La semana pasada, en medio de una charla con mi hijo Maikiel, mi pequeño con afecto me dijo: ¡Papá, te amo!, a lo cual respondí: ¡También te amo, mi príncipe! Hicimos un silencio, escuché nítidamente un sollozo de emoción en él y había uno en mi que pude contener. Cuando terminó la llamada, fue que mis lágrimas cayeron, la emoción de sentirme amado por mi hijo y extrañar su abrazo había sido contenida por alguna profunda (sin)razón. Pensando en escribir este texto, sentí que por muchos y diversos motivos sería saludable que Maikiel (también Roxi) sepa que su padre lo ama y es capaz de emocionarse al punto de fragilizarse y llorar junto a él.
El mito de “los hombres no lloran” internalizado en mi cuerpo y mis sentimientos, pudo haber sido el motivo para ocultar mi sollozo. Pero esa psicología social masculinizada significa y se estructura de forma mucho más sutil, a la vez de opresiva. Deseo insubordinarme a esas lógicas del desafecto y la violencia contra mis sentimientos, necesito deconstruirme, exponerme a ese temor visceral de parecer y ser frágil, recuperar el camino de lo humano que pierdo en la vereda de mis antifaces masculinos.
Sin dudas, salir del (in)cómodo sofá que garantiza la masculinidad hegemónica es desafiante para cualquiera, pero asumo el reto. Unos leerán con atención y equilibrio este texto, otros tantos creerán que voy a salir no del sofá sino del armario, y habrá personas que vean un simulacro redentor [patético] de un aprendiz de ¿hombre feminista? La verdad, ni sé por qué escribo este texto, solo sé que necesito contar(me) lo que siento y ya que ahora tengo fuerzas, escribo.
Recuerdo que mi primera defensa de la honra masculina, la tuve que hacer a los 9 años, no por voluntad sino por obligación. Mi colega de beca y líder indiscutible Adonisbel, me había invocado en público a entregarle (voluntariamente) el pan con hígado que mami me había llevado el día de visita. No entregué el suculento manjar (yo amo el pan con hígado) y la decisión tomada conllevó a un desafío a las 10 pm. En ese preciso horario me llamaron a un cubículo de cinco literas, más de veinte chicos entre 8 y 12 años esperando ansiosos, mi rival ya en medio de aquel Coliseo improvisado.
Cuánto desee ser mago para inventar el pan ya comido o que apareciese una auxiliar pedagógica, pero ninguno de los dos milagros se cumplió. Casi una hora de lucha inútil y angustiante, machos infantes en éxtasis incitando a pelear, pelear, pelear…y peleé, como todo un varón, Adonisbel también. Por fin, cansados en el piso, sin fuerzas, decidimos dejarlo en empate y terminar con un abrazo de hombres, luego de aquel día nadie me volvió a exigir entregar mi merienda. A dos meses de estar en el internado Alfredo Gómez de la provincia Camagüey, entendí que para sobrevivir tenía que fajarme, tirar piñazos a diestra y siniestra sin pensar, y que por más refugio que encontrase en los libros y las clases de mis excelentes maestras, en la realidad (des)educativa informal tenía que estar decidido a mostrar mi hombría, siendo un niño.
En mi vida estudiantil hasta terminar la universidad estuve becado, casi 12 años, particular presencia siempre tuvo en esas instituciones esa masculinidad violenta, con su consabida y persistente defensa de la hombría. La realidad social reproducida en los espacios educativos, y la socialización alimentando los cánones, prejuicios y demandas de una masculinización social desproporcionada. Cosas de niños, cosas de niñas, el león de la selva, el Popeye feliz, el hombre del juego a las casitas.
En el barrio las cosas no eran menos crueles y abusivas cuando la masculinidad hegemónica encontraba un resquicio de femineidad en el homu machus. Todavía siento en mi pecho el salivazo provocador, lanzado por un adolescente de 15 años, por mi reclamación ante un choteo implacable de alguien que me había visto limpiando mi casa. Incluso, mis más cercanos amigos en el barrio no entendían por qué a veces no tenía tiempo para jugar a la pelota por tener que atender a mi hermana. Durante mucho tiempo tampoco lo entendí y lo sufrí, ayudar a mi madre en los quehaceres de la casa mientras ella trabajaba en la calle para buscar la comida nuestra no era voluntario, y significaba un desafío cotidiano para mis relaciones sociales heteronormativas.
Siguiendo la dirección de esas (i)lógicas hace un tiempo comencé a cuestionarme por qué mis playlist musicales carecían de intérpretes femeninas. Hurgando en mi vida encuentro una anécdota, casi risible, acontecida de camino a la primaria donde cursaba el sexto grado. En casa se escuchaba mucho a la cantante mexicana Ana Gabriel, llegué a adorar la fuerza y la pasión de su música. Iba hacia a la escuela por una calle poco transitada, en aquel momento desierta, y yo romántico: ¡Luna, tú que la ves! y de pronto una mujer aparece de la nada, sonriendo me dice: ¡Niño, qué bien cantas! Ni el elogio sirvió de aliento, quería que la tierra me tragase por la vergüenza, me rompía la cabeza pensando por qué no estaba cantando en ese momento algo de Eros Ramazzotti o La Orquesta Revé.
A tono con la cuestión musical, en esos años de adolescencia y juventud, me intrigó siempre la reacción ambivalente que teníamos hacia el también cantante mexicano Juan Gabriel. Por un lado, la risilla sarcástica ante las performances inigualables del artista. Por otro, ver a hombres conocidos y desconocidos, de la ciudad y del campo, luego de tres tragos de cerveza, cantar a voz en cuello: ¡Queridaaa, ven a mi soledá! sin complejos, ni prejuicio alguno. ¿Es la música una Torre de Babel que puede liberarnos de códigos machistas y de homofobia? quizás así sea. Lo que la vida me muestra, es que la ‘borrachera’ constituye un momento preferido de nuestra violencia machista cotidiana, y lo menos que quiere una querida mujer es rescatar de la soledad a un tipo en esas condiciones.
