Hace unos años escribí una “broma” para mis compañeras de trabajo, como celebración por el Día Internacional de la Mujer. Algunas de ellas, con tesituras variadas, me pusieron delante el espejo del machismo. ¡A mí!, que “sin ser” un machista, hacía bromas de ese carácter (delicada trampa del patriarcado). Comprendí que no hay nada más político que una broma.
Me creía, entonces, fuera de esas normas duras y puras, estridentes y constantes del ser machista. Tras esa y otras experiencias, tras hacer lecturas críticas (entender origen y manifestaciones) de mi ser hombre, me asumo como un machista consciente de su enfermedad, en lucha contra esa condición. Por momentos, dolorosa lucha. Comprendí que la batalla contra el machismo es una opción política.
Tal afirmación no es retórica, un pavoneo que sugiera una masculinidad seductora, de “nuevo tipo”. Es una identidad que no debo olvidar en ninguna gaveta porque el patriarcado es una estructura que supera, con mucho, las decisiones individuales. Ninguna conducta personal dejará de ser machista hasta que las relaciones que la generan no se quiebren en su capacidad de estructurar la vida material y espiritual de este mundo chapucero.
Esto incluye —y no lo pongamos a menos— entender que el combate íntimo es condición irrestricta para lograr la madurez emocional. La que no será posible en condiciones de opresión, digan lo que digan los libros de autoayuda en boga (felicidad sin sociedad).
Entendí que si me canso, puedo regresar al lugar del privilegio. Pero las mujeres no pueden cansarse, porque solo les tocaría la opresión. Patriarcado o libertad. No hay medias tintas para ellas. Al liberarse, liberan; esa es nuestra enorme deuda histórica, la base del respeto y acompañamiento incondicional a esa lucha.
Descubrí en este camino, no sin asombro y algo de vergüenza, lo retorcido de aquel ritual de comprar flores (léase comprar), y de llevar el plato de comida de las compañeras, como un día de asueto, como una disculpa circunstancial, un performance insustancial de la igualdad. La cortesía de la silla y la mano que apoya (¿o agarra?), entre otros muchos “gestos”, me hizo comprender que la cotidianidad es política a pulso.
El 8 de marzo es un día de combate, sí o sí. Y todo combate legítimo lleva denuncia, conciencia, aglutinar fuerzas. Todo combate lleva además la vergüenza histórica de quienes, conscientes o no, reproducimos, de algunas maneras, el privilegio que siempre deja la opresión. Privilegio de juzgar, prevalecer, justificar, beneficiar/nos.
No se olvide que es un día para celebrar la rebeldía de las mujeres. Ellas no llegan a la fecha acicaladas para la ocasión, ni ansiosas por escuchar qué cosas lindas les diremos, ni gustosas del diminuto descanso que les podemos regalar, ni expectantes del ruinoso discurso que esgrime sus conquistas históricas pero no habla de sus batallas presentes y latentes.
Están ahí para recordar su imperativo vital: ¡Basta! Basta de precarizar el empleo (menos pago por igual trabajo en el mundo privado); de las cargas que, sobre otras cargar, deja la emigración (sobre ellas el cuidado de quienes se quedan); de la violencia en espacios privados y públicos (morir en una estación de policía a manos de un asesino, por ejemplo); de degradación mercantilista (mulata, joven y hermosa, objeto pagable); de pobreza incrementada (cada vez más feminizada); de la ¿música? degradante, insultante, vulgar hasta el tuétano (impronunciable).
Comprendí que este día de marzo es la celebración de la dignidad política de las mujeres. Incluso para que agitemos la conciencia de quienes aún no se enteran, de quienes reproducen en la naturaleza de cada día las bases de la dominación, del sometimiento, de la jerarquización, de la negación del derecho.
No obvio, aunque parezca nota al margen, que la lucha de las mujeres también produce saber, acumula dimensión historiográfica, cuerpo categorial, subversión del lenguaje. Produce métodos novedosos de análisis de la realidad, pedagogía para compartirla y actualizaciones imprescindibles sobre el poder, la política, la ética, la estética, el orden social y los afectos.
Leí recientemente que es probable que muchos de los textos que se dicen anónimos, de muchas épocas, sean el nombre genérico de la exclusión de las mujeres. De eso se trata también este día; de desempolvar los anonimatos impuestos por el patriarcado.
Es día para que las mujeres no sean adjetivadas solo como flor, maravilla del dolor, belleza inmarchitable, ternura interminable, suspiro de esperanza, polen virtuoso, corazón del marido, lámpara que no se apaga en la noche, sonrisa en la mañana, vigilante de su casa, hacendosa. “Hermosuras” que deben ir entre comillas cuando se escriben fuera de la historia, cuando disimulan el golpe artero. ¿Cuántos poemas de amor no se habrán escrito después de una golpiza?
Comprendí que la política también sabe de poesía y que ninguna palabra es neutral, sin contexto. Hay belleza cuando, desde la justeza histórica, se coloca al lado de la mujer los adjetivos desobediente, rebelde, indignada, revolucionaria, corajuda, digna, amadora de sí, insolente, guerrera. Hay poesía en el acto de asumir el cuerpo como territorio político. Cuerpo individual, cuerpo colectivo en proceso de liberación.
En este día, como han de ser todos los días, hay que pedir perdón públicamente “por todas las mujeres a las que les fueron quitados sus nombres, sus logros, su fe, su linaje, su herencia de muchos de los libros sagrados e históricos. Nombrarlas y verlas hoy me sana”, digo con Suzy Landa.
También pidamos perdón a las mujeres de la casa, del trabajo, de la vida, del camino. A esas mujeres-espejo que, con voz clara, o silencio paciente, nos han dicho: ¡Basta!
Hoy es día de celebrar, de reconocer, de resarcir, de concientizar, sí. Pero igualmente de agradecer por las exigencias políticas, morales y afectivas que ellas, con su combate sin límites, con su determinación sin quiebres, con su creación heroica, hacen para que nuestras relaciones sean individualmente libres y socialmente iguales, parafraseando a la Rosa roja.
He aprendido en el camino que las mujeres blanden poesía y política como instrumental definitivo contra la deshumanización. Son, cuando luchan a toda conciencia, la rebeldía de la ternura. Son la dimensión de la libertad que jura la soberanía del amor en el camino de la igualdad. Libertad que paren mil veces en las entrañas de la historia.