Después de celebrado el segundo Consejo de Guerra, los ocho estudiantes de Medicina condenados a muerte fueron llevados a la Capilla de la cárcel, para que se confesaran y escribieran cartas de despedida a sus familiares, amigos y novias. En la película Inocencia, de Alejandro Gil, el capitán Ramón López de Ayala (interpretado por Jorge Luis López), jefe del pelotón de fusilamiento, les ofrece salvar sus vidas si juran lealtad a España. “Deberían aprovechar esos papeles que están en esa mesa para pedir perdón, confesarse incondicionales a España y a su Rey. Es su última oportunidad de salvar sus vidas dignamente. Muestren lealtad a la Corona y serán perdonados. España es benevolente con quienes la obedecen. Es su última posibilidad de ver salir el sol nuevamente”.
Esta escena, una de las licencias que se toman los realizadores del filme, no tiene ningún sentido ni es coherente con los hechos históricos. ¿Quién o quiénes hubieran hecho tal ofrecimiento?, ¿los miembros del segundo Consejo de Guerra, que había sido convocado con el propósito exclusivo de enviarlos al paredón, desconociendo lo dictado en el primer Consejo? ¿Qué sentido, entonces, había tenido nombrar un segundo Consejo de Guerra?, ¿volver a lo acordado en el primero? ¿Y la macabra rifa para llegar a ocho, por qué se hizo? En caso de que hubiese ocurrido este ofrecimiento, ¿cómo iban a proceder?, ¿los condenaban a prisión?, ¿los dejaban en libertad? Si los dejaban en libertad, ¿cómo pensaban sacarlos de la cárcel, que se encontraba sitiada, y listos los Voluntarios para linchar al primer estudiante que saliera?
En el guion no se tuvo en cuenta que ese ofrecimiento rompe la continuidad lógica e histórica de los sucesos de esos fatídicos días. Si se quería sugerir el compromiso político de los estudiantes condenados a muerte con la causa del independentismo, debía haberse hecho de otra manera. De hecho, se hizo, al presentar la actitud digna y en ocasiones, desafiante, de muchos de los estudiantes, al enfrentarse con valentía a las acusaciones que se les hacían, y a la propia muerte. Pero al introducir esta escena en el filme, se crea confusión sobre lo que realmente ocurrió.
Fermín Valdés Domínguez no habla de esto en su libro El 27 de noviembre de 1871. Nada mencionan los jóvenes en sus cartas, tampoco LeRoy Gálvez en sus notas. Ni siquiera el propio López de Ayala, en una carta incluida en el texto, que publicó el periódico La Iberia, de Madrid, el 26 de octubre de 1872. Tampoco refiere Valdés Domínguez que los jóvenes se manifestaran abiertamente contra España, dando gritos de “¡Viva Cuba libre!”, como aparece en el filme. Esto hubiera sido una provocación innecesaria y peligrosa, que podría proporcionar la excusa ideal a los Voluntarios y a las turbas, como las llama varias veces Valdés Domínguez, para fusilarlos a todos.
Valdés Domínguez incluye diez cartas de despedida que le entregaron los familiares de seis de los condenados. Reproduzco algunas:
“Mamá, papá, Luis, Victoria, familia, Donata, mis hermanos: adiós. Muero inocente. Me he confesado.
Angelito”.
“Mis queridos padres y hermanos: hoy, que es el último momento de mi vida, me
despido de ustedes, y que se consuelen pronto. Les recomiendo en particular a mi
Lola y que ella guarde mi sortija y que la leontina que tiene mi hermano la entregue
a Lola. Sin más, échenme la bendición y no olviden mi recomendación.
Anacleto Bermúdez y Piñera
Habana y noviembre de 1871
Lola: acuérdate de mí, tu Anacleto”.
“Mi queridísima mamá, mi padre y hermanas y ahijada; te dirijo esta para decirte que
me excuses de todo lo malo que te he hecho, lo mismo le dirás a mi padre y
hermanas […] En el escaparate que sirve para la ropa de mesa está un dije negro de
oro, el cual regálaselo a mi hermana Cecilia. La sortija tuya quiero que vuelva a tu
poder como un último recuerdo […] Os quiere entrañablemente y envía su último
adiós, tu hijo que te verá en la gloria.
Alonso Cerra”.
“Un pañuelo que tiene (Fermín Valdés) Domínguez cógetelo en prueba de amistad y dale este que te incluyo. Mira si mi cadáver puede ser recogido.