En esa lectura crítica me recuerdo en una guagua de los años 90 con un hijo de su padre pegado a mi, y por más que traté de esquivarlo lo tuve plantado por tres paradas que parecían nunca llegar. Con mis 12 años no dije nada, no supe qué hacer, cómo reaccionar, nunca había oído de tipos pegándosele a chicos, siempre pensé que era cosa que le pasaba a chicas y mujeres. Pasé días indignado, nunca le dije nada a mami, ni a nadie, imagina qué ridículo iba a hacer entre mis amigos, un cabrón se me había pegado en la guagua, y yo no le tiré aunque fuera una piedra. Hoy sé que en una sociedad donde se fomente el machismo y la heteronormatividad opresora-autodestructiva, se silencia no sólo a las chicas sino también a los chicos ante el abuso y la depredación sexual, al igual que estimula a los propios predadores.
La sociedad selvática de la masculinidad hegemónica y egocéntrica (lógica que puede conducir a personas de cualquier género y/o sexo) te educa en que una cara bonita, un buen cuerpo y un sexo excelente rinde a tus pies a cualquier presa. Hacer tu papel de hombre es inaplazable e insoslayable, eres el eterno cazador victimario, siempre tendrás un piropo (estúpido y violento) a mano, un puerto donde atracar, una mujer a quien importunar [asediar]. Luego de unos cuántos años, amores perdidos, y precios pagados por seguir en ocasiones la costumbre secular, voy sabiendo que la fórmula perfecta del macho alfa ganador es dudosa, violenta, opresora, autolesiva y desgastante.
En una sociedad machista conversar, reírte y beber unos tragos con amigos heterosexuales puede ser el acto más normal, que se haga entre mujeres amigas ya es motivo de cuestionamiento, que tú heterosexual lo hagas con amigos/as homoafectivos puede ser un escándalo. Por eso dudé aquella noche al salir del trabajo, cuando algunos amigos y colegas (todos gay) me llamaron con alegría de verme y poder confraternizar conmigo. Al otro día siempre hubo algún tipo chismoso (una leyenda machista dice que son las mujeres las chismosas) queriendo tirar un chiste al respecto, tuve que pararlo inmediatamente con mi mejor versión de guapo callejero. El cuestionamiento tácito o sutil de actos legítimos de la individualidad humana para promover conflictos sociales, parece ser una cualidad de esa violencia patriarcal y discriminatoria.
Educación con enfoque de género: un derecho de las infancias
No tengo dudas que el proceso hacia una consciencia crítica antipatriarcal, antidiscriminatoria y por una masculinidad no opresiva, lo comencé a transitar en el pueblo de Chaparra junto a mis amigas Yakelin, Maité, Delia y Yamilka, a través de conversaciones riquísimas y una amistad crítica a prueba de años y distancias. Luego tuve la suerte de tener otras personas amadas en mi vida que también me enseñaron, me mostraron, que la mejor versión de mi debe alejarse de esos estándares viciantes y viciados del SER humano. También llegó el vacío ontológico y espiritual, la incomodidad ante tantas sinrazones y violencias múltiples, la sensación de querer alejarte de un cuerpo y una mente subalternizados y entrenados socialmente para no aceptar la diferencia, el diferente que es igual o mejor ser humano que tú.
Luego de la depresión por años y un silencio varonil de coraza, comienzo a entender el daño neurológico, profundo, orgánico, sistémico. Y me niego a querer eso para mi, para los que amo y me aman, para quienes conozco y los que no. Me niego a creer en revolucionarios y socialistas que insultan [y temen] a mujeres que denuncien a predadores que trovan y ofenden con su oportunismo, la sagrada religiosidad de mis ancestros. El machismo, la homofobia, la transfobia, el racismo, las discriminaciones sociales, en la Cuba de hoy, se mueven en aparente territorio de nadie. Sin embargo, es el único espacio donde percibo que las fobias político-ideológico-religiosas de izquierdas y derechas, se permiten hacer un frente común de cubanísimas intolerancias fraternas.
Es de esa ínsula de amores, fobias y soledades que me alejo, para regresar siempre. Un mar de incógnitas, desvelos y desafíos me rodea, donde no me quiero ver como victimario ni tampoco como víctima. No será tarea de un día quebrar sacrosantas costumbres de un entorno familiar que se muestra sorprendentemente conservador, así como tantos otros espacios sociales. Educar para aceptar, para incluir, para amar y abrazar, no es solo tarea bíblica, más que todo humana, cubana. Desestimular la escalada de odios políticos, puede contribuir a una escalada de amor y fraternidad social, donde no se naturalice cualquier tipo de violencia colonizadora, excluyente.
No me interesa un país donde Maikiel, a imagen y semejanza de su padre, aprenda la norma social de cómo ser un macho, varón, masculino. Prefiero que construyamos un lugar [diferente] donde el bienestar de mi hijo y de las familias cubanas sea determinado, como norma, por un abrazo profundo y la certeza de que llorar de emoción no te hace menos hombre, al contrario te hace un ser humano fuerte, virtuoso, maravilloso. Quizás en Cuba, en Brasil y en el mundo necesitemos un poco más de lágrimas de amor, que nos purifiquen el alma, y nos permitan ver en derredor la maravilla de lo diverso, más allá de esa ambigua, y sin dudas privilegiada condición social masculina que se nos otorga.