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―¡Ay, Mamerto ―decía con voz meliflua doña Casimira a su marido al ver las maticas del patio―, las peonías miran al suelo…tenemos la muerte segura!
―No te preocupes, mujer, que moriré abrazándote. Seré héroe hasta la tumba.
Como golpeadas por un mazazo, las familias poco dadas a las emociones fuertes pasaron de la apacible rutina a precipitarse en brazos del síncope y la desesperanza. En pleno estado de neurastenia, algunos liquidaban sus propiedades a bajos precios para viajar lo más lejos posible, dejaban de pagar el alquiler de las casas, y hasta hubo quien rehuyó con el suicidio; los más jóvenes, en cambio, decidieron aprovechar sus “últimos días” y para anestesiar la tensión se iban por las tardes a sentir la adrenalina de la montaña rusa en el Palatino Park.
La peonía, ese bejuco silvestre que en Cuba se usa con fines medicinales, y echa en racimo unas vainas con semillitas de un rojo encendido y lunar negro ―en el oriente le llaman “buscapleito”― que son procuradas para manufacturas artesanales y amuleto en la santería, había “enyerbado” la imaginación popular.

La cuestión cobró visos de gravedad, al punto de que mucha gente traía el miedo encapsulado en los ojos y la boca. La causa de aquella epidemia de sustos y sudores que la prensa acabó calificando de “peonimanía” fue la paranoica hipótesis de un tal Doctor Nowack.
Un bueno de Dios
En febrero de 1906, después de mucho rodar por Europa, hizo su dramática aparición en La Habana el profesor austriaco Joseph Frederick Nowack. Nacido en una familia que se empalmaba con la rancia nobleza vienesa, el joven Joseph habría sido rico de no haber gastado su cuota de fortuna realizando expediciones y estudios sobre la abrus precatorius, la vulgarmente llamada peonía. Fue tal su capricho que, cuando un experimento no arrojaba el resultado previsto, él volvía a empezar todo desde cero; y cuando ya no tenía centavo propio, apeló a deshojar la chequera del hermano. En esa aventura no solo consumió el patrimonio de cuna, sino media vida.
El Doctor Nowack frisaba los 48 años cuando puso un pie en La Habana, cargando seguramente las mismas dos jabas de muchos de cuantos recalaron en este puerto: hacer fortuna o encapuchar viejas culpas. Sucedieron semanas de aclimatación, de leer periódicos y averiguar costumbres locales, antes de ofrecer en marzo una conferencia en el Instituto de Segunda Enseñanza y otra posterior, en la noche del viernes 20 de abril, en la Academia de Ciencias, donde enumeró el curso de sus investigaciones sobre la “planta del tiempo”.
A las tres de la tarde del 24 de abril, haciéndose acompañar del vice cónsul austro-húngaro, míster René Berndes, acudió ante el Secretario de Agricultura, doctor Gabriel Casuso. Con cierto orgullo que le alzaba el mentón, el recién llegado extendió al ministro de Estrada Palma una arrugada carta de recomendación con cuño del emperador Francisco José de Austria y una gavilla de documentos con sellos de lacre que certificaban su notoriedad científica. En papeles, era un botánico y meteorólogo de gran talento y reputación que había fundado sendos observatorios en Londres y Viena.
Pero la cualidad que lo distinguía como genio plus ultra radicaba en su destreza para predecir, más puntual que un barómetro, la ocurrencia de perturbaciones atmosféricas y movimientos telúricos. Podía hacerlo con solo analizar las “alteraciones” en las hojas de la peonía. Para apuntalar semejante aseveración se ufanaba de haber advertido el terremoto de San Francisco, en California, que, casualmente unido a la erupción del Vesubio, extendía sus olas de conmoción al mundo entero.
Contrayendo la letanía de las presentaciones y sin que le temblara un músculo del rostro, el Doctor Nowack disparó su “aviso oficial” de que Cuba estaba abocada a una catástrofe similar para el entrante mes de mayo; según había podido observar en las alteradas peonías de una finca a las afueras de la capital. A fin de poder precisar el día exacto de la hecatombe, pidió que solicitaran al Observatorio de Washington datos sobre las manchas de sol durante esa semana. Sentía que era su deber advertir a la ciudadanía del peligro inminente.
