Quizás José María Heredia nunca tenga una tumba. Al menos no una sobre la que se pueda dejar flores de melancolía, reverenciar una lágrima o leer como epitafio sus versos de fe: Siempre vence quien sabe morir. La razón para ello es que nadie sabe dónde están los restos del poeta. Es uno más en la lista de héroes perdidos de la historia de Cuba desde Hatuey: Perucho Figueredo, Ignacio Agramonte, Pablo de la Torriente Brau, Camilo Cienfuegos, Jesús Suárez Gayol… El mundo entero también tiene un cúmulo de enigmas sombríos sin resolver: Cleopatra, Gengis Khan, Alejandro Magno, Cervantes, Lorca… Por cielo y tierra los han perseguido en los dominios infinitos de la leyenda. Pero los de Heredia son los huesos que nadie busca ya.
En México, los restos del “ángel caído” acabaron embutidos en el meridiano de la nada. Quién lo diría. Tenía apenas 35 años cuando falleció, pobre y desahuciado por la tuberculosis, en el distrito capital, qué lejos, ¡ay!, de sus palmas. Fue la suya una vida de novela —encumbrada por Padura—, de tormentos poéticos, desarraigos dramáticos y un halo de infortunio que parecía llevar como grillete incorpóreo.
Hijo del matrimonio de don José Francisco Heredia y doña María Merced Heredia, emigrados de Santo Domingo, nació el último día del año 1803, en la habitación principal de la casona número 6 en la Calle de la Catedral, a dos cuadras de la Basílica Metropolitana de Santiago de Cuba. Trece días después, el párroco don Tomás de Porte le puso óleo y crisma y registró con el número 3 en el folio 1 del Libro de Bautismos de Blancos el nombre de José María. A los tres años, el padre fue nombrado Asesor de la Intendencia de la Florida Occidental, por lo que, siendo pequeño, abandonó la ciudad en un dilatado viaje —por Santo Domingo, Caracas, La Habana, Matanzas, New York y México— para jamás volver a Santiago.
Joven virtuoso, en su corta existencia pudo desarrollar “con más o menos fortuna” —en sus propias palabras— múltiples facetas. Fue un hombre de esmerada educación, abogado, catedrático, militar, crítico literario, traductor, periodista, diplomático, diputado e historiador. “El torbellino revolucionario me ha hecho recorrer en poco tiempo una vasta carrera”, sintetizó en el prólogo a la segunda edición de sus Poesías Completas que publicó en Toluca en 1832.
Durante los casi 15 años que estuvo radicado en México dirigió con notables aportes el Instituto Científico y Literario de ese país. Junto a los italianos Claudio Linati y Fiorenzo Galli fundó la primera revista literaria El Iris, que inauguró la litografía con semblantes de los caudillos de la revolución. También ejerció de magistrado, fue juez, legislador, político; y llegó a codearse con figuras como Guadalupe Victoria, Lorenzo de Zavala, Andrés Quintana Roo y Santa Anna.
Sin embargo, su nombre ha trascendido más por sus cualidades de patriota y poeta. Integró la vanguardia intelectual e ideológica de su época que transpiraba la ilusión y la ira, así como los afanes enardecidos y sublimes de romper el yugo colonial. Eso lo llevó a la malograda conspiración separatista de los Soles y Rayos de Bolívar.
Mientras En el Teocalli de Cholula (1820), La estrella de Cuba (1823), Oda al Niágara (1824) y el Himno del Desterrado (1825) —por solo citar sus más conocidas creaciones— aflora un estilo inédito hasta entonces; cuánto hay de sublime en la naturaleza, de profundo en los sentimientos, de magnánimo en el ser humano. Por eso fue considerado en su momento el máximo exponente lírico de la nacionalidad cubana y precursor del romanticismo hispanoamericano. Muchos de sus contemporáneos y de sucesivas generaciones reconocerían la influencia de los textos heredianos.
El eterno peregrino
Errante y proscrito, hacia septiembre de 1825 arribó por segunda y definitiva ocasión —había estado antes en 1819— a tierra azteca, donde, a decir de Martí, todo peregrino halló refugio. Pero su espíritu acabó consumiéndose en una espiral de desmejoramientos físicos y emocionales; somatización de la tormenta de padecimientos, austeridad, añoranzas por volver a su patria e incomprensiones de sus allegados desde la carta a Tacón. Sería el propio Apóstol, con su raigal genio interpretativo, el encargado de barrer la injuria con el discurso de Hardman Hall: “había tenido valor para todo, menos para morir sin volver a ver a su madre y a sus palmas”. Heredia sufrió la enfermedad del exilio. Pena que ha pesado sobre el pueblo cubano durante siglos.
Le obsesionaba el tema de su muerte. Ese escalofrío corre por las venas de su obra como vuela sin rumbo ni sentido claro un rumor en brisa de otoño. En su poesía y en su menos conocido epistolario está encerrado el Heredia nocturno, misterioso, luctuoso, abismal.
