Lekiam, mi amigo, acaba de recibir su diploma de doctor en educación. Insiste en decir que no hay nada de trascendental en eso. Por momentos prefiere callar, abstraerse y repensar cómo ha llegado hasta ahí y quiénes han estado junto a él. Rostros, nombres, sentimientos, microhistorias se entrecortan en su garganta y arremolinan en su mente. Sin dudas, el camino ha sido el mismo laberíntico de otras/os tantos como él, que durante siglos se le ha negado (y niega) a no pocos.
El laberinto de la educación para las afrocubanas/os: una mirada a los Censos republicanos
Intentamos este diálogo (quizás monólogo) Lekiam y yo, no para vindicar el mensaje engañoso de la meritocracia según el cual obtener méritos académicos es sinónimo de virtuosismo. Tampoco es el trampolín que utiliza un oportunismo de lo diverso, o el deseo per se de disputar espacio entre nobles opresores que dictan las claves de acceso y permanencia en la ciudad letrada. No es preciso, porque en el barrio de Lekiam, matizado por la negritud y el saber periférico, no hay víctimas sino guerreras/os cotidianos. Y allí, a nadie le importa un espacio letrado donde no tenga presencia real la vida desgarrante, polisémica y amorosa de los que cargan con su protagonismo un país a sus espaldas.
A Lekiam:
Tu madre Lourdes, Fela tu abuelita querida, Andrés el tío casi padre, tu hermanita del alma Ledis, Caridad y Georgina tus maestras, el profe de historia Zaldívar, son tantas y tantos. Si, Zaldívar…en noveno grado, pleno Periodo Especial, te quedaste sin zapatos y te daba vergüenza ir con las suecas calcañar afuera, y no era por temor a que una saeta de Paris acertara tu talón, sino por el choteo feroz (ahora se le llama bullying) que te hacían tus condiscípulos en el aula. Entrabas por el muro trasero de la escuela, pero no bastaba para eludir las risas burlonas, y decidiste quedarte en casa hasta tener un par de zapatos “normal”. Allá se apareció un día Zaldívar y te dijo con su voz grave, enérgica e inolvidable: ¡Usted no puede dejar la escuela, ese es su futuro! e hizo una colecta en el aula para comprarte unos chupameao de recámara de bicicleta, que eran menos choteados por la masculinidad tóxica adolescente que aquellas suecas femeninas…y regresaste a la escuela.
Para ti la escuela, los libros, así como el aprender y descubrir se convirtieron en ese espacio de confort y de arrullo en las condiciones más difíciles. También sabes que la escuela puede ser un lugar motivacional, al mismo tiempo que un lugar de negación y conflicto existencial. Las disputas de sentidos al interior de un aula llevan innúmeras intersecciones y complejidades, tantas que no alcanzan a ilustrarse en la caracterización pedagógica de un profesor-guía de grupo. La escuela, la escolarización y su influencia pueden determinar estándares positivos de una persona al interior de una sociedad, así como también pueden profundizar el lugar subalterno, las desigualdades, la percepción inferiorizante de unos con respecto a otros, dentro de grupos y castas sociales.
Tú, Lekiam, al cierre del 6to. grado estuviste entre los cinco mejores de tu año e ibas a recibir el certificado de estudios concluidos en el estrado del lugar de la ceremonia. El día antes, tu emoción de estar entre los mejores graduados se diluía en la cuestión básica de encontrar pegamento para fijar las puntas de tus únicos y viejos zapatos. Algún vecino ayudó con un poco de garrapata (baje en La Habana) y pudiste ir, aunque el temor de perder la suela no te abandonó durante el acto. Aunque no lo dices, sabes que perdiste el título de oro en la universidad, por los casi tres meses que te ausentaste de las aulas en el 2do año, decidido a buscar trabajo para ayudar a tu madre que vendía ambulante a pleno sol para mantener a tu hermana y enviarte algo de dinero a Santiago. Ella misma te insistió que regresaras, que aquel era tu lugar, y aunque tuviste el mérito de regresar, las calificaciones escolares no entienden de especificidades sociales y esos meses marcaron la carrera finalmente.