Era un héroe, un elegido de Dios en misión samaritana. Usaba traje blanco irreprochable, sombrero panamá que no ocultaba su pelo color de trigo y sus saludables mejillas rosadas; en las manos, un paraguas hacía el doble oficio de bastón. Vestía de buena gente, si bien sus rasgos y actos le conferían cierto perfil de alemán en bancarrota.
Medio dubitativo por el “incuestionable” aval y medio desconcertado por la “tiñosa” que acababa de caerle en su despacho como un anticipo del infierno, el Dr. Casuso ordenó tomar nota de todo y cuanto vertió en inglés el diletante, para finalmente, tratando de impedir que se desatara el trauma de una nación, el caos que de seguro provocarían aquellos juicios sin fundamento, mandó el mamotreto a la tercera gaveta; hasta el día que pudiera ver la luz.
Al habla con las peonías
Con una manigua abigarrada por el verde rastrero de la peonía, la quinta del señor Tariche, al fondo de la antigua cárcel en la pintoresca villa de Guanabacoa, resultó el lugar apropiado para que se instalara Nowack con su asistente de campo y sus baúles de libros raros. A la segunda semana de interpretar el lenguaje de cientos de especímenes de la susodicha planta sintió que estaba en condiciones de dar su dictamen: para la segunda quincena de mayo sobrevendría un seísmo de gran magnitud y un ras de mar que dejaría a la isla con el agua al cuello.

“Desde ayer tarde, gracias al doctor Nowack y a La Lucha que publicó sus predicciones, no se habla de otra cosa que del próximo temblor terrestre o marítimo que habrá de sentirse con más o menos intensidad en nuestro litoral del 15 al 19 de mayo. La Lucha parece tomarlo en serio. Y El Mundo lo echa a broma. ¿Qué haremos nosotros?”, planteaba el Diario de la Marina del 26 de abril.
“¡El mundo se acaba… se acaba… el acabose!”, voceaban los niños vendedores de periódicos. La prensa tuvo en las insólitas declaraciones materia prima para hacer su zafra de tinta. La alarma colectiva no se hizo esperar tras el anuncio agorero y una mezcla de angustia, estupor e ingenuidad dejó a muchas almas suspendidas en una espiral de terror y sorpresa. Para colmo, vino a coincidir una serie de eventos desafortunados: un temporal de aguas represó por 48 horas las calles de La Habana, se derrumbaron edificios y desde Santiago llegaban noticias de un temblor de tierra. De a poco cobraba cuerpo el pánico de la población.
¿Cómo una planta podía hablar por medio de sus hojas y tallos? ¿En qué fundamentaba el Doctor Nowack su tesis apocalíptica? Quiso saberlo el periódico La Discusión y, con ese fin, la mañana del 2 de mayo lo citó a su redacción para ponerlo cara a cara con dos exponentes insignes de la comunidad científica del patio: el eminente naturalista Carlos de la Torre y el geólogo Santiago de la Huerta.
Con expresión de seriedad, el supuesto mesías expuso a ambos catedráticos que, a fuerza de observar durante años, aprendió a notar que las hojas de la peonía estaban en constante movimiento, respondiendo a los efectos de la luz, humedad y temperatura; por lo que llegó a la conclusión de que las variaciones eléctricas de la atmósfera determinaban esas alteraciones en la citada mata.
Siguiendo su fabulosa teoría, aseguraba, podía pronosticar cambios del clima con dos o tres días de antelación en sesenta millas a la redonda, y que la clave de su sistema estaba en la dirección circunstancial de las peonías: si las ramas apuntaban hacia arriba, haría buen tiempo; hacia abajo, malo; si las hojas se amontonaban, significaba lluvia; inclinadas, viento o tempestad; si se enrollaban, quería decir tempestad con truenos; si se veían irregulares, niebla. Mientras, el cambio de coloración de las hojas indicaba la aproximación en tiempo del evento natural: si la hoja tenía tono verde oscuro predecía un fenómeno inmediato, si era verde claro sugería la distancia de la catástrofe.