Así lo refleja una carta a su amiga Pepilla Arango, del 31 de noviembre de 1826, en la cual, rememorando el instante amargo de su fuga clandestina de Matanzas, confiesa: “Alejábame en silencio de aquella tierra adorada y funesta, y sentado en la proa de la débil embarcación, no podía discernir mis sentimientos […] Me sentía movido a la vez de ternura y de furor; mis ojos estaban secos al llanto, mi cabeza era un volcán abrasado, y el infierno y la muerte estaban en mi corazón. Más de una vez me sentí tentado de arrojarme al mar, y acabar con mi vida, y creo que solo me contuvo la idea de morir sin venganza. Proyectos de sangre y ruina se presentaban en mi mente, y solo en ellos hallaba un alivio espantoso”.
Para finales de noviembre de 1838 la tuberculosis —enfermedad que adquirió en los gélidos días del destierro en Estados Unidos— había minado con tal crueldad sus pulmones que la tos lo afectaba hasta la obstinación. Los médicos le recomendaron pasar el invierno en un ambiente más cálido. Sin embargo, impedimentos personales le obligaron a posponer el viaje hasta quedar maniatado por la recaída. Era tal su quebranto el 2 de mayo de 1839 que no podía sostener el puño para escribir, entonces tuvo que dictar a su fiel esposa, Jacoba Yañez, una epístola a su madre, residente en la ciudad de Matanzas:
“Los médicos, después de haberme molido por todos los medios imaginables, me mandan ahora que haga un viaje de mar y pienso emprenderlo para esa [Matanzas] en cuanto logre allanar las dificultades que se presentan para salir de esta tierra de promisión. […] Les advierto, para que no se espanten, que no van a ver a mí, sino a mi sombra”. Y tras ofrecerle un sentido: “Adiós, adorada mamá”, esbozaba una inquietante postdata: “Mil abrazos a mis queridísimas hermanas. Porque sé que le será de mucho consuelo si no volvemos a vernos, diré a su merced que me he preparado a lo que el Señor disponga con una confesión general, y que he de vivir y morir en el seno de la Iglesia”.
Fueron sus últimas líneas. La despedida. Todo en Heredia parece un anuncio premonitorio del ocaso o la desgracia. Tras cinco días de agonía, a las seis de la mañana del 7 de mayo, expiró en un cuarto interior de la casa número 15 en la Calle de los Hospicios (hoy República de Guatemala no.100, donde una placa revela el sitio a la memoria pública), en México, distrito capital. Después de unas pobres exequias en la Iglesia del Santuario de Nuestra Señora de los Ángeles fue inhumado esa misma tarde en un panteón aledaño, según consta en el acta de defunción asentada en el Libro de Feligreses del Sagrario. La nota señala que no recibió los santos sacramentos.
Versiones como humo
Esto es un trabajo de arqueología documental. Y si bien no conduce a un deseado hallazgo de los restos, resulta útil para llamar la atención sobre este nicho vacío de nuestra historia. Las referencias documentales y teorías sobre el probable destino de los restos de Heredia son marcadamente confusas, contradictorias y dispersas.
Lo cierto es que los propios familiares y amigos del finado, además de algunos historiadores y admiradores, quisieron indistintamente reconstruir la ruta funeraria con el supremo objetivo de salvar los restos y trasladarlos a Cuba. No pudieron conseguirlo del todo, pues de las pesquisas resultó un considerable número de versiones que difieren en esencias y autenticidad. Desde entonces a fechas más contemporáneas se ha levantado una columna de versiones. Como consecuencia, esto ha dificultado a los investigadores establecer la exactitud de los hechos y despejar el misterio.
Existen pruebas testimoniales de que hacia 1844, al clausurarse el cementerio del santuario, Heredia fue reubicado en Santa Paula, Ciudad de México, en un panteón erigido “a mano derecha de la entrada que mira al Poniente”. En un ampuloso artículo que vio la luz en portada de la revista ilustrada Cuba y América del 15 de noviembre de 1903, bajo el título “Los restos de José María Heredia”, José Augusto Escoto, director de la Biblioteca Pública yumurina, describió con lujo de detalles:
“No era aquel monumento de descanso eterno, ni un nicho, ni una bóveda, sino un pedestal de piedra pintada de color obscuro, de un metro de altura o poco más; en la parte superior se colocaba un cajón de metal de bastante capacidad para contener los restos: para cubrir la caja y que le sirviera a la vez de adorno, tenía una urna en forma de farol, hecha con vidrios negros para que no se viese la caja interior y como color más propio al caso en los vidrios se ponían las inscripciones con letras doradas. Guardaba alguna semejanza con los fanales que para el mismo objeto se usaron en otras edades, modificando lo más sencillo posible para su costo. El que compró la familia Heredia, no obstante, después de terminado, con los derechos, le subió aquel a quinientos pesos. La vidriera que cubría los restos del poeta tenía en sus cuatro costados la siguiente inscripción, que la familia conserva copiada entre sus papeles, firmada por los señores Pomposo Fernández de San Salvador y Juan Oraz y Guzmán, dice así: El Licenciado Don José María Heredia falleció el día 7 de mayo de 1839, de edad de 35 años. Varios de sus amigos y compañeros dedican a su grata memoria el siguiente epitafio: Su cuerpo envuelve del sepulcro el velo/ Pero le hacen la ciencia, la poesía/ Y la pura virtud que en su alma ardía/ Inmortal en la tierra y en el cielo. Es la misma inscripción que compuso D. José María Lacunza y se grabó en la lápida que cubría el primer lugar de descanso de los restos de Heredia en el panteón del Santuario de Nuestra Señora de los Ángeles, con la diferencia de que no pudiendo colocarse la lápida en el nuevo monumento de Santa Paula, se puso en letras doradas en la vidriera que cubría la caja de los restos, como dejamos dicho era costumbre hacerlo”.
