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Atrás queda la vasta región del Camagüey. Tras una estancia de algunas semanas, Hippolyte Piron sube a un bergantín español que, favorecido por su casco ligero y la buena brisa, llega pronto a hacer escala en Matanzas, siguiente destino de su viaje por la isla de Cuba.
Empinada y silente al borde de la ribera noroccidental, la ciudad del Castillo de San Severino, del afrancesado barrio de Versalles y de los valles rientes del San Juan y del Yumurí, ofrece al forastero una atmósfera apacible. “El terreno aquí no es tan llano como en Puerto Príncipe; desde nuestra borda divisamos colinas y valles que añaden al encanto y a lo pintoresco del paisaje”, anota.
Tan pronto desembarca, Piron se hospeda en el hotel del Comercio. Empieza a caer la tarde y, mientras espera la hora de la cena, no halla mejor inversión del tiempo que salir a conocer la villa. Como en Santiago y en Puerto Príncipe, se encuentra en la Plaza de Armas un parque cercado por una verja, plantado de árboles y flores, y cruzado por senderos de arena para los peatones. Esos paseos, describe, están provistos de bancos en los que se puede reposar gratuitamente, mientras se respira el aroma de las flores y se escucha la música de la banda militar que acude allí tres veces por semana para ofrecer retretas nocturnas.
Para esa fecha, la urbe se ha convertido en una de las principales plazas comerciales de la isla, gracias a la expansión del ferrocarril y al trasiego de mercancías desde su puerto hacia los Estados Unidos. Piron calcula que las exportaciones de azúcar, mieles, ron, café, tabaco y otros artículos rondan los 75 millones de francos. “Matanzas se encuentra situada justamente en la región más fértil de la isla, y sus habitantes saben sacar partido de tan considerable riqueza”, escribe.
Sobre el universo social, define a los matanceros como inquietos, industriosos, ingeniosos, buenos labradores y comerciantes, además de dotados para las artes y la literatura. Entre los nombres distinguidos cita a Emilio Teurbe Tolón, al poeta José Jacinto Milanés y al violinista José White, muy conocido en los conservatorios de París.
No hay avenida ni calzada en la que no registre la presencia de dos o tres casas suntuosas. Tal es el auge constructivo de una ciudad crisálida que extiende sus alas de modernidad hasta las Alturas de Simpson, el Pueblo Nuevo o el barrio francés de Versalles. Este último, abundante en quintas de recreo y de placentero ambiente, se le antoja a Piron “un lugar seductor, donde se respira un aire puro y donde uno desearía pasar la vida, en el bienestar y la soledad”. Además, comenta la existencia de las iglesias de San Carlos y San Juan; de dos teatros y del Liceo, donde se celebran conciertos y bailes; de varios colegios bastante bien dirigidos, en los que se ofrece una adecuada instrucción; y de dos hospitales, uno para militares y otro para mujeres.

Entre puentes
Traspasada por ríos, sabanas, cañones y cerros cubiertos de verde fronda, Matanzas está dotada de una naturaleza primorosa ante la que se rinde Piron. “No lejos del puente de Yumurí se halla un valle espléndido que ha recibido el mismo nombre; plantado de hermosos árboles que ofrecen una sombra acogedora, constituye un paseo delicioso. Se encuentra allí una gruta pintoresca donde corre y cae, en forma de cascada, un hilo de agua cristalina que es visitada con placer por los extranjeros. Mientras examinábamos las magnificencias que nos rodeaban, unos alegres muchachos se entretenían en hacer resonar los ruidos y singulares ecos del valle”.
Luego, “por amor del contraste” —dice—, se dirige a la colina de Simpson, desde la cual se domina visualmente toda la ciudad y “el puerto con los navíos, las embarcaciones de todo tipo que lo surcan en todos los sentidos, con los dos ríos que vienen a ofrecerle el tributo de sus aguas límpidas”. En dicha elevación se encuentra la Casa de Beneficencia, un hospicio para muchachas.

“Dos puentes, el de Bailén y el de San Juan, conducen a un barrio llamado Pueblo Nuevo, donde se encuentran las dos estaciones de ferrocarril hacia La Habana. El antiguo, por las vueltas que da, lleva siete horas para hacer el trayecto, mientras que el nuevo lo recorre en tres. Matanzas cuenta con otras dos líneas de ferrocarril que la unen con el interior y con Cárdenas, pequeña ciudad muy comercial que disfrutaba de gran importancia antes de la insurrección”.
