Desde la estación de tren de Artemisa, para llegar a Andorra, hay que montarse en unas moticos parecidas a las de la calle Línea, pero artesanales. Todos los que se montaron se conocían entre ellos, solo nosotros (una parejita con un niño de 3 años y un adolescente) éramos extraños. Desde el Camino de las Palmas, si no eres miope, puedes ver la puntica de las chimeneas. Nos dijeron que el final del tramo quedaba justo en la entrada del pueblo. Nos bajamos de la motico criolla y caminamos, con el sol de frente y con nuestras expectativas diversas. El Camino de las Palmas no se llama así, pero, en nuestros viajes, vamos nombrando los lugares y las gentes como si fuéramos quienes han descubierto esos paisajes.
Cruzando la Ceiba Grande, vimos carros entrando y saliendo esporádicamente, como un indicio de que allá, a lo lejos, hay un pueblo vivo. Fuimos acercándonos, fuimos oliendo, viendo, sintiendo la densidad del aire y supimos, los más grandes, que esa vida es sobrevida. El niño pequeño se durmió en mis brazos y el de 12 años puso fija la vista en las chimeneas que se alzaban como banderas muertas.
Cuando estábamos noviando, para enamorarme, él me puso una película de Fernándo Pérez, una canción de Kelvis Ochoa y un documental llamado DeMoler, de Alejandro Ramírez Anderson. En 2018 viajamos a Guantánamo y visitamos el Central Argeo Martínez, en el municipio de Manuel Tames. Era el único central activo dentro de la provincia. Nos asomamos en la fascinante travesía de la caña, desde el campo hasta el central. Conocimos al fogonero, un joven que cada día recorría 10 kilómetros desde la ciudad de Guantánamo hasta el central para limpiar las calderas. Conversamos con otros trabajadores que referían mitad con alegría y mitad con pesar: “la caña es toda mi vida”. Convivimos con la gente del pueblo cuyos olores, sonidos, movimientos y energías provenían del central, su chimenea y su locomotora. Aquella experiencia nos marcó profundamente. Cinco años después quisimos llevar a nuestros hijos a un central. Un central en ruinas.
“Bienvenidos al Asentamiento Poblacional Abraham Lincoln”. Un cartel despintado nos alienta después de la larga caminata. Llegamos a Andorra. Aunque en la señalética no aparezca ese nombre, así se le llamó al pueblo durante un tiempo. Y así le dice mucha gente todavía, aunque su primer nombre fue Lincoln, luego del establecimiento del central en 1917. Después, pueblo y central fueron tocayos del paraíso fiscal europeo y luego de su nacionalización por el Gobierno cubano los rebautizaron como Abraham Lincoln.
Nuestra primera pregunta a uno de los pobladores fue sobre el cambio de nombre. “Tú sabe que aquí todo es patrá y palante, desde el tiempo de los españoles”. Él mismo, después de decirnos que prefería el nombre de Andorra, nos alertó que no compráramos guarapo en la esquina, porque “esa es caña vieja”. Para nosotros, que veníamos de La Habana y habíamos recorrido 60 kilómetros en tren y luego 7 en motico hecha a mano, un guarapo a 15 pesos era la maravilla del siglo. Y, en efecto, sabía a gloria. Cargadas las pilas con la savia de la caña vieja, seguimos nuestro periplo, sin mapa y sin guía, hasta el central.
En 200 metros no nos tropezamos con nadie. Solo un perro sato zigzagueaba detrás de nosotros como advirtiendo el olor de los intrusos. A cada paso nuestro, las torres del central se veían más grandes y poderosas.
Fuimos explicándole al niño grande que Cuba fue uno de los líderes de la producción de azúcar en el mundo, que la caña fue muy importante para la economía cubana pero, sobre todo, lo ha sido para nuestra cultura. Le dije que nuestras costumbres, nuestra manera de hablar, nuestra identidad, nuestra culinaria, nuestra música, están atravesadas por el azúcar. Le conté que, en épocas pasadas, para decir “Viva Cuba” se había gritado: “Viva la tierra que produce la caña”.
