En el imaginario popular quedó la historia de los 10 toneles, llenos de monedas de oro, enterrados en el pequeño islote de algo más de 2 km de superficie, al noroeste de Villa Clara. Por tradición oral se transmitió la anécdota.
En 1567, un grupo de piratas había ocultado aquel tesoro y en 1750, pescadores asentados en Sagua la Grande, casi viran al revés Cayo Cristo en busca de los cofres que nunca aparecieron.
Se cuenta también que en el siglo XVII dos bergantines y un galeón estuvieron 48 horas en el cayo para esconder el fruto de sus fechorías. Las autoridades españolas enviaron cuatro fragatas con el fin de capturar las embarcaciones. A cañonazos fueron hundidas, lejos del escondite. Esta vez tampoco encontraron el tesoro.
De aquella época solo hallaron unos cañones en Los Caletones con la inscripción de 1612, según narra Pedro Suárez Tintín en su libro Los Tesoros de Sabaneque.
Hay una anécdota fascinante y se refiere a la estancia en 1821 del célebre pirata Jean Lafitte, fundador del Reino de Barataria, cerca de Nueva Orleáns, desde donde azotó con su hermano Pierre a la navegación en el golfo de México y lideró el comercio de contrabando.
En Cayo Cristo pasó largas temporadas junto a su esposa, Marie Dubois, y allí le nació una hija. Hay varias versiones sobre la muerte del forajido. Una de ellas narra que ocurrió “en 1825 o 1826, en uno de sus barcos junto a las costas cubanas, durante una reyerta en la distribución de las utilidades de un desembarco clandestino de esclavos. Como asesino se identifica a uno de sus asociados camagüeyanos en la trata, de apellido Betancourt”.
Cuando también falleció su madre, la hija del pirata se trasladó a Sagua la Grande; tenía entonces 18 años de edad. Se hizo llamar María Rodríguez; de ella descienden los Someillán-Rodríguez de acuerdo con investigaciones de Rafael Rasco.

Criaderos de ostiones
Una añeja gacetilla, publicada en el Diario de la Marina, el sábado 14 de abril de 1894, destacaba: “Desde tiempo inmemorial la Isabela de Sagua goza de buen nombre entre los gastrónomos de raza, merced a los criaderos de ostras que allí existen y que nos surten de esos y otros apetitosos mariscos”.
En efecto. Fondas y restaurantes, de varias ciudades del país, ofertaban los afamados ostiones. Y también en los mercados podían adquirirse. Por ejemplo, en La Habana, El Ramillete de Coll, situado en calle Neptuno 70, vendía el ciento de ostras a 50 centavos en 1894.
Los mejores criaderos naturales estaban cerca del puerto sagüero, en los cayos Cristo y Esquivel. Así lo afirmaba el médico sagüero Tomás Hernández en su artículo Ostras, publicado en el Diario de la Marina, el 3 de noviembre de 1907: “(…) los criaderos naturales de Sagua, que son los de Cayo Cristo, el Esquivel, etc., tan solicitados por todos los habitantes de la isla, son inofensivos, y podemos regalarnos con sus otras y darlas a nuestros familiares en abundancia, y hasta a nuestros enfermos en convalecencia, sin el menor reparo; porque viven y crecen en el agua pura del mar libre, a donde no llegan las aguas sucias de los puertos”.

Refugio del presidente José Miguel Gómez
A principios del siglo XX fue frecuente la presencia en Cayo Cristo de un hombre robusto, de baja estatura, cincuentón que se desempeñaba como Gobernador de la provincia de Santa Clara desde marzo de 1899. Era el mayor general José Miguel Gómez y llegaba con gente muy conocida, mediática: políticos, coroneles, generales del Ejército Libertador, abogados y doctores.
Su trato campechano con pescadores y carboneros le ganó la simpatía de aquellos hombres rudos, acostumbrados al silencio, a las tormentas y a los enjambres de mosquitos y jejenes. El general acudió a ellos cuando decidió levantar en el islote una casa de veraneo, con paredes de madera y techo de tejas.
Se escuchaban en la morada cuentos de la guerra independentista y largas y acaloradas discusiones políticas. Algunos de los tertuliantes se alzaron en armas, en 1906, contra la reelección de Tomás Estrada Palma.
“Arrullado por las brisas del Norte, frente a las costas de Sagua, casi perdido en aquellos mares de esmeralda se encuentra Cayo Cristo. Una legua escasa de terreno traza su sinuosa superficie, cubierta de eterno verdor, rodeada de manglares, tendiendo por majestuosa techumbre nuestro límpido sol”.
Así describía el Cayo una crónica divulgada por El Fígaro, en 1908. El texto reseñaba los días de asueto, de José Miguel Gómez, recién electo presidente de la República, en aquel paradisiaco lugar.