En Pueblo Nuevo, reseña Piron, “se encuentra una vasta empresa azucarera y una inmensa refinería que pertenece a americanos. Es también notable allí la plaza de toros, lugar donde se celebran corridas y que muestra gran animación los días de fiesta”. Después de visitar Pueblo Nuevo, llega a la estación del nuevo ferrocarril para comprar su boleto a La Habana.
Pasaje a La Habana
A pesar de tratarse de la capital, Piron inicia su capítulo correspondiente a La Habana dejando claro que no ofrecerá una descripción ampulosa, “porque ya diversos viajeros han publicado relatos interesantes sobre ella […] solo tenemos la pretensión de hacer aquí un sencillo y fiel diseño de La Habana moderna, tal como es en la actualidad”.
Según su juicio, los mejores hoteles son el San Carlos, Santa Isabel, Europa, Inglaterra, Luz y El Telégrafo. “Pero ni siquiera en estos uno encuentra las comodidades que tiene derecho a exigir; la mesa y el servicio dejan mucho que desear”, se queja. Por esa razón tiene “la prudencia” de alojarse en una “casa amueblada” que le han recomendado por un precio módico y con la libertad de hacer sus comidas en los restaurantes citadinos. “Los cafés y los restaurantes, al menos, ofrecen una atención digna de todo elogio. En estos últimos uno puede hallar comidas sanas y agradables”.
Su hospedaje se encuentra en la parte llamada de extramuros: “Es la más rica, la más hermosa y la más animada de la ciudad. Sus calles son anchas y regulares, aunque solo algunas están adoquinadas; las casas son, por lo general, de dos o tres plantas, y las de mayor altura no pasan de cuatro. Construidas de mampostería, dejan mucho que desear desde el punto de vista arquitectónico, pero los colores vivos y variados de que están pintadas les dan un aspecto alegre”.
Por el contrario, advierte: “En la parte antigua las calles son estrechas, sinuosas, mal pavimentadas y a menudo llenas de fango, y las aceras, demasiado angostas. Se encuentran con frecuencia surcadas por las volantas, cuyas dos grandes ruedas salpican con abundancia a los paseantes, sin que estos puedan evitarlo”.
Las habaneras le parecen “dotadas por la naturaleza con las mayores perfecciones físicas” y poseen “un encanto propio al que dan sello original”. En cuanto a los hombres, los describe como más serios, llenos de ardor e imprevisión, y dados a concentrarse en debates políticos. “Si los habitantes de la capital son tal vez superiores a los de Santiago desde el punto de vista de la inteligencia, son inferiores a aquellos en cuanto a la bondad. No saben hacer el bien con tanta generosidad ni con esa sencillez tan extraordinaria”.
Entre las personalidades notables y hombres de gran talento menciona al sabio Felipe Poey, a Antonio Bachiller y Morales, Esteban Pichardo, Rafael María de Mendive, y a los poetas Zequeira, Luaces y Piña; al doctor Ramón Zambrana y a su esposa Luisa Pérez Montes de Oca, “la joven que lo hechizó con poemas apasionados”. Pero el “más célebre y estimado entre ellos” es don José de la Luz y Caballero, educador y filósofo. “Dotado de una inteligencia excepcional, tenía también sentimientos buenos y generosos. Al conocer todas las ventajas que ofrece la instrucción, deseó hacerla extensiva a toda la juventud habanera”.
Por paseos y alamedas
Los paseos públicos constituyen uno de los mayores atractivos de La Habana, afirma Piron. “Los principales son el Prado, Isabel Segunda, el Paseo de Tacón, Carlos Tercero y la Alameda de Paula, que hoy es menos frecuentada que los otros. […] Desde la Alameda se divisa todo el puerto, considerado con justeza como el mejor de América y capaz de albergar con facilidad más de mil navíos. La entrada, algo estrecha, está bien defendida; sus fortalezas son bastante considerables para hacer de ella una de las plazas más fuertes del mundo”.

Como en las ciudades anteriores, la Plaza de Armas está adornada por un jardín. “Pero aquí es más grande, mejor distribuido y más bello, y ofrece una cantidad mayor de flores a la admiración de los paseantes”. En el centro se alza una estatua de mármol blanco en honor de Su Majestad Fernando VII, justo frente al palacio del gobernador general, edificio de aspecto imponente que ha llegado al presente convertido en museo.