Eladio González”.
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Uno de los sucesos menos conocidos alrededor del fusilamiento de los ocho estudiantes de Medicina es el intento de rescate por parte de un grupo de abakuás. Existe muy poca información y se desconocen los nombres de esos heroicos jóvenes que trataron de liberar a los estudiantes, en una acción generosa y osada, sin ninguna posibilidad de éxito, en medio de una ciudad paralizada por el terror. En ese instante, ese día, no hubo diferencia entre blancos y negros. Fueron sencillamente jóvenes cubanos unidos por lazos muy profundos, de amor y solidaridad, que estuvieron por encima de la política, las diferencias de clase y el miedo a la muerte.
Valdés Domínguez no menciona el nombre de la secta, pero sí recoge en su libro el incidente. En el periódico La Quincena, que se publicaba en La Habana los días de salida del correo para España, el 30 de noviembre, se narra lo ocurrido bajo el título de “Sucesos graves”. En un párrafo se comenta: “Un incidente tuvo lugar a las once de la mañana del lunes. Apostados detrás de los fosos que se extienden frente a la plaza de la cárcel, un mulato y dos negros dispararon sus revólveres contra los voluntarios, hiriendo a un alférez de artillería pero, perseguidos en el acto, fueron muertos al intentar la fuga”.
El investigador e historiador Gonzalo de Quesada comenta en Martí, hombre: “¡Y los Voluntarios no contentos con aquella infamia, añaden lo de cinco muertos de la raza de color ‘recogidos en diferentes lugares de este barrio ―reza el informe del celador de La Punta― los cuales estaban todos heridos de disparos de fuego y bayoneta’, sin que se pueda, como suele suceder siempre en los casos de asesinato oficial, ‘averiguar quiénes eran los muertos ni los causantes de ellos’!”.
Los estudiantes fueron fusilados de dos en dos, de rodillas, los ojos vendados, de cara al paredón. Valdés Domínguez relata así esos últimos minutos: “Todo estaba preparado y, para completar la crueldad del acto, nosotros, desde nuestra galera, habíamos de verlos salir maniatados al suplicio […] Habían estado media hora en Capilla. Los ocho adolescentes pasaron el rastrillo de la Cárcel y nos dijeron adiós por última vez […] Alonso Álvarez de la Campa, el mártir de dieciséis años, era el primero. A nuestros ojos pasaron con la sonrisa de la inocencia en el semblante, y entre sus manos esposadas, la cruz inmortalizada por el héroe del Gólgota, pasaron por última vez. El tambor calló; siguió un momento de silencio terrible y mortal, sonó al fin una descarga de fusilería, se repitió tres veces la descarga”.
El jefe del pelotón de fusilamiento, capitán Ramón López de Ayala, testimonia: “Excepto dos, los demás entraron en el cuadro con bastante serenidad”.
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Los 35 estudiantes que quedaron con vida fueron condenados a reclusión carcelaria: 11, a seis años; 20 a cuatro; cuatro a seis meses. Y se les incautaron todos sus bienes. El Consejo firmó la sentencia a la 1 p.m. del lunes 27 de noviembre. Las cifras de las condenas fueron, como todo en ese proceso, arbitrarias. Según Valdés Domínguez, se tuvieron en cuenta las edades para fijar los años de cárcel: los de mayor edad cumplirían más años de prisión.
No me detendré en narrar las espantosas condiciones de aquel injusto encarcelamiento ni los trabajos forzados en las canteras de San Lázaro. Los jóvenes, mezclados con asesinos y criminales, rapados y con cadenas en los pies, fueron sometidos a castigos inhumanos y humillaciones de todo tipo. Afortunadamente, ese suplicio duró solo 50 días.
Valdés Domínguez no puede precisar qué fue lo que motivó la mejoría de su situación, pero piensa que fueron “órdenes superiores, y que estas fueron dictadas gracias a las constantes súplicas de nuestros padres; al clamor, que hasta nosotros llegaba, de toda la prensa extranjera, y a las protestas de los periódicos insulares”.
Enviaron un grupo a la Quinta de los Molinos, que era la residencia de verano de los capitanes generales, a cortar el césped y barrer las alamedas. Otros fueron enviados al “Departamental”, a los talleres de cigarrería, zapatería, sastrería y tabaquería. Pero seguían injustamente presos. El 30 de abril de 1872, uno de los estudiantes que cumplía en la Quinta de los Molinos logró fugarse, lo que implicaba la posibilidad de volver a las canteras.
