un burócrata.
A expensas de mi crianza bajo la tutela de tres tíos maternos, consumiendo mis tardes en una bodega donde además se expendía ron y cerveza, tuve entrenamiento de altura a la hora de formar relajo por cualquier cosa. Una de las primeras poesías que aprendí, con apenas cinco añitos en las costillas, la recité achujado por los tres mientras compartíamos una pajuata celebración de Nochebuena.
Estábamos en casa de unos parientes económicamente bien posicionados, anfitriones por lástima, que nos miraban con la nariz en alto y la displicente expresión de quien alimenta a su mascota. Acompañando la palabra con el gesto, recité:
Yo tenía un cocinero
que cocinaba gandinga
y machacaba los ajos
con la cabeza…
del mortero.
A estas alturas de mi vida no sé si lo que perseguían mis tíos, para convocar al relajo, era aprovechar la inmunidad de que los investía mi inocencia. El asunto es que al poco rato los parientes aquellos (sobre todo los hombres) cuando ya tenían algunos cañangazos de Tres toneles entre pecho y cerebro, insistieron para que dijera la versión más soez de la cuarteta. Y fue así como el cocinero cambió de herramienta y machacó los ajos con… otra cabeza. Se acabó el estiramiento, porque hasta las damas, también pasaditas de vino y sidra, rieron mi gracia y se desató la apoteosis: bailaron tirios con troyanos.
Lo mejor de todo es que no ejecutaban suntuosos valses, ni blues, ni foxtrot, ni jazz, sino rumbas, congas, sones, guarachas, chachachás. Y hasta aquello que estaba de moda: Señores qué pachanga, / qué buena es la pachanga, / mamita qué pachanga / me voy pa la pachanga. Hombros, nalgas y caderas daban su do de pecho y, en el caso de este último número había que activar un ridículo molinete con las manos, primero hacia delante, luego hacia atrás.
Ya un poco más crecidito, diversifiqué el repertorio. Pasé de lo culposo de la infancia a lo doloso de la adolescencia. Aprendí una décima que en no pocas ocasiones me sirvió de aguijón para azuzar veladas agonizantes. No olvidemos que mi infancia transcurrió en la década de 1950, y que en la de 1960 consumí mi primera etapa juvenil. El país, de 1902 a la fecha, fue buena tierra de cultivo para el relajo. Por eso me gustaba declamar aquella décima:
Esta Cuba es un relajo
en forma de gallinero
que aquel que sube primero
caga a los que están abajo.
Pero si sube un guanajo
de peso no muy ligero,
puede que se parta el gajo
y se vaya pa’l carajo
aquel que subió primero.
Una de las cosas que se propuso el proyecto revolucionario inaugurado el 1ro de enero de 1959 fue poner la seriedad donde iba y dejar el relajo para cuando procediera. El lenguaje nacional se hizo más grave, patético y enfático, a tono con los sucesos trascendentes que vivíamos. Pero la costumbre, pese a lo que sentencia Juan Gabriel, no es más fuerte que el amor, y muchos de los espacios concebidos para que nos tomáramos en serio la vida asumieron su cuota de relajo.
Es famosa la anécdota que involucra al poeta Jesús Manuel Herrera Rodríguez, el Casimbero (Santo Domingo, Villa Clara, 1920-1989) la vez que, apremiado por el vientre, entró a evacuarlo en un cañaveral. Por aquellos días se desarrollaba un operativo táctico orquestado para detener la quema de caña, uno de los sabotajes más frecuentes entonces. Finalizaba el poeta su trámite fisiológico cuando lo sorprendió la orden:
–¡Salga inmediatamente con los brazos en alto!
Como era su costumbre, pues clasificaba como uno de los poetas más malhablados de Cuba, tiró a relajo su detención con una groserísima cuarteta:
¡Viva el ejército nuevo!
¡Viva la Revolución!
Aquí te dejo el mojón,
pero el culo me lo llevo.
Fueron años muy tensos. Con toda la seriedad del mundo se estructuró la defensa: el país estaba bajo amenaza de guerra y, como consecuencia del diferendo con los Estados Unidos, se organizaron las Milicias Nacionales Revolucionarias (MNR). En ellas formalizaron inscripción personas de muy diversas edades.
Yo vivía entonces en un batey azucarero, donde no se desarrollaron acciones bélicas. Felizmente no tuvimos mártires locales. Tirar a relajo entonces algunas de aquellas peripecias, vistas con la luz de hoy, no implica profanación, sobre todo si tomamos en cuenta que la edad media de nuestra pandilla rondaba los 11 años.