Entre los principales sitios reseña el Templete, la Catedral, construida en piedra y donde se atesoran las cenizas de Colón; la iglesia del Ángel, la Aduana, la Intendencia, la Universidad, el Observatorio de Belén, la librería La Minerva y la Casa de Beneficencia, donde se alberga a los niños expósitos que salen de allí a enfrentar los azares de la vida marcados, como un tatuaje de mala cofradía, por el apellido Valdés.
Durante las noches, acude con frecuencia a las actuaciones de la banda militar en la Plazoleta del Carmen o a las funciones del Teatro Tacón. Si bien la fachada de este le da la apariencia de una mansión común y corriente —“yo esperaba algo diferente”, confiesa—, tan pronto como ingresa en su interior cambia su impresión por completo. “La sala, una de las más bellas del mundo, no ofrece una decoración de gran lujo, pero dentro de su sencillez posee una elegancia y una comodidad que le dan un sello amable y particular. Tiene cinco filas de palcos desde los cuales se perciben todos los puntos de la sala, y las damas, ricamente vestidas y llenas de joyas, que los ocupan le dan un aspecto atractivo”.
La Habana que tiene ante sus ojos lo seduce por la multitud de residencias confortables y repartos en desarrollo como Puentes Grandes, El Carmelo y Marianao. “Por ejemplo, El Cerro, barrio opulento situado a un extremo de la ciudad, contiene gran número de villas que presentan un aspecto encantador. Nada resulta más coqueto ni más gracioso que esas mansiones aristocráticas, rodeadas de espléndidos jardines, mantenidas con un cuidado constante y meticuloso. Entre las más bellas deben citarse las del conde de Fernandina, de la condesa viuda de Santovenia y de la familia González de Larrinaga”.
La historia del tabaco
Como el tabaco representa por excelencia el rubro de la industria y el comercio de La Habana, Piron describe con minucioso detalle su proceso productivo y los principales puntos donde se concentra la actividad. “Los tabacos se fabrican con una pequeña cantidad de tripa y una envoltura de buenas hojas llamada capa. El torcedor es el verdadero artista del tabaco. Sentado ante su mesa baja, ligeramente inclinada hacia él, extiende la capa con cuidado y, valiéndose de una cuchilla de acero, corta las partes sobrantes”.
El cronista señala que la operación demanda habilidad y experiencia, pues existen reglas que deben observarse para distribuir las hojas según sus diferentes cualidades. “Tomando cierta cantidad de tripa, el torcedor la coloca en la extremidad de uno de esos fragmentos de capa y lo tuerce, es decir, lo enrolla en espiral y le da forma en la punta. Todo esto se realiza con una destreza admirable. Así, los buenos obreros de este género son apreciados y bien retribuidos”.

“Esos obreros, reunidos en vastos salones o sentados ante pequeñas mesas bajas, son en general negros, que muestran ser muy hábiles, inteligentes y alegres; son chistosos y hacen bromas dignas de los obreros parisienses. Poseen buen gusto musical y son músicos a su manera: mientras tuercen el tabaco, suelen silbar a coro las tonadas que han escuchado en los paseos o en los teatros. […] Están mezclados con los chinos, que han alienado su libertad por un espacio de tiempo limitado, de acuerdo con un contrato”.
El mejor tabaco, enfatiza, se cosecha en Vuelta Abajo, “nombre bastante extraño dado a una parte de la campiña de la isla. No obstante, existen otras localidades que producen también un tabaco estimado con justeza, por ejemplo Yara, Mayarí y Guisa”. Las principales tabaquerías de la capital son propiedad de los señores Cabañas, Romero, Silva, Felipe López, Senna, Rencurrel, García y Cabarga.
Después de una prolongada estancia en La Habana, hacia finales de 1862, el cubano-francés Hippolyte Piron decide regresar a Europa. Sacudido por la potencia del vapor del barco en marcha, inclinado sobre el barandal donde el aire salitroso le cristaliza el rostro, contempla en silencio la cosmopolita capital que se aleja. No hay despedidas sonoras en este viaje a la semilla: solo un adiós sin eco y el latido contenido de un viajero que se escapa a navegar con grandes historias ancladas en sus pupilas.