La Habana de finales del XVI, entre tunas bravas

“Después de cerrada la noche nadie sale a la calle: y el que tiene que hacerlo por urgencia, va acompañado de muchos, armados y con linternas”.

La Habana. Biblioteca del Congreso de EE.UU.

Eran tiempos de sobresaltos, de constantes vigilias desde las alturas del Morro y La Punta para detectar la presencia de naves enemigas. Todavía perdura el recuerdo del asalto de aquellos forajidos capitaneados por el francés Jacques de Sores, en 1555. Y en 1586, las amenazas del vicealmirante inglés Francis Drake, al frente de una escuadra. 

También causan temores otros peligros. En ellos quizás piensa Hernando de Parra, criado de Juan Maldonado, Gobernador de la Isla de Cuba, cuando toma la pluma, tal vez en una noche calurosa de 1598, para espantar el tedio y a los mosquitos. 

“Esta población se está construyendo con mucha irregularidad. La calle Real (hoy de la Muralla) la de las Redes (hoy de Inquisidor) la del Sumidero (hoy de O’Reilly) y la de Basurero (hoy Teniente Rey) es donde se fabrican las habitaciones en línea, las demás están planteadas al capricho de propietario, cercadas o defendidas, sus frentes, fondos y costados con una muralla doble de tunas bravas.

Todas las casas de esta villa son de paja y tablas de cedro, y en su corral tienen sembrados árboles frutales, de que resulta una plaga insufrible de mosquitos, más feroces que los de Castilla. Me han asegurado que un mancebo de la Nao de Antón Ruíz fue víctima de estos venenosos insectos.

Después de cerrada la noche nadie sale a la calle: y el que tiene que hacerlo por urgencia, va acompañado de muchos, armados y con linternas; así lo exige el crecido número de perros jíbaros o sean monteses que vagan por ellas, y el atrevimiento de los cimarrones que vienen a buscar recursos en el poblado”.

Vista parcial de San Cristóbal de La Habana. Foto: Opus Habana.

El historiador Jenaro Artiles, nos precisa que La Habana de la época abarcaba un espacio “(…) en la orilla izquierda de la bahía de su nombre, cerca de la boca, y en el sector del saliente de la pequeña península que ocupa la parte antigua de la ciudad de hoy. Si se quiere mayor exactitud en la localización, puede añadirse que desde la Fortaleza antigua que existe, (…) en las inmediaciones de la Plaza de Armas actual, hacia el sur, hasta lo que durante muchos años fue el barrio de Campeche, que comenzaba donde ahora se levanta la iglesia de San Francisco; barrio que en sus primeros tiempos no iba probablemente más allá, bahía adentro, de la actual Alameda de Paula”.

La Plaza de Armas que Hernando conoció había sido remodelada en la década de 1580. En  los terrenos donde estaban las casas de Juan de Rojas, Antón Recio, Diego de Soto, Juan de Inestrosa y Alonso Sánchez del Corral, entre otros, fue construido el Castillo de la Real Fuerza. Todavía no se han terminado las obras de las fortalezas del Morro y La Punta, darles el acabado que hoy observamos será un proceso prolongado.

Las órdenes religiosas de los franciscanos y dominicos han levantado sus conventos primitivos, con huertas en los alrededores. Si no hay peligro, la algarabía es notable al arribar navíos, en espera de reunirse para completar las flotas que trasladarían hacia España, las riquezas del “Nuevo mundo”, o si vienen, de paso, desde la Península ibérica. 

Cuando llegaban barcos de España, traían muchos artículos de comercio que hacían falta en La Habana, y los vecinos los compraban. Tanto al venir de España como al regresar, los barcos necesitaban agua, leña, carne, viandas y varias cosas más, en grandes cantidades. Los habaneros les vendían a las gentes de las flotas todas estas cosas a buen precio. Los viajes, que duraban varios meses, en barcos pequeños, eran incómodos, así es que los pasajeros estaban deseosos, al llegar al puerto, de descansar en tierra y de cambiar de comida. La gente de La Habana los alojaba en sus casas, cobrándoles una cantidad por personas. Algunas veces una flota tenía que esperar por otra, semanas y meses; entonces los habaneros obtenían mayor ganancia”, relata el historiador Ramiro Guerra en su Historia elemental del Cuba.

La Habana, grabado tomado de Libro de Cuba.

Las casas por dentro

Pero volvamos al manuscrito de Hernando de Parra, de quien luego nadie tuvo más noticias. Era buen observador y en sus apuntes, ampliados después por Alonso Iñigo de Córdoba, devela estos detalles de la vida cotidiana:

“Los muebles consisten en bancos y asientos de cedro o caoba sin espaldar, con cuatro pies que forran en lona o en cuero crudo, que por lo regular es el lecho de la gente pobre. Los pobladores acomodados mandan a Castilla el ébano y el granadillo, maderas preciosas que aquí abundan; y de allí le vienen construidos ricos dormitorios que llaman camas imperiales. En todas las salas hay un cuadro de devoción a quien le encienden luces por la noche para hacer sus plegarias ordinarias. Las familias se alumbran con velas de sebo, que es abundante en el país; los ricos usan velones que traen de Sevilla y alimentan con aceite de olivas.

