Fueron quedando pequeños grupos de gente, sentados en la hierba o acostados sobre una sábana en el piso de cemento, ya sin zapatos, con pomos de agua, cacharras, mochilas, amarrados a sus celulares unos, conversando otros; rodeados todos de la basura que dejó la multitud: bolsitas de nylon, cajitas de cartón, latas de refresco. La Plaza de la Revolución General Antonio Maceo a las 11 de la noche de este sábado lucía como esos pedazos de tierra donde se retiró el mar y quedaron al descubierto las conchas y los esqueletos de peces.
“Me duele la columna”, decía un muchacho que iba en retirada. Dos o tres esperaban carro en los bajos de la loma de Quintero, donde comienza el trayecto hacia el Cobre. Era la misma carretera que en la mañana había reunido a ambos lados a niños uniformados; hombres y mujeres de cualquier edad con banderas cubanas, brazaletes del 26 de Julio, carteles de Fidel en afiches o cuadros enmarcados acabados de bajar de la pared de una casa.
Alguien ha dicho que en los primeros años de la Revolución no hacían falta muchos análisis, para hacer un documental y captar la realidad solo bastaba poner una cámara en la calle y todo se explicaba por sí solo. El montaje era puro collage de imágenes de gente eufórica, trabajando, riendo, hablando al micrófono como en una tribuna. Algo así sucedió este sábado.
Entre esa multitud que esperaba el cortejo fúnebre podía sentirse la ansiedad, las ganas de gritar frente a una cámara; y el llanto luego, desaforado en algunos, sutil y contenido en otros, o sencillamente la emoción de finalmente ver a Fidel de cerca, aunque fuera en esa pequeña caja de cedro metida en una urna de cristal.
La convocatoria de este sábado se parecía a otras. Tal vez cuando vino el Papa Francisco, o Chávez. Había curiosidad durante las largas horas de espera para que se volviera realidad un hombre que algunos solo habíamos visto por fotos o en la televisión. Y al final de la jornada, después del dolor en las piernas, el hambre o la sed aparecía fugazmente.
Por la Plaza las cenizas pasaron dos veces, a la entrada a la ciudad y de regreso, por el otro costado de los machetes de Maceo, para reposar hasta el acto de las 7 de la noche. “La gente quiere que llegue rápido, pero que pase lento”, dijo alguien en Twitter. El vuelo de un helicóptero era la señal de que el cortejo ya estaba cerca; había que cerrar las sombrillas, afilar la mirada, enfocar, poner el dedo en el obturador, había que elegir entre hacer la foto o vivir el momento, y los bajitos, en puntillas, mirando entre las cabezas y las cámaras de la prensa extranjera. “Ya está cerca”. “¿Ya pasó?” A unos les tocó ver solo un filito del carro, separarse e imaginarlo todo.
“Yo voy pa´ la casa y vengo a las 7”, dijo una muchacha que quizás vivía cerca. Otros se fueron a los improvisados puestos de comida habilitados por el Estado.
A las 7 de la noche comenzó el acto, todo en hora en un país famoso por sus informalidades. Representantes de la Asociación Nacional de Agricultores Pequeños, la Unión de Jóvenes Comunistas y otras organizaciones de las que Fidel fue inspiración, hablaron al micrófono, hasta que llegó Raúl. Escueto, preciso, como de costumbre, anunció al mundo que no habrá, por petición expresa de su hermano, estatuas ni bustos con su figura, que no lo convertiremos en el nombre de una escuela, o de una institución, que años más tarde puede ser vaciado de contenido o pronunciado al descuido por el uso frecuente.
“Eso nos iba a recordar que Fidel está muerto, y no lo está. He llorado tanto…”, le dijo una madre a una hija por teléfono. Le colgó sin despedirse.
Muchos se quedaron esperando el entierro, el momento final, aceptando o sin comprender por qué debía ser una ceremonia íntima.
Hoy es el último día de duelo. La escena de la vigilia anoche, con la Plaza al desnudo, desnudos el escenario, los micrófonos aún montados, los tablones que instaló la policía para controlar el flujo de la gente ya movidos de lugar, en desorden. Todo aquello era el resumen de tantos días lúgubres en que una nube pesada y densa se había ido acumulando en el aire.
Mientras, muchos esperan el momento justo en que los noticieros den una información que no esté relacionada con la muerte de Fidel, que en los bares vuelvan a vender cerveza y que los niños puedan ver muñequitos en la televisión. Esa declaración implícita del fin del estado de contingencia.