Pusimos un tema de Celia Cruz y seguimos hasta el final de La Calle Ancha. Por el camino vimos el pequeño anfiteatro del pueblo, que nos adelantaba, por su apariencia, el abandono que veríamos más adelante. Vimos que, en Andorra como en Centro Habana, hay latas de refrescos importados tiradas en los bordes de la calle; hay gente que vende su casa para irse a un lugar mejor; hay caras mustias y caras alegres.
Cuando finalmente llegamos, nos sorprendimos al encontrar muy pocas estructuras en el sitio en el que suponíamos habría un inmenso central en ruinas. Solo una gran nave y, a unos metros, las dos chimeneas que nacían de la tierra como palmas frías. El Viejo Estibador parecía estar esperándonos. Sentado a horcajadas, con los brazos apoyados en el espaldar de la silla, nos vio llegar y nos dijo: “Ahí no queda nada, solo los huecos por donde salía el humo de la casa de bagazo”.
Nos contó que en los alrededores se sembraba la caña, pero ya casi ni queda, porque no hay productos para echarle. Nos dijo, como quien cuenta un chisme gordo, que ese central era de Batista.
Sus ojos están tristes y su cintura la aprieta la misma faja que llevaba en los últimos años de molienda. “Lo cerraron en 2009. La vida de este pueblo cambió del cien al cero. Antes entraban muchos carros, se resolvían muchas cosas. El desempleo se puso al pecho. Aquí había seiscientos y pico de trabajadores. Y mucha gente se quedó en el aire. Mucha gente se fue. Yo no he querido abandonar las torres y me quedé”.
El Viejo Estibador mira los espacios vacíos y comienza a describirlos como él los recuerda y la memoria le ensombrece más el rostro. “Ese envasero lo llenábamos nosotros con 300 mil sacos. En aquella plazoleta, allá arriba, se envasaba el crudo. Allá estaba la tornería, que también se la echaron. En ese piso pelao que tú ves ahí había una carpintería que hacía cualquier cosa. Llegabas y pedías una puerta y te la vendían al precio que tú la podías comprar”.
El Joven Padre abandonó el juego justo cuando le tocaba entregar dos bolas, porque cuando se juega a la verdad, tienes que pagar. Su hijo y el mío se pusieron a jugar con tierra y con un carro verde al que le faltaba una rueda. Aprovechamos la confianza de los niños para preguntarle si había conocido el central activo. “No, yo nunca lo vi funcionando. Esto es lo que queda. Lo poco que queda del central está habitado. Porque, claro… hay que aprovechar”.
La antigua destilería ahora es la secundaria. Hay familias viviendo en los cuartos de retorno, que antiguamente eran estructuras para tomar muestras del agua que retornaba del central.
Hay familias viviendo en las bases de los turbos generadores. El Joven Padre, con una esposa y dos hijos de 4 años y 6 meses, compró un turbo generador para convertirlo en vivienda. “Aquí sí no hay ciclón que valga”, nos dice con una alegría que estremece. Él vine de Allá Abajo, otra parte del pueblo donde las casitas son de madera y se caen con cualquier viento.
En el turbo vecino compró una señora que tiene en la cara la misma expresión de alivio. Poco a poco irá levantando las divisiones y poniendo las ventanas, mientras tanto, ella vigila su turbo a toda hora, no vaya a ser que alguien se le meta a vivir allí. No sé cómo alguien les vendió algo que era una ruina del central. Un muchacho, dicen. Se lo vendió a buen precio y compraron. Hoy son más felices que antes.
No entiendo nada. Me quedo muerta. Mi hijo de 12 años me dice que está buenísima esa casa, que es de cemento y que esa gente está mejor que nosotros que no tenemos casa propia. Mientras tanto, mi hijo chiquito juega con el hijo del Joven Padre en el turbo en construcción.
Dicen que no se puede uno acercar a las torres porque se están derrumbando. Los trabajadores del lugar se reúnen en la puerta de un almacén que está activo y guarda sustancias químicas para la siembra de tubérculos y un tractor ruso del tiempo en que el central molía. La mayoría fueron estibadores, cañeros, fogoneros. Los químicos y los ingenieros se han ido de Andorra. No sé si será por nosotros o si tienen la rutina de sentarse, como en una peña deportiva, a velar por las torres altas mientras discuten de rendimientos y expectativas.