Pero estás acostumbrado a los desafíos Lekiam, quizás por eso seguiste adelante cuando una enfermedad rara e invalidante te dejó sin opciones de continuar tu primigenia profesión. Con 27 años empezaste de cero, como se dice, se te cerró el dominó de un momento para otro, y otros se encargaron de ponerte la jugada más difícil. Aquellos nobles opresores de siempre, los que dictan presentes, juegan con los pasados y determinan los futuros, apostaron a verte vendiendo dólares en el boulevard, algo en aquella época “ofensivo a la honra”, y ahora imprescindible para comprar privilegios básicos en MLC. Fue ahí que regresaste una y otra vez a estudiar, a aprender de las otras y los otros, te dejaste acompañar, fuiste uno más entre tanta gente genial aquí y allá que te mostraron caminos de amor y de bondad.
En ese tiempo llegas a ser profesor universitario y comerciante [ilegal] en las vacaciones, de golosinas como sorbetos, caramelos y bombón de chocolate. Eso, además de hacer empanadillas, limpiar solares por 15 pesos, aprender a hacer pizzas y espaguetis, ser hornero y vendedor de bocaditos, vender vinagre en una bicicleta los fines de semana. Así lograbas pasar las vacaciones con Roxi, y así pudiste completar la canastilla de Maikiel. Salías de tus clases en la universidad a las 3pm y te ibas al merendero hasta las 11pm, te levantabas a las 5am para estar en el aula a las 8, previendo siempre las infinitas veces que se iba a caer la cadena de tu bicicleta durante el trayecto. Un profesional de cinco pesos en el bolsillo, pero siempre con un amor desbordante y una fe pedagógica (como te enseñaron tus maestras/os) en el mejoramiento humano increíble.
Reconoces sin ambages que en cada meta que has alcanzado hay un aporte significativo de un proyecto social que tiene, sin dudas, como uno de sus mejores logros el acceso a la educación. Pero aprovechar esas oportunidades de estudio, tener una estructura familiar, cultural y económica que te permitan trazar y lograr otras metas, está determinado también por una madeja de circunstancias, condiciones casi de sortilegios insospechados. Tener una familia, que aun en sus limitaciones económicas y culturales, te defienda, confíe en ti, comparta lo mucho y lo poco y te demuestre el orgullo de tenerte y de que sigas adelante, definitivamente es una bendición para ti, Lekiam. Privilegio que otras/os en el barrio, no tienen, así como no tienen la comprensión y el apoyo de las maestras/os que tuviste, y menos la edulcorada igualdad de oportunidades que se convierte en eslogan preferido de una sociedad estructuralmente meritocrática y a la vez desigual.
Por eso te exiges siempre preguntar ¿dónde están la mayoría de los contemporáneos de(los) barrio(s) donde has vivido? ¿qué ha sido de sus vidas? ¿cuántos lograron una carrera universitaria? ¿cuántos lograron continuar sus profesiones? ¿Cuántos han logrado seguir estudios de posgraduación, másteres, doctores? ¿Cuántos de tus contemporáneos siguen en Cuba? ¿A cuántos la movilidad profesional les permitió movilidad social, mejorar sus casas, salir de la cuartería o del solar? ¿Cuántos pudieron salir de la mala vida, como nos enseña el positivismo lombrosiano y normativizador nuestro de cada día? ¿Cuántos pudieron salir del círculo vicioso de la ilegalidad estructural, de la vigilancia policíaca del sector del barrio que protege, a la vez que estereotipa? ¿Dónde estarán mañana tus primos, tus tíos, tu madre, tu abuela, Belkis y sus nietos, mis vecinas y vecinos, los adolescentes “carretilleros” de la esquina, los que están allí y seguirán allí haciendo sus historias anónimas en los barrios, sosteniendo el amor de un proyecto social y “de otros demonios”?
Y entonces, Lekiam, tus alertas éticas, epistémicas, ontológicas te indican conmemorar ese título académico con discreción. Hace mucho tiempo sabes que los caminos que se abren para ti pueden cerrarse cotidianamente para muchas/os otras/os como tú, y tu lucha por la inclusión es un deber, no un flirteo romántico con lo que se niega a los otros. Debes celebrar la existencia de los que han estado, están y estarán para que tu estés, y para eso se necesita aprender cada día de gente que te muestra caminos, proyectos y alternativas de resistencia y (re)existencia. Que nada te haga perder el camino, te dices, reencontrarte cada día con lo mejor de lo que eres, con lo mejor de tus raíces, dialogar contigo mismo y despertar feliz de ser quien eres y de venir de donde viniste; ese será tu mayor premio, mi querido Lekiam.