La plaza de toros de La Habana ofrece esta tarde uno de sus espectáculos más inolvidables. Se ha dispuesto la función de despedida del torero vasco Luis Mazzantini y compañía. Pues sí, hablamos del mismísimo sujeto de “ni Mazantín el torero”, expresión popular usada en Cuba cuando una empresa entraña dificultades insalvables. En esta tierra se retendría su fama de “matador” tremendo, además, por su tropical amorío con la no menos célebre vedette Sarah Bernhardt. Pero eso es otra historia.
Es el 20 de febrero de 1887, domingo de carnaval. Hecha la señal convenida a las dos en punto aparecen en el redondel, donde se entra a matar o morir, los toreros ataviados con sus trajes ceñidos y capotes de brega. Los levanta una ola de aplausos y vítores. Era de esperar, dadas las simpatías que han ganado luego de tres meses de magnífica temporada en esta capital.
La cuadrilla está conformada de la manera siguiente: como espadas Luis Mazzantini y Diego Prieto (alias Cuatro dedos), que se alternan el lance mortal. Banderilleros: Tomás Mazzantini, de San Sebastián y hermano seis años menor del “rey del volapié”; Ricardo Berdutí (alias Primito), de Sevilla; Ramón López, de Madrid; y Francisco Fernández, de Cádiz. Sobresalientes de espada, con compromiso de banderillear: José Galea, de San Fernando; y Manuel Mejía (alias “Bienvenida”), de Bienvenida. Picadores: Enrique Sánchez (El Albañil), de Béjar; Manuel Rodríguez, de Sevilla; Pedro Ortega (El Ronco); Manuel Martínez (Agujetas) y José Payart (Badila), de Madrid los tres. Falta uno de sus banderilleros, que a esa hora se retuerce en cama apuñalado por un violento dolor abdominal, debatiéndose entre la vida y la muerte.
La cuadrilla intenta lucirse en su último baile y dedica la actuación al colega ausente. Una banda de música toca en los intermedios piezas escogidas. El programa resulta más o menos atractivo, con la novedad de que, habiéndose acabado los toros bravos de España, sueltan un toro de granja y cinco toros mexicanos. “¡Las veces que me he muerto al ver matar un toro!”, dirá muchos años después el romántico Oliverio Girondo en su Comunión Plenaria. Pero eran los tiempos en que las multitudes disfrutaban los desafíos entre hombres y bestias. “La tragedia se reduce enteramente al toro y al hombre”, sentenció Hemingway en Muerte en la tarde.
Al finalizar la corrida, los espectadores rinden una ovación piramidal. Algunos incluso obsequian a los toreros con tabacos, sombreros, bastones, palmadas…Todo muy bien ganado. Sin embargo, a pesar del escenario cargado de ofrendas y devociones los muchachos no pueden disimular sus caras largas. Los conmueve la idea de separarse para siempre del compañero desahuciado, sumido en tal estado de gravedad que solo un milagro podría salvarlo; así ya lo han dictaminado los médicos, tras considerar agotados todos los recursos de su ciencia.
Dejando un recuerdo que no se borrará de la memoria colectiva, Mazzantini y los suyos parten raudos en dirección al puerto, pues surto frente a los Almacenes de San José el Antonio López, lujoso vapor de acero de la Compañía Trasatlántica, no espera más que esté a bordo la comitiva capitaneada por el diestro para zarpar a México, próximo destino del periplo americano.
Se dice que más de 6 mil habaneros le darían el adiós desde la Alameda hasta La Punta con pañuelos en alto, disparos de cohetes y aclamaciones. Pero antes de llegar a los muelles, el estoqueador debe hacer una parada ineludible.
El Barbi
Repasando prensa añeja en la Hemeroteca Digital de la Biblioteca Nacional de España encuentro que José Fernández Callejas, apodado El Barbi en el mundo de la lidia, nació en Sevilla, en alguna fecha indefinida alrededor de 1848 o 1849. El mote tenía relación con sus cualidades, pues derivado del lenguaje gitano “barbián” quiere decir “intrépido, osado, que no teme a nada”. Se le describe como mozo de buena presencia, recio de cuerpo y de trato afable.
Como los jóvenes de su región se inició en las faenas de campo y asistió a fiestas tradicionales de pueblos sevillanos y cordobeses donde el arraigo de la tauromaquia solía inclinar la vocación tempranamente. En marzo de 1874 llegó por vez primera a un ruedo de Madrid, siendo uno de los cuatro peones que armaban la modesta cuadrilla del cordobés Manuel Fuentes, Bocanegra. Ante aquellos forasteros los exigentes aficionados se mostraron expectantes, pero al calor de las acciones terminaron fascinados por la animosidad y destreza de Barbi.
