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Las legiones coléricas chocan en el campo de batalla, donde ondean tres banderas hostiles. En el salvaje pasatiempo de la guerra, el taconeo de la infantería marca el compás de la vida y la muerte. Las balas inmisericordes que eructan los cañones fogosos ladran como perros del infierno y propagan la destrucción todo el día. Los rayos del sol —y del raciocinio— quedan velados por un eclipse de pólvora. Es el verano de 1898 y sobre Santiago de Cuba se ha posado la tiñosa que la Historia denomina guerra hispano-cubano-americana.
Los clamores de los heridos y moribundos resuenan en el aire. Hombres rudos gimotean e imploran, vencidos en la lucha del delirio, hundidos por los truenos y las salpicaduras, por el dolor y el espanto. Desde la otra orilla llega la respuesta, vestida de mujer. Entre las ruedas de la artillería se percibe el ondular de unas faldas largas. ¿Mujeres en la guerra, cuando —según el dictado social— su lugar está en casa, preparando gelatinas a los chicos o tejiendo, como Penélope, un sudario hasta que la victoria o la muerte les devuelva al esposo combatiente?
Una dama preclara decidió cruzar las alambradas de la sociedad y, poco a poco, se fue abriendo paso entre los caballeros de la guerra para plantar el socorro. A través del humo ondulante de la refriega aparece, como un destello protector, la bandera blanca con cruz escarlata que corona la carpa de la misericordia.
Clara Barton cumplió su promesa: está en Santiago. Serena, majestuosa. Dondequiera que se libra una guerra u ocurre un desastre natural, ella y su ejército de activistas piadosos se hacen presentes, para brindar auxilio significativo, aliviar a los vivos o secar el sudor frío de la agonía en las frentes que agonizan. Dondequiera que sobrevuela el “águila negra”, llega Clara Barton para responder al llamado de la Humanidad, con un aleteo de mariposa.
Con la cruz al brazo
Extraño y fascinante destino el de Clarissa Harlowe Barton, conocida como Clara, nacida en diciembre de 1821 en Oxford, Massachusetts. Fundadora de la Cruz Roja Americana en mayo de 1881, su tenacidad, coraje y eficiencia al servicio de soldados y civiles siguen siendo fuente de inspiración. Prueba de ello es Daughter of Destiny (Hija del destino), la obra biográfica de Neuring B. Foster que le rinde tributo.
Fue la quinta hija de Stephen y Sarah Barton. Desde pequeña sintió adoración por su padre, quien le narraba episodios bélicos, aventuras patrióticas y leyendas de héroes que —como diría ella más tarde— prepararon su espíritu para sobrevivir en campaña. De su madre heredó el equilibrio y el sentido común, que no le fallaron para hallar soluciones prácticas ante los problemas que suelen enconarse en tiempos de guerra.
Su imaginación viva y su profunda sensibilidad humana transformaron a la adolescente tímida en una joven decidida, capaz de asumir riesgos incluso en un contexto donde la naturaleza femenina era vista como una seria desventaja. Desde los 17 años ejerció como maestra, hasta que se mudó a Washington D. C., donde comenzó a trabajar en la Oficina de Patentes, como una de las primeras mujeres empleadas por el gobierno federal.
Fue entonces que las fuerzas confederadas abrieron fuego contra el Fuerte Sumter, ocupado por la Unión. Así, el 12 de abril de 1861, iniciaba la sangrienta Guerra Civil estadounidense. Se improvisó un hospital en el todavía inacabado Capitolio. Barton sintió la urgencia de atender a los heridos y les llevó comida, ropa y artículos de primera necesidad. Sintió que había dado con su verdadera vocación. Se alistó como enfermera voluntaria: en las tiendas vigiló la fiebre de los enfermos, curó los miembros chamuscados convertidos en muñones, humedeció la lengua reseca de los que balbuceaban en la angustia de una partida anónima.