Mientras tanto, la repulsa internacional presionaba sobre la Corona. La prensa inglesa había calificado los sucesos del 27 de noviembre como los “bárbaros asesinatos de La Habana”. La propia prensa española calificó los hechos de “brutales”, “deplorables” y de “dura, excesiva y cruel la pena de muerte”.
Finalmente, llega el indulto a La Habana, el 10 de mayo de 1872. Si bien no era lo que realmente se pedía y nunca se obtuvo (la libertad incondicional y el reconocimiento de la injusticia cometida), al menos los salvaba de la cruel prisión.
Pero los Voluntarios y la muchedumbre enardecida que los acompañaron siempre, las turbas, no se habían calmado. La guerra continuaba y la situación militar seguía tensa en la manigua. Sin embargo, esta vez, las autoridades españolas hicieron lo imposible para proteger la integridad física de los estudiantes y hacer cumplir la ley.
Así lo cuenta Valdés Domínguez: “El día 11 de mayo de 1872 recibió el Comandante del Presidio la orden de ponernos en libertad. Como a las seis y media de la tarde se nos formó en el patio del Departamental y a algunos se nos quitó, en el yunque, la cadena de tres ramales. Tratábase de ponernos en libertad aquella misma tarde; pero pronto, distintos grupos que se formaron en el Prado, y frente al Presidio, indicaron a los jefes de este que era imposible hacerlo. De esos grupos partió la amenaza de arrastrar al primero de nosotros que saliera, y el Ayudante Dr. Anglada, tuvo que contestar severamente a los insultos de que fue objeto porque quiso defendernos. Estos hechos obligaron al Comandante a oficiar al Gobernador Superior Político, para que se dignara ordenarle la forma en que deberá proceder a ponerlos en libertad (frases textuales). El General Ceballos no pensó como Crespo, no creyó, sin duda, justa la indignación de las turbas que se oponían a nuestra libertad, y aquella misma tarde nos volvieron a poner los grilletes, a los que ya nos los habían quitado y nos reunieron en una galera, sin decirnos cuál era la determinación que se iba a tomar para dar cumplimiento a las órdenes superiores”.
Se determinó sacar a los estudiantes de madrugada, vestidos con sus trajes de presidiarios y grilletes puestos, mezclados con más de 100 reos, en formación de cuatro en cuatro, camino a las canteras, hasta el pequeño muelle de La Punta. Allí aguardaban dos lanchas. En la mayor montaron a los reclusos (que regresaron a tierra y a las canteras) y en la menor a los estudiantes, que fueron conducidos a la fragata de guerra, el buque-correo “Zaragoza”. Fue en la cubierta que se les comunicó que estaban en libertad. Valdés Domínguez cuenta: “Inmediatamente se nos quitaron los grillos, y antes de dos horas todos vestíamos nuestros antiguos trajes y estrechábamos en nuestros brazos a nuestras familias y amigos […] Ese día, memorable para todos, nos ofrecieron los marinos un fraternal almuerzo. Aquel banquete fue la primera protesta de los hombres dignos a la que asistimos”.
Un policía les comunicó, por orden del Capitán General Ceballos, que podían embarcarse a bordo de cualquier buque que se dirigiese a puerto español, o esperar el correo del 30 de mayo. Como dice Valdés Domínguez, no los deportaba el Gobierno, los deportaban las turbas, una muchedumbre enceguecida por el resentimiento, manipulada y dirigida por los Voluntarios. Fue de esa dramática manera que la España digna quiso y pudo restañar, al menos un poco, la terrible tragedia que en su nombre se había cometido.
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Fermín Valdés Domínguez trabajó incansablemente para probar la inocencia de todos los estudiantes, y la injusticia cometida. Llegó a España en junio de 1872 e inmediatamente publicó dos folletos en los que la demuestra, sin lugar a dudas.
Al terminar sus estudios de Medicina, regresó a Cuba en 1876, para ejercer su profesión. Era su gran deseo recuperar los restos de sus amigos y construir un monumento en su memoria, para que el crimen jamás fuera olvidado.
