A Cuba no se le conoce en el mundo solo por su tabaco y por su ron, sino también por ser la patria del bichón habanero, un carismático perrito de compañía que nació en la isla hace dos siglos. Se trata de un falderillo peludo, vivaracho, alegre y cariñoso que ha sido siempre muy popular en los hogares cubanos. Y, aunque hasta los años 90 del pasado siglo era casi desconocido, hoy se lo encuentra, cosechando éxitos, en las pistas de belleza de todos los continentes.
En Estados Unidos, donde se le ve mucho por las calles, ocupa el número 25 —de un total de 1999— en la lista de las razas caninas más populares, según el último ranking publicado por el American Kennel Club —asociación canina que rige allí todo lo relacionado con los perros de raza.
Pero, antes de esta explosión de popularidad y, como todo aquello que mal se conoce, el bichón habanero dio origen a numerosas leyendas, mitos y rumores que todavía se repiten. Unos dicen que lo trajeron a Cuba capitanes de navío italianos para obsequiarlo a cubanas de abolengo; otros aseguran que llegó a la isla desde Argentina y Perú; otros —los más audaces—, dicen que vino así, “listo y empaquetado”, del Mediterráneo occidental, y hay hasta quien afirma que la legendaria Catalina Laza —noble y bella dama habanera que lo que único que hizo, aparte de escandalizar a la sociedad de su tiempo con su divorcio, fue prestar su nombre para bautizar una flor— los criaba.
Muy bonito, muy exótico y muy romántico. Pero nada de eso es verdad. De hecho, en Cuba las cosas fueron distintas: los bichones habaneros, como objetos de lujo que eran (hoy siguen siendo perros que se venden a precios caros), se reservaban como regalo especial para huéspedes distinguidos y personas muy apreciadas, pues, además de que obsequiar perros finos como señal de respeto y deferencia es una costumbre antiquísima, los cubanos se han caracterizado siempre por ser espléndidos y obsequiosos con sus amigos e invitados.
Lo cierto es que los antecesores del bichón habanero, raza canina reconocida por la Federación Cinológica Internacional (FCI) como cubana, llegaron directamente de Europa a mediados del siglo XVIII, aunque no de Italia, sino de España y Francia, quizá por encargo de algunas nobles criollas amantes de los falderos o deseosas de seguir las modas europeas (algo que en Cuba se hacía con gran interés), o, tal vez, incluso, como regalo de sus esposos y parientes para que les sirvieran de entretenimiento y compañía durante sus largas horas de ocio en el hogar.
Y así resultó que, andando el tiempo, los bichoncillos llegados a Cuba —se llama “bichón” a un tipo de perro pequeño y de largo pelo— comenzaron a acriollarse, hasta que terminaron convirtiéndose en “otra cosa”, un nuevo tipo de bichón, un bichón cubano, al que entonces llamaron blanquito de La Havana —así, Havana, era como se escribía el nombre de la capital de Cuba hasta 1820—, perro de seda de La Havana o blanco cubano.
Se trataba de un gracioso perrillo miniatura de largo y sedoso pelo blanco que despertó una auténtica pasión en la sociedad habanera, al punto que algunos cronistas incisivos de la época llegaron a criticar a señoras que entregaban el cuidado de sus hijos a la servidumbre doméstica mientras ellas dedicaban largas horas a peinar y bañar a sus perrillos.
El blanquito de La Havana no pesaba más de 5 libras, y su pelo era tan largo que, al andar, no se le veían los pies, por lo que parecía que se deslizaba por el suelo. Y, aunque eso resultaba muy gracioso, para mantener mejor la limpieza del animalito, algunos dueños optaban por recortarle el pelo de la parte inferior de las patas y el de la cara, por lo que es así como a menudo se lo ve representado en las imágenes de aquellos tiempos. Aunque fue conocido en Europa, los ejemplares que allá se llevaron no lograron sobrevivir, quizá por ser un perrito muy delicado o por estar aclimatado a la atmósfera tropical de la isla.
Uno de los testimonios más antiguos de la presencia del blanquito de La Habana en Cuba puede encontrarse en un cuadro que pertenece al Museo Nacional de Bellas Artes, obra del famoso retratista de las clases adineradas del siglo XVIII, el criollo Vicente Escobar. En la pintura, que se titula Retrato de una joven y que data de 1797, aparece una muchacha con un blanquito en brazos.
Otros testimonios gráficos, aunque no cubanos, se encuentran en pinturas y grabados europeos, y en algunos tratados de los siglos XVIII y XIX dedicados a los perros.
Pero el tiempo pasa, la vida sigue, y las modas, los gustos y los intereses humanos cambian, así como también cambian las razas caninas, ya que los criadores y los amantes de los perros buscan siempre mejorarlas o modificarlas según sus preferencias, algunas veces cruzándolas entre sí. Y este fue el caso del Blanquito, que se mezcló con otras razas de tipo parecido y así dio paso al bichón habanero, que es un perro un poquito más grande (máximo 27 cm. a la cruz) y que en la actualidad puede tener cualquier color, aunque en el pasado era predominantemente blanco o crema claro —nunca del color del habano, como a muchos les gusta repetir—.
El blanquito, por su parte, se fue extinguiendo en Cuba con el tiempo, aunque todavía en las primeras décadas del siglo XX podía verse en La Habana algún que otro ejemplar, como este de la foto, que data de 1927.
En cuanto al bichón habanero, con la fundación de la República a principios del siglo pasado, la modernización del país y la modificación de antiguas costumbres, entre ellas, el cambio en las modas caninas, terminó desalojado de los hogares aristocráticos —que optaron por razas foráneas en boga— y espontáneamente adoptado por los cubanos “de a pie”, que nada sabían de perros finos, pero que lo siguieron reproduciendo y conservando a su gusto y buen entender.
A partir de 1990, sin embargo, esta raza canina cubana que se había mantenido un poco en el olvido experimentó un auténtico renacimiento. Su crianza se organizó, se fundó un club para garantizar su conservación y desarrollo y, de este modo, en pocos años, el bichón habanero volvió a prosperar en su país natal.
Por primera vez compitió en las pistas de exposición nacionales con excelentes resultados y en 1993 subieron al podio los primeros campeones cubanos. Podría decirse que fue su época de oro en Cuba. En 1992, el Ministerio de Comunicaciones hasta le dedicó un sello de correos como parte de una colección que celebraba la creación de la Federación Cinológica de Cuba y sus 7 clubes fundadores.
También por ese tiempo empezó a darse a conocer en el mundo y a elevarse su demanda, lo cual no fue precisamente una buena noticia porque se inició, en masa y de manera indiscriminada, su exportación, y no se dejaron en la isla suficientes ejemplares para garantizar la conservación de la raza. No obstante, su fama y aprecio en los circuitos caninos internacionales han seguido y la población de esta raza siguió aumentando con el tiempo.
Hoy ya no se ven muchos bichones habaneros en Cuba porque se han puesto de moda otras razas y también porque los perros, como otros valores culturales y patrimoniales, resultan afectados por las crisis y los vaivenes de la vida y de la historia, y a esta raza cubana le han tocado etapas ciertamente difíciles.
Aun así, existen todavía algunos esforzados criadores del patio que, conscientes del valioso tesoro cultural y patrimonial que tienen en sus manos, siguen apostando por él. Mientras tanto, el bichón habanero brilla en el mundo con sus propias luces, destacándose en los más importantes circuitos de exposición, conquistando premios y la admiración de todos aquellos amantes de los perros que le reconocen sus extraordinarias cualidades de simpatía, encanto, buen carácter, zalamería y afectuosidad.