Estas actividades definieron su futuro. Su entrega en 16 campos de batalla causó una profunda impresión entre soldados, oficiales, médicos y políticos. Así lo expresó el doctor James Dunn, uno de los cirujanos del ejército de la Unión en Antietam: “En mi humilde opinión, el general McClellan, con todos sus laureles, se hunde en la insignificancia al lado de la verdadera heroína de la época, el ángel del campo de batalla”.
Desde entonces, sería conocida con ese epíteto. Con su arrojo, cambió la idea generalizada de que las mujeres eran “demasiado débiles” para servir en la guerra.
Sus esfuerzos tras bambalinas tampoco pasaron desapercibidos. Al finalizar el conflicto, el presidente Lincoln en persona le encomendó investigar la suerte de los miles de soldados desaparecidos. Su labor consistía en identificarlos y, de ser posible, informar a sus familiares. Fue una tarea abrumadora: respondió más de 63 mil cartas. Pero Clara la asumió con entereza e implementó una nueva forma de asistencia social al abrir la Oficina de Soldados Desaparecidos, mediante la cual logró reconectar a más de 20 mil militares con sus familias.
Por motivos de salud viajó a Ginebra en 1869. Allí entró en contacto con el Comité Internacional de Socorro a los Militares Heridos y vio en acción a la Cruz Roja europea. Inspirada por esa causa, se ofreció como voluntaria al Comité Internacional de la Cruz Roja y participó en la guerra franco-prusiana de 1870. Esta experiencia, junto con su labor durante la Guerra Civil, la impulsó a llevar el movimiento de la Cruz Roja a su país de origen.
El 21 de mayo de 1881 fundó la Cruz Roja Americana. Gracias a sus incansables gestiones, un año después Estados Unidos suscribía por primera vez la Convención de Ginebra de 1864, sobre el trato a heridos de guerra y civiles en zonas de conflicto. Clara Barton presidió la institución durante 23 años, hasta jubilarse en 1904. Se dice que su liderazgo autoritario y una supuesta mala gestión de fondos la obligaron a dimitir. También se habló de depresión. Tras una larga vida de servicio, falleció nonagenaria en su casa de Glen Echo, Maryland, el 12 de abril de 1912.
Cuba en la mano
En una de sus Escenas norteamericanas, dedicada a contar la terrible inundación ocurrida en el poblado de Johnstown el 31 de mayo de 1889, publicada en La Nación de Buenos Aires, José Martí dejó un retrato sucinto pero intenso de esta figura:
“Clara Barton está en su campamento de la Cruz Roja, con la cruz al brazo, el gorro de enfermera, y sobre el traje gris el delantal resplandeciente. Allí está con sus médicos y sus ayudantes, con sus tiendas claras y su corazón benigno, viva, elocuente, fea, muy hermosa. Está allí para morir, si es menester, cuando con el fuego del sol cunda la peste de los cadáveres insepultos. Está allí Clara Barton cosiendo, cosiendo cortinas de muselina blanca para la tienda de las mujeres”.

A mediados de 1897 comenzó a leer en la prensa reportes sobre el sufrimiento del pueblo cubano que, bajo la mano totalitaria de Weyler, había sido reconcentrado en localidades controladas por tropas españolas y padecía las secuelas de una guerra independentista feroz. Miles morían exhaustos por el hambre y la inanición; otros tantos sufrían toda clase de miserias. Clara, que casi acababa de regresar de los campos orientales de Armenia —hasta donde había llevado su asistencia humanitaria— y que antes había auxiliado en Rusia (1891), fiel a su propio lema de “Nunca debes pensar en nada más que en las necesidades y en cómo resolverlas”, asumió que era el momento de extender una mano generosa a Cuba.
Durante meses, sus intentos por hacer llegar abastecimientos al pueblo antillano fueron entorpecidos por las autoridades gubernamentales. En cambio, cuando se ofreció a viajar a Cuba para repartir personalmente los recursos proporcionados por la caridad de los ciudadanos estadounidenses, el gobierno español le dio su beneplácito, e incluso la reina regente le envió un mensaje de agradecimiento.
El 9 de febrero de 1898 arribó por fin a La Habana y se hospedó en el hotel Inglaterra. Tras los saludos oficiales de rigor, comenzó a trabajar con ahínco. Recorrió almacenes para conocer al detalle el balance de suministros, coordinaba a diario la entrega de alimentos o la elaboración de pan para miles de familias, y hasta organizó la apertura de un orfanato. La comida se distribuía mediante tickets adaptados a cada núcleo familiar y envasada en bolsas de papel, pues pocos contaban con recipientes para recogerla.
Sobre lo que presenció en Cuba escribió en sus memorias:
[…] nos dirigimos a Los Fosos, un edificio grande y alargado lleno de reconcentrados: más de cuatrocientas mujeres y niños en las condiciones más lamentables para un ser humano […] Algunos internos podían caminar, mientras que muchos no, yacían en el suelo, inmundos; algunos eran simples esqueletos; otros, hinchados, deformes. Madres pálidas como la muerte, con los ojos vidriosos, y un bebé hambriento aferrándose a un pecho sin leche. No me permito intentar una descripción más detallada. Las masacres de Armenia parecían misericordiosas en comparación.

