Halloween es un día festivo que se celebra cada 31 de octubre. Cuentan que se originó en el antiguo festival celta de Samhain, cuando los aldeanos encendían hogueras ante las puertas de sus casas y se disfrazaban para protegerse de los fantasmas y los malos espíritus. Asentados principalmente en lo que hoy es Irlanda, el Reino Unido y el norte de Francia, los celtas celebraban su año nuevo el 1ro. de noviembre, día que marcaba el final del verano y de la cosecha y el comienzo del invierno; por buenas razones, una estación del año asociada con la muerte.
De acuerdo con las creencias entonces vigentes, en ese momento la frontera entre el mundo de los vivos y los muertos se volvía borrosa cuando los espíritus de estos últimos regresaban de la ultratumba.
Transcurrido el tiempo, la celebración fue cooptada por el imaginario católico. En el siglo IX, su influencia ya se había extendido por los dominios celtas, en los que gradualmente fue produciéndose un proceso de simbiosis/apropiación de los ritos originales hasta llegar a fundirse en uno solo. Las cosas dieron un vuelco cuando el papa Gregorio III (731-741), con todo pragmatismo e inteligencia, designó el 1ro de noviembre como fecha para honrar a todos los santos.
Bajo los católicos hubo también grandes hogueras, desfiles y disfraces, pero desde luego con santos, ángeles y demonios. La celebración de ese Día de Todos los Santos tuvo entonces un nuevo nombre: en el inglés que se hablaba en la época pasó a llamarse All-hallows o All-hallowmas. A la noche anterior, la tradicional noche de Samhain en el mundo celta, nombraron Halloween.
Más adelante se secularizó, como ha ocurrido con tantas otras festividades religiosas en la cultura occidental.
Halloween en Estados Unidos
Lo anterior significa que, a diferencia de prácticas culturales como Thanksgiving, en Estados Unidos el Halloween no está asociado a los pobladores originales ni a los peregrinos del Mayflower, sino a una condición que el brasileño Darcy Ribeiro llamó una vez un “pueblo trasplantado”. En este caso, hablamos básicamente de los impactos espirituales de la inmigración irlandesa, proveniente en efecto de una cultura en la que aquellos celtas fueron uno de los sustratos definitivos. Se trataba, de forma abrumadora, de inmigrantes pobres que padecían desde el inicio la discriminación anticatólica en la tierra prometida y eran socialmente rechazados con etiquetas y adjetivos no muy distintos a los que se escuchan hoy en el país sobre los inmigrantes mexicanos y latinoamericanos.
Los irlandeses no fueron distintos a los demás inmigrantes al trasplantar sus prácticas culturales a los lugares de acogida en Estados Unidos, entre ellos Pensilvania, Maryland, Nueva York, Ohio y Nueva Orleans.
De acuerdo con estimados, hacia la segunda mitad del siglo XIX habían llegado a EE. UU. aproximadamente 4 millones, expulsados de su hogar debido a la Gran Hambruna (1845-1849). Finalizando el siglo, hacia 1890, la población estadounidense nacida en Irlanda alcanzó su punto máximo: casi 1,9 millones de personas. Si a eso se le adiciona la segunda generación (es decir, los hijos de los emigrantes de ese origen nacidos en Estados Unidos) eran 4,8 millones de personas: más o menos el 13 % de la población de ese momento.
Pero lo impresionante de los irlandeses es su fuerza cultural expansiva, a pesar del rechazo social, vehiculado generosamente por la prensa del mainstream, al divulgar y asociarles estereotipos de perezosos, indisciplinados, borrachos, violentos, criminales y católicos.
La mayoría de los historiadores ubican el primer Halloween en la década del 40 del siglo XIX, pero a la vez coinciden en señalar que no se extendió nacionalmente sino hasta finales de ese siglo y principios del XX. En los años 30 se produjo un añadido: la práctica de pedir dulces, hoy protagonizada por los niños y originada, según algunos, justamente en la costumbre irlandesa de tocar puerta por puerta para recolectar dinero y golosinas para el alma de los familiares muertos. Ese y no otro es el origen del famoso trick or treat de los niños al llamar a las puertas de sus vecinos.