Para mayor seña, agregaba que los resultados más fiables se conseguían cuando la “planta mágica” crecía en estado silvestre y tenía una edad de tres meses. Justamente para entregarse a esos estudios había viajado a Cuba.
Visto lo visto en la Quinta Tariche, donde la peonía trepaba en número considerable, el Doctor Nowack explicó que las hojas tendían hacia abajo, revelándole esto que un sismo de gran intensidad estaba a punto de ocurrir, aunque sin poder precisar con exactitud dónde se localizaría el epicentro, ni siquiera si estaría en tierra o mar. En ese punto de la perorata, sus ojos parecían haberse transformado en un par de cuentecillas rojinegras. Los síntomas eran preocupantes.
La voz de la ciencia
Basta mencionar los nombres para aquilatar la contundencia de ambos maestros. Sobradamente curtidos en sus rudimentos y antípodas de gerifaltes importados, con aplomo científico y un injerto de paciencia, Carlos de la Torre y Santiago de la Huerta pusieron en solfa los vaticinios de vivero del colega europeo. Una vez concluida la entrevista, declararon a la prensa:
“Creemos al doctor Nowack un investigador tenaz y apasionado que no podrá dar a sus investigaciones mayor alcance que el que en realidad tiene, pero digno de la mayor consideración y respeto. Sus teorías no son nuevas en lo que se refiere a las influencias siderales sobre los fenómenos terrestres, pero no hemos logrado de él la presentación de pruebas justificativas de sus afirmaciones y, por tanto, ningún juicio hemos podido formar respecto a la certeza de las mismas”.
Y, sin dobleces, ponían punto final a la polémica: “En el estado actual de la ciencia no se admite la posibilidad de tales fenómenos. Aun cuando el profesor Nowack poseyera el medio de realizarlas, son tantas las reservas que en este sentido hace, que sus conclusiones, como él mismo dice, no tienen el valor de predicción, sino de una simple conjetura. Dentro de la ciencia constituida ninguna razón justifica las predicciones de Nowack, que están fundadas en datos empíricos y en experiencias exclusivamente personales”.
Por su parte, el destacado higienista Juan Guiteras Gener protestaba en carta abierta al director del Ateneo: “Dicho señor [Nowack] no ha sido presentado aquí por persona alguna de reputación científica conocida, y viene con enseñanzas descabelladas a producir perturbaciones en la imaginación impresionable de nuestro pueblo”. Desde sus respectivos saberes, otras figuras como Fernando Ortiz y el doctor Gómez de la Maza hicieron públicos llamados a la calma, la unidad y la meditación; hasta religiosos y cartománticos se sumaron al elenco para meter en cintura al chiflado profeta. Asimismo, el asunto de las peonías llegó a ser objeto de serios debates en el Senado.

Exorcizados los fantasmas y desmantelado el prestigio del doctor de las peonías por el auténtico saber, los habaneros volvieron a dormir tranquilos. La apoteosis se decretó en sentido contrario. “El mes de mayo de 1906 en La Habana será poco más o menos como los que han pasado […] Podemos asegurar con certeza que no habrá al Este de La Habana ni aquí un centro crítico de alta presión ni terremoto […] Para que se verifique el pronóstico del Dr. Nowack es necesario, por lo menos, un milagro”, descargaba como trueno de Zeus el padre Lorenzo Gangoiti, quien dirigía el Observatorio del Colegio de Belén. La llegada de junio confirmaría el absoluto acierto de la voz de la ciencia.
Entre el rojo y el negro
“¡Nowack ante la ciencia cubana!”, publicaba en plúmbeas mayúsculas la primera plana de La Discusión. “Iluminado u obsedido, sabio o ignorante, Nowack nos ha venido a sacar de quicio. Sus predicciones, ya desvanecidas, pusieron en intranquilidad a muchas familias”, refería El Fígaro del 6 de mayo. “Estudiar, mucho estudiar… pero nada se ha comprobado todavía. Entre los sabios de Europa se tiene a Nowack por un iluso, pero se le estima por su admirable constancia. La ciencia no le ha contestado todavía con un rotundo mentís, por lo cual él sigue pensando en un quién sabe”, sentenciaba la popular revista.