Si bien este podía ser un desconocido para los capitalinos, en realidad no era un improvisado. Desde 1871 ya había actuado en foros andaluces socorriendo a su amigo y coterráneo José Machío. Posteriormente, en junio de 1876, figuró como subalterno de su otrora coequipero y amigo Cara ancha (seudónimo del torero José Sánchez del Campo), siendo el banderillero más notable a su lado.
El banderillero, vale apuntar, es el torero encargado de clavar a pares las banderillas y azuzar al toro durante el segundo tercio de la lidia. Habitualmente existen tres por cuadrilla, que se rotan para poner tres pares de banderillas a cada animal.
Hacia 1885 estaba de moda en la Península el nombre de Mazzantini, así que cuando se presentó la oportunidad de mudarse al servicio del flamante espada, Fernández Callejas no lo pensó dos veces. Para Luis sería un fichaje estrella: en poco tiempo llegó a ser su primer banderillero, consejero y mano derecha.
A la sombra romántica del matador, Barbi fue aumentando su propia gloria y fortuna. Con derroche de maestría y virtud se distinguió en cada torneo: entrando a la arena con frescura, trazando verónicas y quites milimétricos, mirando a los ojos a la res, tocándole con la mano el hocico, pinchando las banderillas a buena altura, cubriendo puntualmente a su maestro, exhibiendo la variedad de cabriolas del toreo, saliendo con la gracia y limpieza de un gimnasta, arrancando aplausos y exclamaciones a los palcos… todo y cuanto prescriben las reglas de este ¿arte, deporte o negocio?
Justamente alistado en la escuadra del llamado “señorito loco” arribó en noviembre de 1886 a puerto habanero, donde fueron recibidos por una concurrencia frenética. Siendo la isla territorio español de ultramar era natural que se introdujera y fomentara el circo taurófilo. De hecho, en su conocida Historia de las Indias el padre Bartolomé de las Casas registra un remoto antecedente de esta diversión en Cuba: “Y acaeció allí luego un terrible caso, que el día de Corpus Christi siguiente, que es cuatro días después del domingo de la Santísima Trinidad, lidiaron un toro o toros”.
Para saludar la llegada a Santiago del gobernador Hernando de Soto en junio de 1538 se celebró una corrida. La primera de que se tenga noticia en La Habana aconteció en 1569, dedicada a San Cristóbal. En 1747 se efectuó otra en Matanzas; y así se fue expandiendo la costumbre a las distintas provincias.
La de Infanta, cerca de Carlos III, sería la sexta plaza de toros que existió en la capital. Pues allí —retomando el curso de mi historia de hoy— la cuadrilla de Mazzantini llegaba a cumplir un contrato de catorce corridas que por interés colectivo se convirtieron en dieciséis. En todas, menos en la última, destacó Barbi. Nadie podía presagiar que para él era un viaje sin retorno.
La agonía
Hay un silencio propio de funeral. Abrazados formando una herradura, hombres con coletas y rostros mustios rodean al enfermo. Sus labios muestran una palidez marmórea, se evapora el brillo en sus ojos, lucha arrebatado con la muerte sobre la cama, agonizando tan penosamente como un guerrero puede hacerlo. Así también agonizan, pelean y caen abatidos los toros. “¡Ay!, no le digan a mi madre… que morirá de angustia”, lanza con voz desesperada su último delirio. Reclinado a la cabecera del lecho, Mazzantini le promete que velará por su familia. Sordas emociones se agolpan en los pechos de los testigos y lágrimas furtivas corren por las mejillas viriles, que no tiemblan ante la reencarnación del Minotauro. Los valientes también lloran.
Sobre las cinco de la mañana del lunes 21 de febrero de 1887, como consecuencia de su gravísimo estado, muere lejos de su patria natal el infeliz José Fernández. Rondaba los 38 años. Revela el acta de defunción que ha sido víctima del cólico miserere —así denominaban la obstrucción intestinal—, padecimiento que según se supo había afrontado dos veces antes.
Puntual, a las ocho, a la mañana siguiente parte el sepelio desde la casa-mortuoria sita en San Miguel número 13, actual barriada de Centro Habana. Con las tristes y severas formas para tales casos, integrantes de la Sociedad Vasco-Navarra ataviados con boina negra, lazo de crespón en el brazo y faja negra también, cargan en hombros el féretro hasta meterlo en la carroza fúnebre en la Calzada de Galiano. Los mismos que en el cementerio de Colón vuelven a alzar en andas la caja hasta bajarla al sepulcro.