Los utensilios de cocina son generalmente de hierro, aunque los indígenas fabrican cacharros de barro que prefieren para condimentar sus alimentos particulares. El servicio de las mesas es de loza de Sevilla y de batea y de platos que hacen de sus maderas. Los vasos, de una madera beteada que llaman guayacán, son hermosos, y se dice que sus leños tienen grandes y prodigiosas virtudes medicinales”.

El castillo de La Fuerza, Colección Emilio Roig, Oficina del Historiador de La Habana.

Alimentación 

Los habaneros comían carnes frescas y saladas que sazonaban con ají, agregaban bija para darles color y las hervían con viandas. De maíz elaboraban varias recetas e incluían en el menú pan de casabe, obtenido de yucas y que a Hernando le recordaban los bizcochos de Castilla.

Aunque el testimoniante no lo cuenta, es sabido que entonces, entre las carnes saladas incluían las de tortugas, en forma de tasajo, producto que también vendían a las tripulaciones de los barcos. No eran muy cuidadosos a la hora de sacrificar a los quelonios. En cualquier sitio, cerca de las casas, echaban mano a tales menesteres y dejaban los despojos allí mismo. Más tarde el hedor resultaba insoportable. El Cabildo tuvo que actuar varias veces para prohibir la malsana costumbre. 

Relata un viajero, en 1598, que los cangrejos “abundaban tanto que hacían ruido como las tropas cuando de noche iban a la población en busca de desperdicios lo que no debe extrañar al que los haya visto por el puente de Chávez y sus cercanías que tomaron el nombre de los Cangrejos”.

En las afueras del poblado crecían vegas de tabaco y cañaverales. En estos cultivos tenían puestas sus esperanzas, pues ya estaban convencidos de que los sueños de grandes minas de oro, solo eran eso, sueños. Y en el paisaje pintado de verde, repleto de bosques, con diversos árboles, nos relata Hernando: 

“La Seiba [sic] es el gigante de ellos y aunque la madera es inútil, sus brazos y follaje son bellos y pintorescos, el refugio más precioso contra los ardientes rayos de un sol abrasador. La fornida caoba, el elevado cedro, el ébano, el granadillo, el majestuoso coco, el guayacán, el ácana el rompe-hacha, el coposo tamarindo, etc, son leños hermosos, de valor o de utilidad que por todos lados abundan y que en todos terrenos vegetan como majestad y lozanía.”

Además, colmaban el campo tunas, hicacos y uvas caletas.

En La Habana solo había un hospital y para comprar medicamentos los lugareños disponían de dos boticas,  una de López Alfaro y la otra de Sebastián Milanés. En las afueras, muchas de las huertas y corrales podía apreciarlas el viajero que recorriera el camino de Guanajay, el de Matanzas o el de Batabanó, principales vías de comunicación terrestre. De La Chorrera partía la Zanja Real que abastecía de agua al vecindario. 

La cría de ganado porcino y vacuno, en hatos o corrales, continuaba en ascenso, estimulada por el comercio de cebo y  cueros. Todavía no era muy numerosa la población. Una década después de haber redactado Hernando sus apuntes, el obispo Fray Juan de las Cabezas Altamirano informaba la presencia de 500 habitantes. Ya para la fecha, 1608, las viviendas estaban diseminadas en cincuenta manzanas.

La Habana a fines del siglo XVI, era una ciudad que iba expandiéndose a la vera de su bahía y del famoso puerto Carenas, bautizado así por el navegante y explorador Sebastián del Ocampo cuando realizó el bojeo de la Isla.


Fuentes:

Jenaro Artiles: “La Habana de Velázquez”, Cuadernos de historia habanera, 31, 1946.

Emilio Roig de Leuchsenring: La Habana, apuntes históricos, Editora del Consejo Nacional de Cultura, La Habana, 1963.

Emilio Roig de Leuchsenring: La Habana antigua, la Plaza de Armas, Municipio de La Habana, 1935.

Emilio Roig de Leuchsenring: La Habana, Fortalezas, tomos I, II y III. https://repositoriodigital.ohc.cu/s/repositoriodigital/item/3882

Ramiro Guerra Sánchez: Historia elemental de Cuba, Editorial Cultural, La Habana, 1943.

Arturo Sorhegui D´mares: “Las tres primeras Habanas: contraposición de intereses civiles y militares en la conformación de una imagen propia de la ciudad”, https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=1233853

Salvador Larrúa Guedes: “Sobre la fundación de la villa de San Cristóbal de La Habana en el Puerto de Carenas”,  http://www.opushabana.cu/pdf/san_cristobal_larrua.pdf

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