Fernando Castañón (un joven de unos veinticinco años, como se lee en la noticia que reproduce Valdés Domínguez, aparecida en el periódico La Lucha del 19 de enero de 1887), hijo del periodista Gonzalo Castañón, había viajado a La Habana a exhumar los restos de su padre para llevárselos a su ciudad natal. Valdés Domínguez aprovechó su presencia para pedirle que confirmara que la tumba de su padre nunca había sido profanada. “Señor Castañón: No en nombre de los que como yo sobrevivimos a los sucesos del 27 de noviembre de 1871, sino en memoria de mis compañeros muertos, vengo a suplicarle que tenga la bondad de darme una carta en donde conste que ha encontrado Ud. sano el cristal y sana la lápida que cubre el nicho de su señor padre, desmintiendo este hecho el estigma de profanadores que llevó a la muerte a niños inocentes”.
La exhumación se llevó a cabo el 14 de enero de 1887. Luego de comprobar que la tumba estaba intacta, el joven Castañón le firma la carta a Valdés Domínguez y, en un gesto de gran delicadeza, lo recibe en su casa. Ya Valdés Domínguez tenía la prueba que necesitaba y que echaba por tierra todas las mentiras fabricadas. Si el hijo de Gonzalo Castañón, el hijo del “ofendido”, había podido comprobar que la tumba de su padre no había sido violentada, quién podría dudarlo nunca más.
Después de hablar con los familiares de los fusilados y con algunos de sus compañeros de prisión, se fija la fecha de la exhumación de los ocho estudiantes. En el “Acta de Hechos‟ se registró que habían sido enterrados en un terreno cercado con maderas, “contiguo, por el lado derecho, al Cementerio Cristóbal Colón”, conocido por ser “no católico”.
El 8 de marzo de 1887 se congregaron testigos, entre ellos, médicos forenses, familiares y amigos de los fusilados en el lugar que había indicado el celador del cementerio, Claudio Suárez, como aquel donde se habían enterrado los cuerpos de los fusilados. Abrieron un metro diez centímetros y se encontraron seis cuerpos que no eran de los estudiantes. Se excavaron ocho fosas cercanas y tampoco estaban allí. Se continuó al día siguiente, se encontraron otros restos y, finalmente, a una profundidad de dos metros y cincuenta centímetros, “se encontraron bajo una gruesa capa de tierra, y en el fondo de la fosa, como había indicado Suárez, cuatro esqueletos colocados de Norte a Sur, e inmediatamente sobre ellos otros cuatro de Sur a Norte, y procedieron todos los señores facultativos a su reconocimiento”.
A partir de ese momento, se convocó una colecta popular para recaudar fondos, con la idea de construir un mausoleo donde depositar los restos de los ocho estudiantes. Valdés Domínguez fue nombrado presidente de esa comisión. Destinó íntegramente los derechos de autor de su libro para ese fin.
En el Cementerio de Colón existen dos monumentos dedicados a conmemorar los sangrientos acontecimientos de noviembre de 1871. El primero está ubicado en la zona noreste, a pocas cuadras de la entrada principal. Es un obelisco de diez metros de altura, con un ángel que protege la entrada. Allí descansan los restos de los jóvenes inmolados. Junto a ellos, años más tarde, se colocaron los restos de Valdés Domínguez (el 7 de julio de 1910), Federico Capdevila (27 de noviembre de 1904) y el abnegado profesor Dr. Domingo Fernández Cubas (el 27 de noviembre de 1908).
El otro, también en la zona noreste, está, al entrar, a la izquierda, hacia arriba. Consiste en un fragmento de pared o muro que marca el límite del cementerio en 1871. El fragmento de muro tiene ocho orlas negras con los nombres de los fusilados. En el centro, un ángel y una cruz; al pie de la cruz, una fecha: 1871. Detrás de la cruz, un muro con una inscripción casi ilegible por el paso del tiempo, que dice: “En este lugar extramuros del cementerio estuvieron sepultados anónimamente los ocho estudiantes de Medicina fusilados el 27 de noviembre de 1871 y aquí permanecieron hasta el 9 de marzo de 1887 en que los exhumó su compañero y reivindicador de su memoria Fermín Valdés Domínguez”.
Nota:
Este texto es una versión de un trabajo de mayor extensión que, bajo el título de «Ensueños de la patria», publicó la revista Espacio Laical (Año 15 Nro.3, 2019). También puede consultarse en su versión digital. «Ensueños de la patria» trata sobre la película Inocencia y los tristes acontecimientos ahí narrados, ocurridos en nuestro país en noviembre de 1871 y posteriores a esa fecha. Con motivo de conmemorarse un aniversario más de la muerte Fermín Valdés Domínguez, OnCuba ha querido resaltar su afán por demostrar la terrible injusticia cometida contra los ocho estudiantes de Medicina.