La prensa de la época no se cansa de acentuar que Luis Mazzantini, dolido por la fatalidad y obligado a continuar sin demora la gira pactada, dejó expresas indicaciones a algunos paisanos para atender las exequias e inhumación de su hombre de confianza. “Mazzantini, con su noble conducta, ha conquistado más simpatías, si cabe, que las que tenía por su bello proceder, pues puso a disposición de los médicos todo cuanto dinero fue suficiente, y dejando para sufragar los gastos que originase el entierro y telegrama a Veracruz, para participarle tan triste nueva”, reseñaba en su edición del 28 de marzo de 1887 El Toreo, periódico de Madrid especializado en crónicas taurinas.
Al volver a casa, en el mes de abril, el diestro saldaría su juramento al moribundo. Primero costeó una misa a su memoria en la Iglesia del Salvador de Sevilla, donde se congregaron toreros, dueños de ganaderías y personas de todas clases sociales llegadas desde lejanas comarcas; y apenas repuso las energías luego de tan larga travesía protagonizó una corrida benéfica cuyas ganancias fueron destinadas a la familia del difunto. Todavía un año después, en junio de 1888, La Correspondencia de España anunciaba una novillada en la que picaría Mazzantini, también a favor de los hijos del malogrado banderillero.
La última morada
Un reportaje publicado por la revista Bohemia el 4 de noviembre de 1956 sobre la necrópolis habanera refería sin mayores argumentos: “Otro caso curioso en nuestro cementerio es la tumba que guarda los restos de uno de los miembros de la cuadrilla del gran torero español Mazzantini. Ignoramos en qué circunstancia falleció en La Habana, pero recogimos la nota para nuestros lectores por ser una de las tumbas más antiguas en nuestro cementerio. La lápida que cubre los restos reza en la siguiente forma: A José Fernández Callejas, alias Barbi, banderillero de la Cuadrilla de Mazzantini, falleció el 21 de febrero de 1887. Recuerdo de su amigo y espada”.
La tumba pasaría inadvertida durante las décadas siguientes hasta que fue de cierta manera reivindicada por Idania Rodríguez, una apasionada estudiosa de los vínculos sociohistóricos entre Cuba y España, quien inmersa en sus afanes investigativos se topó accidentalmente con la curiosa referencia al torero allí enterrado y no pasó por alto el dato. Más que eso, profundizó en su estudio, frecuentó eventualmente la tumba y divulgó su existencia siempre que pudo.
“En 2001 trabajaba en la Necrópolis de Colón como parte del grupo técnico, el cual se había creado en 1992 y nucleaba a arquitectos, restauradores, historiadores e informáticos. Ubiqué el cuadrante y me aprendí el sitio exacto. Está en un cuadro antiguo, apartado, donde la mayoría de los sepulcros se encuentran a borde de calle, y sin mayores atractivos que esta bóveda del torero y la de Merced Parera, madre de los hermanos Francisco y Narciso Salas Parera, primeros propietarios de El Floridita”, cuenta Idania a OnCuba.
Se trata del cuadro identificado con el número 18 del campo común, localizado a un costado de la Galería Tobías en el cuartel noreste del camposanto. Esto quiere decir a la izquierda del portón principal. Aporta esas coordenadas Ricardo Díaz Murgas, museólogo y especialista en Gestión del Patrimonio en la institución. Asimismo, precisa que según consta en el asiento de enterramiento: el cortejo fúnebre procedió de la Parroquia de Monserrate, el difunto fue registrado “como de 42 años” —al parecer el anotador hizo una aproximación fisonómica—, casado, “se ignoran sus padres” y fue inhumado en propiedad de Ricardo Marín. Aunque por los ecos de la prensa de entonces se infiere que el terreno fue adquirido con dinero de Mazzantini.
Fui cautivado por este personaje. Sería un sacrilegio cerrar este perfil histórico sin por lo menos ir a leer personalmente la lápida descrita por Bohemia y complementar lo escrito con la útil documentación gráfica. La susodicha bóveda de cemento y hermosa verja de hierro, originalmente diseñada para albergar ese único ataúd y para que descansara en paz el infortunado Barbi, banderillero y fiel que fue de uno de los toreros más renombrados de todos los tiempos, se halla “sepultada” bajo un matorral infranqueable de yerbas y enredaderas que tapan hasta las cruces de otras tantas tumbas “sin dueño”. No me voy a andar con rodeos: qué lamentable panorama. Hay desdichas que parecen perdurar más allá de la muerte.