Después de una intensa campaña, el líder del Partido Liberal estuvo varios días dedicado a pescar y, seguramente, a planificar, a grandes rasgos, su mandato. Le acompañaron un grupo de connotadas personalidades como el general José de Jesús Monteagudo Consuegra, Ernesto Asbert, Gobernador de la provincia de La Habana, Nicolás Alberdi, secretario de Gobernación, Antonio San Miguel, director del periódico La Lucha y el Dr. Pedro Sánchez del Portal, alcalde de Camajuaní.
Las fotos de la época muestran a José Miguel sonriente. Allí, además del ambiente sosegado, de las playas, disfrutaba de las salidas al mar para pescar pez perro, pargos, sierras, caballerotes, cuberetas y chernas. En las comidas abundaba el vino español importado y también las deliciosas langostas.
El Ayuntamiento de Sagua la Grande, conocedor de las aficiones de José Miguel Gómez, le regaló un hermoso chalet en Cayo Cristo. Y el general, siempre presto para los negocios, comenzó a edificar un hotel, pero no terminó su construcción.

El zarpazo del huracán
Algunas familias de la clase media sagüera también erigieron casas en el islote. Allí iban los fines de semana y en el verano. Uno de los visitantes asiduos era el médico Pedro N. Arroyo. La prensa anunciaba que en la noche del 31 de agosto de 1933 un huracán pasaría por Cuba. Sin embargo, los prácticos del puerto de Isabela de Sagua le informaron al galeno que los barómetros marcaban un tiempo apacible, que no debía preocuparse.
Y Pedro se acomodó con su esposa y un hijo en la casa de recreo, a pesar de que un mal presentimiento lo agobiaba. Pasado un tiempo, no pudo resistir más.
“A despecho de los temporadistas y bajo la crítica de todos, resolví salir del cayo con mis familiares; y así, a pesar de la gran marejada a causa de un fuerte brisote del norte, y en una chalana, me embarqué rumbo a Sagua la Grande, donde llegué a las cuatro de la tarde, costándome gran trabajo atracar al muelle, por la marejada”, testimoniaría después del desastre al Diario de la Marina.
En el Cayo vivían de forma permanente familias como la del Dr. José Bori y la del carbonero El Mallorquín, entre otras, que prefirieron quedarse, junto con los vacacionistas. En total existían 12 casas, según el relato de Arroyo. Cuando el viento aullaba y el mar parecía tragarse a la islita, todos se refugiaron en la vivienda más fuerte, perteneciente a Pedro Rasco, situada al lado del chalet de los herederos de José Miguel Gómez, quien había fallecido en 1921.

El carbonero Bonifacio Santos testimonió que “al venir el ras de mar que batió de norte a sur, arrancó los cimientos de concreto de un gran hotel que proyectara el general Gómez, pulverizándolos; toda esa piedra y concreto la lanzó sobre la casa de José Miguel, destruyéndola, y dejando desamparada, por tanto, la de Rasco”.
El inmueble no resistió el segundo empuje del mar, que subió seis metros sobre su nivel en la terrible madrugada del 1ro. de septiembre. Sólo 5 lograron sobrevivir porque las aguas los llevaron hasta el manglar y pudieron sostenerse más de 4 horas, entre ellos el hijo de Pascual Pérez. En tanto esto sucedía, los vecinos, unas cinco mil personas, de Isabela de Sagua habían sido evacuados de madrugada por el ferrocarril y mediante automóviles.
Informa el libro Apuntes históricos de Isabela:
“Comenzaron a salir embarcaciones para dicho lugar a fin de conocer la suerte de esas familias. Las primeras embarcaciones que regresaron trajeron a sus tripulantes las más desoladoras y horribles noticias: el cayo había sido barrido, donde existían las casas, solamente se veía una montaña de arena, haciéndose por ello la deducción lógica de que el cayo había sido arrasado por un gigantesco ras de mar, sepultando a todos los habitantes.
Se continuó por sin número de personas, familiares, amigos de los que residían en el mencionado paraje, la búsqueda de los cadáveres y al fin comienza a encontrar algunos a los tres días: los primeros fueron hallados a sotavento del cayo entre los gajos retorcidos de los mangles, así como en varios puntos de la playa. Al mismo tiempo fueron encontrados también los supervivientes, muchos de ellos en un grado de tal inconsistencia que no podían contar ni una palabra de la horrible tragedia que habían vivido en las cruentas horas de esa noche negra y pavorosa”.
La tragedia causó, de acuerdo con el libro citado, 35 muertos. Como homenaje a las víctimas, fue levantado un obelisco que relaciona los nombres de los fallecidos.
Cayo Cristo, bendecido por la naturaleza, tiene la fortuna de sus excelentes playas, de su flora y fauna, de una historia donde se entrecruzan leyendas de corsarios y piratas y también, lamentablemente, la cicatriz del zarpazo de un huracán.
Fuentes:
Diario de la Marina
https://saguatesoros.tripod.com/cayocristo.html
https://www.editorial24.com/jean-laffitte-apuntes-sobre-la-vida-de-un-pirata/
https://sagualeyendas.tripod.com/jean_laffite.html
https://www.ecured.cu/Cayo_Cristo
https://sabaneque.blogspot.com/
Archivo de Raidel Saavedra Otaño