Con curiosidad veíamos a aquellos hombres marchar durante horas y horas. Dale que dale ¡con el un-dos-tres-cuatro! Aburridos ya de tanta pateadera, un buen día el relajo dijo en nuestras mentes “aquí estoy”, y decidimos actuar en consecuencia. Bien escondidos tras una cerca de piña ratón, compusimos y soltamos a coro el asonante:
–¡Un-dos-tres-cuatro! –vociferó Antonio, el instructor, con tronante marcialidad.
–¡Comiendo mierda y gastando zapatos! –completamos y nos escurrimos, como jubos, entre los matorrales.
A nuestros padres les tocó responder. Tuvimos escarmiento. No todo se puede tirar a relajo y aquello daba pie a lecturas políticas sumamente riesgosas en los días previos a Girón. A mí me castigaron a no salir de casa en dos meses. Días amargos. Aprendí que el relajo tiene sus límites. Y me propuse desterrarlo de mi repertorio.
Me fui disciplinando. Me volví aburrido y serio. Empecé mi vida laboral como obrero agrícola cañero en 1971, después de terminar el preuniversitario y recibir el veto para estudiar en la universidad. Como me creía filósofo y discutía públicamente y en serio mis “aportes”, fui tildado de diversionista. La depuración fue rauda y cruenta, como son las cosas cuando son del alma.
Mi vida de jornalero agrícola fue muy dura: para ganarme el salario de tres pesos con veinte centavos en ocho horas debía guataquear cuatro cordeles de caña; esa era la norma para campos con enyerbamiento ligero. La vez que más hice logré, a duras penas, tres cordeles. Muchas veces protesté, airado y serio, por aquella meta, que me parecía abusiva. Mis compañeros, más diestros, me decían: “Ah, no jodas, déjate de tragiquismo“.
A decir verdad, solo dos personas de la brigada no cumplíamos la norma nunca: yo, el primero; Germán Fernández (alias Mangú), el otro. Este padecía desde niño una rara ataxia, pero aun así, con gran esfuerzo, le rendía honores a la guataca. Muchas de mis protestas llevaban el apoyo de Mangú. Nos hicimos amigos por solidaridad, tanto que una vez hasta llegó a proponerme para joven ejemplar, antesala de la Unión de Jóvenes Comunistas (UJC).
–¿Y por qué usted propone al compañero? –le preguntó el conductor de la asamblea.
–Pues porque es bueno –respondió.
–¿Y por qué usted dice que el compañero es bueno? –machacó el dirigente.
–Es bueno… porque no ha matado a nadie.
Inmediatamente se formó el relajo. A Rolando Portal, el jefe de lote, casi le da una alferecía. No hubo manera de encausar nuevamente la reunión y el instructor político regresó a su comité de base sin jóvenes ejemplares.
Poco después de aquel suceso me promovieron para trabajar en las oficinas de la granja, favor que le debo a Jorge Milián Borroto, un amigo de la infancia recién nombrado jefe de personal. Quiso ayudarme a salir de aquel bache y, además, aprovechar mi bachillerato vencido, por entonces un nivel superior al de la media.
Me abrió un espacio en el área de normación del trabajo. Una de mis tareas consistía en elaborar una estadística mensual que reflejaba el promedio general del cumplimiento de las normas, siempre cercano al 70 por ciento; o menos. Ese informe lo discutíamos mes por mes, con los colectivos, en las asambleas de producción. Y un buen día me tocó hacerlo en mi antigua brigada. Mientras duró la asamblea me fijé en Mangú, quien no levantó la vista de un papel, estrujado. Me pareció que sacaba cuentas.
Pero me equivocaba, y la incógnita se despejó en un dos por tres. Una vez terminada la asamblea mi antiguo compañero pidió la palabra e hizo público lo escrito. Eran nada menos que dos décimas, que leyó con sorna:
No te acuerdas, Riverón,
de cuando eras hombre pobre,
que tanto rato salobre
pasaste junto al plantón.
Pedías que la normación
sufriera alguna reforma
y ahora pides que la norma
se cumpla al ciento por ciento;
parece que tu pensamiento
con la sombra se transforma.
Te fuiste de obrero agrícola
a un cargo administrativo
donde te crees el muy vivo
con tu moral tan ridícula.
Ahora te hallas de película
junto a la administración;
eres vago y adulón,
descarado y mala gente
echándole al inocente
que incumple la normación.
Mi reacción, hierática como si nunca hubiera sido el que machacaba los ajos con cualquier cabeza, le sacó una sonrisa:
–Compañero Mangú, relajitos conmigo no; respéteme, que yo lo respeto.
Graciosísimo artículo, Riverón! Ese afán tuyo de alejar el encartonamiento, me parece fundamental. Y además, te felicito por no matar a nadie!
La risa nos salva de todo.
A ver, a ver, no formen relajo…
Riveron usted es una leyenda viviente… no se muera nunca… estas historias son todas mensajes subliminales… son la base de otras historias y cuentos…