En Cuba
Halloween no solo se celebra en Estados Unidos. La globalización y su obstinada porosidad lo han hecho llegar, en distintos momentos, a culturas tan distantes como la japonesa, la surcoreana, la española, la rumana y la rusa, entre otras, sin que ello vaya en detrimento de sus propias identidades culturales.
Aunque se trata de una práctica documentada en ciertos sectores medios de la sociedad cubana de los años 50, Halloween no entró a formar parte del entramado de la isla, sino a partir del nuevo siglo. Parte de un proceso de flujos Norte-Sur que los estudiosos denominan “remesas culturales”.
Con ese tipo de remesas, los emigrados crean (o retroalimentan) en las naciones receptoras modos de hacer, modas y otros procesos simbólicos mediante contactos físicos, paquetes y redes formales o informales que van tejiendo con los que viven dentro.
Por otra parte, no menos importante es la acción de las nuevas tecnologías, sobre todo el acceso a internet, que, aun con sus limitaciones en la isla, se ve escoltada por la existencia de un abanico de opciones informativo-culturales que se manifiestan en soportes como memorias flash, discos duros portátiles enviados del exterior y la TV satelital, que los cubanos la llaman “la Antena”, esa que se ve por la izquierda.
De esa manera, la globalización, sus múltiples impactos y la existencia de comunidades transnacionales cubanas no hacen sino poner en crisis la autarquía, el excepcionalismo, los cuerpos jurídicos y hasta las relaciones entre ciudadanos y consumidores, según lo ha estudiado de manera insuperable Néstor García Canclini.
En ese contexto cobra sentido la aparición de fenómenos culturales hasta hace poco inéditos en Cuba. Digamos, por ejemplo, que ha emergido una comunidad de personas afiliadas al islam con apoyo logístico de la Embajada de Arabia Saudita para llevar cabo las prácticas del Ramadán. Y que nuevos pastores evangélicos (entre ellos pentecostales y neo pentecostales, pero no solo) han incorporado en sus respectivas iglesias (a menudo casas-templo) prácticas, mecanismos y rituales exactamente iguales a los de sus homólogos en Bogotá, Río de Janeiro, Tegucigalpa, Managua o Miami. Despliegan, así, idénticas estrategias para el llamado “avivamiento religioso” incluso en la “Cuba profunda”, que antes se suponía relativamente inmune al impacto de esos flujos.
Se trata de un fenómeno sociocultural y religioso que incluye, casi invariablemente, el empleo de las redes sociales para la difusión de sus mensajes.
¿Por qué reaccionar de manera agresiva contra un palimpsesto cultural, en este caso, Halloween, que, según se vio, fue un ritual celta que hoy se celebra en casi todos los confines de la cultura occidental, incluido, por cierto, también a México, con su maravilloso, poderoso y colorido Día de los Muertos?
El problema consiste en que cierto nacionalismo cubano suele colocarse en un lugar nostálgico para repetirse a sí mismo en una sociedad y una cultura cualitativamente distintas, para bien o para mal. Tanto dentro como fuera de las redes sociales he visto a contemporáneos echar a volar acusaciones contra los jóvenes, los principales protagonistas del Halloween cubano, bajo la premisa de que se trataría de un acto de “colonialismo cultural”, olvidando de paso que la misma etiqueta les fue puesta encima cuando empezaron a escuchar el rock en los 60.
Otros, no pocos, politizan el problema o simplemente llaman “payasos” a sus protagonistas. Han llegado a emprenderla contra negocios privados que vendan o alquilen la parafernalia para ese día. Se trata de un error de fondo. La cultura cubana, como suele ocurrir, ha sido abierta y polisémica. Y ecléctica desde que vino al mundo.
Lo escribí una vez, y lo repito ahora: Halloween no es ni menos ni más que Santa Claus, que también está en Cuba. Y llegó para quedarse, como lo hicieron, en su momento, unas Navidades que no pudieron borrarse del mapa. Innecesario anotar que no se trata de una fiesta arahuaca, sino religioso-cultural importada de España. Y con nueces, avellanas, dátiles, castañas, manzanas y turrones de Alicante y Jijona, ninguno de los cuales se produjeron jamás en una isla de clima subtropical.
Va siendo hora de reciclar al papa Gregorio III, quien tuvo a bien no mandar a la hoguera aquella expresión del paganismo de los celtas.