Recorrió varias localidades más allá de La Habana: Jaruco, Matanzas, Artemisa, Sagua la Grande y Cienfuegos fueron testigos de su esperanzadora entrada. “Nos vimos abrumados por las solicitudes para visitar pueblos y aldeas llenos de sufrimiento y muerte”, confesaría más tarde.
Durante su estancia ocurrió la fatídica explosión del acorazado Maine. De inmediato acudió al hospital San Ambrosio para brindar su apoyo a una treintena de heridos. No se tomaba las desgracias a la ligera. Pero aquel evento precipitó la decisión del gobierno de Estados Unidos de evacuar a sus ciudadanos en la isla, y Clara Barton debió interrumpir su misión.
Esto, sin embargo, no la detuvo. Continuó realizando gestiones ante su gobierno para enviar provisiones a la población cubana y, como resultado de su empeño, regresó tres meses después a bordo del vapor State of Texas con más de 1 400 toneladas de vituallas, alimentos y medicinas, acopiadas gracias a sus propios esfuerzos. Esta ha sido considerada la primera expedición de auxilio que, bajo la bandera de la Cruz Roja, entró en Santiago de Cuba en plena guerra hispano-cubano-americana.

Tras la rendición de las tropas españolas, trabajó junto al ejército estadounidense en la reconstrucción de la ciudad devastada, hasta que a principios de septiembre surgieron tensiones debido a que la Cruz Roja, como organización independiente, no se consideraba sujeta a las ordenanzas militares. Aun así, Barton, con 77 años, permaneció en Santiago para asistir tanto a los soldados como a la población civil. Durante el año siguiente, la organización desplegó sus operaciones por todo el territorio nacional, atendió a más de 15 mil personas y fundó asilos y colegios donde miles de niños aprendieron a leer y escribir.

El busto de Clara Barton
Su paso por Cuba, y en especial por Santiago, no sería olvidado. En la mañana del domingo 22 de julio de 1951, con nutrida asistencia de público y la presencia de las principales autoridades de la ciudad, fue develado en la Alameda Michaelsen un busto en memoria de la gran benefactora estadounidense.
El monumento —según se recoge en Las noticias de la historia, 1902-1958 (Crónicas de Santiago de Cuba), de Alcibíades Poveda— fue iniciativa de la Cruz Roja santiaguera, a propuesta del comandante José Adzuar Pozzi. La obra, que aún hoy se mantiene en su pedestal, brotó de las manos de la escultora Teresa Sagaró (1925-1990), una de las artistas plásticas con mayor número de obras emplazadas en el espacio urbano local.
La esposa del ministro de Justicia y el coronel Ramón Garriga, del Consejo Territorial de Veteranos, descorrieron el velo, mientras el discurso inaugural estuvo a cargo del reputado maestro Francisco Ibarra Martínez, quien resaltó “la obra bienhechora realizada por aquella dama generosa, mitigando los sufrimientos del pueblo de Cuba a la conclusión de la guerra hispano-cubano-americana”. Como colofón del acto, se realizó un desfile militar con la participación del Ejército, la Marina, la Policía, la Cruz Roja y 300 marines de los seis destroyers estadounidenses que estaban anclados en la bahía.

Otro lugar de Cuba, Sagua la Grande, recuerda con similar veneración el tránsito de Clara Barton. Tanto cariño le tomaron los lugareños a aquella señora amable que recorría las calles con alimentos, medicinas y ropa para los pobres, que en gratitud acordaron nombrar una calle de la localidad con su nombre. Para que nunca se olvidara el vuelo de aquel ángel que vivió en guerra.