“Hombre bello, de complexión robusta, dotado de una inteligencia clarísima y de un gran corazón”, tal es la descripción que hace un notable poeta cubano del siglo XIX de un prominente contemporáneo suyo. No es, lo adelanto, la representación habitual de esta figura, aquella que será luego privilegiada en los libros de Historia y en las semblanzas que lo encumbran todavía con justicia.
El tiempo y los intereses de los hombres plantarán otra imagen suya en la memoria colectiva. Un retrato más enfocado en su destreza militar, en su fuerza física, en su capacidad de liderazgo, en su intransigencia con el enemigo; una descripción en la que la grandeza moral y heroica desplaza lo terrenal, silencia las cualidades más mundanas forjadas en la anatomía y los instintos.
¿Quién es el retratista y, sobre todo, quién el insigne retratado?
Su encuentro ocurrió en La Habana de 1890. El primero vivía en la ciudad –o más bien sufría. Él mismo, en la carta en la que describe al héroe, habla de “la neurosis que padezco”. Otros, por entonces y después, comentarán de su melancolía, de su afectación, de su escapismo, del dolor existencial plasmado en sus versos.
El segundo había llegado semanas antes desde Haití, autorizado por el gobierno colonial. Entró a Cuba por Santiago y luego se trasladó a La Habana, donde tuvo una intensa actividad conspirativa. No podía ser de otra forma. Su nombre, su prestigio, lo colocaban a la cabeza de cualquier intentona independentista. Por la libertad de la Isla había estado a punto de perder la vida muchas veces y otras tantas lo estaría en el futuro.
El primero no era el modelo clásico del patriota. No fue a la manigua, no enfrentó públicamente a quienes querían eternizar el dominio de España, no dedicó sus mejores estrofas a la causa del independentismo. No le inspiraba.
A su amigo Esteban Borrero le confiesa: “Pienso hacer unas poesías patrióticas, solo por complacer a usted”. Antes había escrito otras líneas que para muchos lo anatemizan: “Se necesita ser muy feliz, tener el espíritu muy lleno de satisfacciones para no sentir el hastío más insoportable a la vista de un cielo siempre azul, encima de un campo siempre verde”.
El segundo era enfático, arrojado. Poco tiempo le bastó para, en una revolución iniciada por blancos adinerados, ganarse los galones con inteligencia y coraje. Era mulato y aún entre los insurgentes ello podía resultar motivo de suspicacias, de discriminaciones, de sospechas.
Su brazo, que inspiraba terror a las huestes españolas, no era, a decir de Martí, superior en fuerzas a su mente. “Lo único que yo aceptaría gustoso de mis enemigos fuera el sangriento patíbulo”, escribió lúcido y convencido. “La libertad se conquista con el filo del machete, no se pide –diría en otra ocasión–; mendigar derechos es propio de cobardes incapaces de ejercitarlos”.
El primero tuvo en la pluma y el papel su desahogo, su necesidad irrefrenable. La poesía encausó su espíritu, el periodismo le aportó el mínimo sustento. Cuando conoció al héroe sus escritos eran habituales en La Habana Elegante, en El Fígaro; ese propio año publicaría su primer libro de poemas: Hojas al viento. Entre sus amigos, repartidos por el mundo, estuvieron figuras de la luminosidad de la cubana Juana Borrero, el español Salvador Rueda y el nicaragüense universal Rubén Darío.
El segundo no rehuyó la pluma pero hizo de las armas su sagrario. No por placer sino por convicción, por voluntad liberadora. Cuando conoció al poeta ya había brillado como nadie en las postrimerías de la Guerra Grande, ya era el cabecilla admirado incluso por sus adversarios. Sus amigos fueron, en gran mayoría, sus compañeros de ideas, aquellos con quienes compartió el exilio y la guerra, a los que aupó al combate con sus acciones legendarias.
El primero moriría tres años después. Prematuramente. La ruptura de un aneurisma le cortaría una carcajada en plena sobremesa. Una muerte peculiar la suya, trágica por su forma y su momento, estrambótica en gran medida. Tendría solo 29 años, suficientes para ganarle espacio en la leyenda.
El segundo caería peleando en 1896. Prematuramente. Un proyectil penetraría por el lado derecho de su cara, rompiendo la carótida, para salir luego por la parte izquierda del cuello. Momentos antes había dicho al brigadier Miró: “Esto va bien”. Una pérdida terrible la suya, nefasta para la Revolución, para el futuro. Tendría solo 51 años, pero desde hacía mucho era ya una leyenda.
El primero llevaba por nombre Julián del Casal y de la Lastra y sería conocido desde su época como el “poeta infortunado”, iniciador del modernismo latinoamericano.
El segundo fue bautizado como Antonio de la Caridad Maceo Grajales, y es hoy recordado como el Titán de Bronce, el héroe de Baraguá y la invasión a Occidente.
¿Qué hablaron ambos hombres aquel día habanero de 1890? ¿Cómo coincidieron y cuánto calaron mutuamente dos mundos en apariencia tan separados?
De aquel hecho, la Historia guarda más incertidumbres que certezas. Hay, sin embargo, pruebas ciertas. Cuba sería tema de conversación y coincidencias. Las palabras afiladas, de cada uno a su modo, servirían de enlace entre ambas personalidades.
Maceo, tras el encuentro, obsequiaría a Casal una fotografía suya. La dedica “al simpático vate cubano” y la firma “de su afectísimo A. Maceo”. No es poca cosa.
Casal, por su parte, confiesa a su amiga Magdalena Peñarredonda en una carta que “pocos hombres me han hecho una impresión tan grande como él” y asegura: “me ha reconciliado algo con la vida, infundiéndome un poco de amor patrio entre la negrura de mi corazón”. “Aunque yo soy enemigo acérrimo de la guerra –dice también en la misiva– me he convencido al oírlo hablar, de que es necesaria e inevitable”. No encierran tampoco sus palabras un halago menor.
Luego de aquella reunión, Julián del Casal y Antonio Maceo no vuelven a encontrarse. El primero continúa enfocado en su escritura, acentuando su marginación lírica y personal. El segundo, tras volver a Santiago, vigoriza sus gestiones conspirativas y termina deportado a Nueva York. Su destino estaba ya profetizado.
Como lazo final queda entonces un poema. Un soneto escrito por Casal en honor a Maceo, publicado en 1892 pero escrito antes, justo cuando el General tropieza en La Habana con la desidia y el interés material de supuestos patriotas.
Los versos del poeta son una glorificación del héroe y un aliento para la labor revolucionaria que Maceo no duda en continuar hasta su muerte, hace ya ciento veinte años. El poema bien pudo ser entonces la llave del encuentro entre ambos pero, a más de un siglo, resulta la confirmación de lo extraordinario, de las confluencias insospechadas que, no pocas veces, arrojan luz sobre los cauces de la Historia.
He aquí el poema, como motivación y como despedida:
A un héroe
Como galeón de izadas banderolas
que arrastra de la mar por los eriales
su vientre hinchado de oro y de corales,
con rumbo hacia las playas españolas,
y, al arrojar el áncora en las olas
del puerto ansiado, ve plagas mortales
despoblar los vetustos arrabales,
vacío el muelle y las orillas solas;
así al tornar de costas extranjeras,
cargado de magnánimas quimeras,
a enardecer tus compañeros bravos,
hallas solo que luchan sin decoro
espíritus famélicos de oro
imperando entre míseros esclavos.
Hermoso escrito. Cuanto desconocemos de nuestra Historia. Gracias por traer esto para todos los lectores.
Esta relación, era totalmente desconocida para mí. Gracias.