Tornadiza, como las mismísimas peonías al vaivén de los vientos, la prensa fue modificando el tono de su discurso en la medida que se desenmarañaba la madeja. Si antes había llamado a Nowack doctor, sabio, notable, laborioso, concienzudo, bueno de Dios y cuantos calificativos enfáticos puedan imaginarse, pasó a hacerse eco en sus páginas de la controversia con los eruditos cubanos; luego se sumó a volatilizar la columna de humo que, alta como la torre de un ingenio, se había levantado en torno a su ahora elíptico renombre; para finalmente dar riendas sueltas al típico choteo criollo.
Muchos años después, el 24 de octubre de 1943, con la exquisita crónica “La peonía” publicada en su columna Viejas Postales Descoloridas, del Diario de la Marina, el afamado periodista y teatrista Federico Villoch describía el relajo público una vez que se disipó el colosal enredo:
“Hallábase por entonces el teatro Alhambra en los comienzos de su gloriosa y fructífera carrera artística, y no hay para qué decir que los autores que llevaban a su programa empezaron a escribir sainetes y pasillos cómicos basando sus argumentos en la preocupación que a todos dominaba: Los efectos de la peonía, La peonía y el amor, Por causa de la peonía, Huye que te coge la peonía […]. Ankerman, Simón, Romeu, Pablito Valenzuela, etc., hicieron la Rumba de la peonía, el Bolero de la peonía, la Guaracha de la peonía […] y puede decirse, en fin, que la peonía era la obsesión nacional de músicos, autores y políticos, y por descontado, que los periódicos satíricos, entre ellos en primera línea La Política Cómica, la hacían objeto de sus mejores caricaturas, así como el famoso paraguas del que jamás se separaba el doctor Nowack”.

De tal guisa, una sátira de La Política Cómica versificaba: “El barómetro del día,/ pero si por suerte impía/ si hacia arriba apunta el gajo,/ el gajo apunta hacia abajo,/ habrá buen tiempo a destajo;/ ¡nos coge la peonía!”.
Otras veces podía verse al icónico personaje Liborio —que aún no se llamaba Liborio sino El Pueblo— examinando la “planta meteorológica” o despidiendo a un Nowack cariacontecido que cargaba su maletín en una mano y una maceta con peonía en la otra. A falta del original, las imágenes reaparecieron fotocopiadas en la Bohemia del 5 de marzo de 1982, como apoyo gráfico del no menos curioso artículo “El terremoto de las peonías silvestres”.
Hasta el radical Diario de la Marina —en su tirada del 28 de abril de 1906— aprovechó para colar un escatológico comercial: “Cese la alarma. Comamos, bebamos, Nowack, hagámonos sordos […] Con los terremotos que hay que tener cuidado son los internos que sienten los que padecen estreñimientos; pues nada expone a ruidos, dolores, penas, sacudidas, convulsiones y otros trastornos como el no andar al corriente del vientre. El remedio soberano es el Té japonés del doctor González […] Se prepara y vende en la Botica Droguería de San José, calle Habana esquina Lamparilla”.
Sin embargo, contrario a esas estampas burlescas, la historia pudo tener un final bien serio. Cuentan que un día sin fecha señalable, algunos guanabacoenses iracundos se toparon con el botánico en el paradero del tranvía y, resucitando en sus ánimos las horas que pasaron en vilo por culpa de este, le fueron encima con palos y cuanto objeto contundente tuvieron al alcance. Sujetándose el sombrero y sin soltar el sempiterno paraguas, se le vio correr varias cuadras a aquel pobre hombre que había perdido su “azabache”. Solo la intervención de las autoridades pudo evitar una verdadera catástrofe, no prevista por el dizque aspirante a Nostradamus.
Se lo merecía: por “buscapleitos”, pensarán algunos. Fue la última vez que se le vio un pelo por estos lares al doctor de las peonías, el tal Nowack. El 15 de mayo, según la Nota del Día, subió al primer barco que zarpó con destino a México. En Guanabacoa acababa de comprobar, mediante la observación participante en la universidad de la calle, el equilibrio que existe entre la vida y la muerte (colores rojo y negro).