—Ni me acuerdo cuándo fue que pararon el central.
—Chico, eso fue en 2009.
—Sí, sí, pero acuérdate que se pasó como tres años conservado, con el cuento de que lo iban a echar a andar otra vez.
—Un año, un año se pasó enterito. Después fueron llevándose todo. Un motor pa Jobabo, otro pa Las Tunas, otro pa Holguín, otro pa no sé dónde… hasta que un día le hicieron “así”, como las abejas, y se lo comieron.
—Lo único que quedó de ese central aquí son las catalinas.
Pregunté qué eran las catalinas y dónde estaban. Me explicaron que eran las ruedas dentadas que molían la caña y que, como pesaban tanto, no se las han podido llevar. Y ellos están orgullosos de conservar, al menos, las catalinas. Son enormes, indestructibles, eternas, como el alma misma del central.
—Molía bien. Se hacía buena azúcar. ¡Es verdad que molía bien!
—Oye, aquí se hacían una pila de cosas. Se hacía azúcar crudo, azúcar refino, alcohol absoluto y lo último que salía por allá atrás era hielo seco.
—Aquí teníamos el tanque más grande todos los centrales de Cuba: el millonario.
—¡Aquí se molía la mejor azúcar de toda Cuba!
—Uno de los últimos que tumbaron por aquí fue este.
—Yo pasé por todos los de esta zona: El Pilar, El Habana Libre, Sandino, Orozco, El Martí… y todos se fueron del aire.
—¡El Camilo era un animal!
—¡Y El Héctor Molina está grande también, este almacén le cabe en la barriga al Héctor Molina y le sobra espacio!
—Sí, sí, sí, como tú digas, pero la mejor azúcar blanca de toda Cuba se hacía aquí.
Yo escuchaba la conversación y veía cómo se iban emocionando, como si estuvieran discutiendo de pelota. Como si Los Hombres de Azúcar de otros centrales no creyeran lo mismo del suyo. Sentido de pertenencia por algo que no existe. Tuvo que ser hermoso ese pasado de azúcar para estar tan presente.
El Viejo Estibador no nos preguntó si éramos periodistas ni se asombró de la forma en que nuestro hijo pequeño jugaba con los otros niños del turbo generador. El Joven Padre nos preguntó cómo estaba la cosa por La Habana y nos dijo que un primo suyo vivía en Alamar. El Viejo Estibador es muy locuaz, comenzamos hablando de la Tarea Álvaro Reinoso y terminamos hablando de la Tarea Ordenamiento. No vi esperanza en sus ojos ni fuerza en sus manos.
El Joven Padre tiene tatuajes y un reloj de pulsera que no funciona. Está orgulloso de sus ventanas y sus paredes firmes. Vive contento con su familia entre una fosa de aguas albañales y la pilita de agua potable. Digo yo que sea potable. No lo sé, aunque mis dos hijos se empinaron de ella y bebieron hasta la saciedad. La Señora Vigilante seguirá custodiando su turbo y acaparando materiales para hacer su casita. Nuestro niño pequeño no quería irse y el hijo del Joven Padre le regaló su carrito verde sin ruedas, para que recordara a su amiguito de Andorra. Mi otro hijo, luego de escuchar todos los cuentos de Los Hombres de Azúcar me dijo: “Ño, ahora es que entiendo eso de: quien tiene un amigo tiene un central”.
Cuando nos íbamos Los Hombres de Azúcar seguían discutiendo sobre cuál de los centrales era el mejor, el más grande, el más lindo. De fondo, como si un director de escena lo hubiese decidido, sonaba una ranchera de Antonio Aguilar.
Cuando ustedes me estén despidiendo
Con el último adiós de este mundo
No me lloren que nadie es eterno
Nadie vuelve del sueño profundo.
Sufrirás, llorarás
Mientras te acostumbres a perder
Después te resignarás
Cuando ya no me vuelvas a ver.
Linda y triste crónica sobre un pasado q no volvera
Señora la admiro mucho su comentario sin dudas me hace sentir mucha tristeza al leer tan bellas y a la vez tristes palabras sin más,