Ahí están, a toda hora, en cualquier lugar. Sólo es necesario que aparezca el cartel que anuncia una rebaja para que sus hordas insaciables ataquen sin piedad. Lo interesante es que no importa el tipo de producto; devoran desde lo más necesario hasta lo totalmente superfluo en una batalla cotidiana, selvática, a veces risible e irracional. Ellos son, sin más presentación, los revendedores.
El arte –prefiero llamarlo así- de comprar a un precio y vender más caro debe ser tan antiguo como el dinero, aunque imagino que algún agricultor ceramista se haya dado cuenta de que podía cambiar a los recolectores- cazadores- pescadores una cazuela de barro por 10 palomas, y después en su tribu canjear la misma cantidad de aves por cinco cazuelas. Matemáticamente es muy simple, por eso son tantos los adeptos a esta práctica. Lo de las palomas sería algo más o menos así: 1×10<5×10.
Lo cierto es que los revendedores y su apetito hacen más daño del que puede percibirse. Acaparan, calculan fríamente el momento oportuno y estampan sus precios estratosféricos. La cuestión es que el consumidor –la gran mayoría de las veces trabajador con un salario que no le alcanza ni para empezar el mes- tiene que sucumbir ante EL ABUSO (con mayúsculas) de esta especie de comerciante.
Sufro –y casi nadie está exento de ello- la furia desmedida de los bulímicos especímenes en el área donde quizás causan más estragos, y más dolor. En la calle Monte entre Águila y Ángeles, en La Habana Vieja, existe uno de esos mercados que ofertan alimentos a precios módicos. En el local se pueden encontrar pastas, caramelos, galletas dulces y de sal, polvo de sorbeto, y otros productos. Dije que se pueden encontrar y me arrepiento. Mejor hubiera sido se puede leer en la tabla de información la oferta y el suculento costo, porque siempre un centenar de revendedores batallan a brazo partido por llenar sus enormes sacos.
Quien es testigo de semejante panorama durante escasos cinco minutos no puede –por puro instinto de conservación- dedicar dos horas a una cola llena de tantos bretes, los que muchas veces llegan a la violencia. Entonces, ni el que trabaja, ni la ama de casa, ni el joven que anda raudo y veloz por la vida, tienen posibilidades de disfrutar de este servicio. Pregunto sin reparos: ¿No existen mecanismos para frenar el acaparamiento y la reventa insidiosa? ¿No será más humano y lógico que estas propuestas estatales lleguen a la mayor cantidad de personas?
Por ahora, siguen los pérfidos revendedores haciendo de las suyas, vaciando bolsillos y quitando de la mesa de muchas familias recursos que el Estado destina para tal objetivo. Duele decirlo, pero parece no importarle a nadie esta práctica, cada vez más masiva. Mientras tanto, sigo pasando por el mercado de la calle Monte sin detenerme siquiera a leer en la tabla de información los productos y el suculento costo, porque ahí está el gusano humano, bullicioso, y a escasos metros, con total desfachatez, alguien que vende lo que acaba de comprar al doble de su inversión.