Aquel propio año 1844, en vísperas de viajar a la isla para radicarse en Matanzas, la viuda Jacoba Yáñez y sus hijos dedicaron oraciones y flores por última vez ante esa sepultura. Ella tranquilizó a la madre del poeta, asegurándole que había adquirido a perpetuidad el terreno. Pero Jacoba venía moribunda y murió pronto. Entonces su suegra comenzó a realizar ingentes esfuerzos por traer los despojos mortales de Heredia a su lado. Vanos intentos.
El literato y academicista francés Jean Jacques Ampere fue de los primeros en sembrar noticias turbias al respecto. En su libro Paseo por América, de marzo de 1852, contaba que, hablando con un amigo del poeta, el doctor Carpio, este le comentó que “habiendo ido a visitar la tumba de Heredia, no le había sido posible encontrarla. Le aseguraron que al cabo de cinco años vendieron otra vez el terreno donde estuvieron aquellos restos”; así aparece citado en Vida de José María Heredia en México 1825-1839, obra de Manuel García Garófalo-Mesa con abundante información biográfica. Lo cierto es que según acreditó Juan N. Navarro: “Recuerdo que el cadáver se conservaba allí en el año de 1847 por la circunstancia de haber sido sepultado muy cerca de él uno de mis íntimos amigos”.
Tras el fallecimiento de la señora Merced Heredia y Campuzano, la señora Loreto Heredia de Lamadrid, su nieta e hija de Heredia, asumió la bandera familiar de descubrir el paradero de la urna cineraria. De golpe recibió informes de que en 1881 el cementerio de Santa Paula había sido clausurado “en razón de conveniencia pública”, y que los restos de su padre tampoco habían podido salvarse, pues sin nadie que los reclamara y confundidos con extraños acabaron lanzados al osario común de la necrópolis de Tepeyac. Así se perdió la pista del segundo y al parecer penúltimo sitio de enterramiento del cubano. Ante la gravedad de la noticia, en 1882 José de Jesús Heredia y Yáñez volvió a México para verificar personalmente la búsqueda de su progenitor, pero sus gestiones fueron igual de estériles.
Con motivo de celebrarse en diciembre de 1903 el centenario natal del bardo, en Cuba se desbordaron las iniciativas e investigaciones en torno al mito y, especialmente, se emprendió una carrera contrarreloj por desentrañar su desaparición. En medio de aquel frenesí colectivo por los festejos surgió la versión aún más inaudita de Nicolás Valverde. Desde una columna en el rotativo La República, de Santiago de Cuba, este juraba haber estado ante el sepulcro de Heredia en Toluca y que a nombre del Círculo Santiaguero pretendía traer los restos a la urbe natal del poeta.
¿Acaso Heredia podía estar muerto y enterrado en dos puntos distantes al mismo tiempo? ¿De lo contrario, quién pudo realizar y bajo qué interés el susodicho traslado desde la capital mexicana hasta Toluca sin consentimiento de la familia? ¿Habrá esa persona confundido la tumba con la de otro Heredia, apellido no escaso por aquellos lares? A todas luces, Valverde —quien habla incluso de una cremación inverosímil—, sin evidencia sólida de lo que ostenta, desencadenó un desconcierto mayúsculo sobre la última morada del egregio coterráneo. O quería vender periódico.
Sin noticias de Heredia
Con su riguroso espíritu de biógrafo y periodista, Vidal Morales fue uno de los que condensó mejor esta historia en Los restos del gran Heredia, texto publicado en el periódico habanero El Mundo, el 31 de octubre de 1903. Quizás lo más relevante fue que, para apuntalar sus conocimientos sobre el espinoso tema, Morales acudió al patricio y poeta santiaguero Pedro Santacilia, por demás yerno de Benito Juárez. También sostuvo un intenso intercambio epistolar con el general Carlos García Vélez, a la sazón Ministro Plenipotenciario de Cuba en México, y con el doctor Francisco de Paula Coronado, luego director de la Biblioteca Nacional José Martí.
En la primera epístola del 6 de noviembre, Santacilia le advertía: “Hablemos de Heredia. Parece que de propósito e intencionalmente, todo el que habla del poeta se complace en mentir acumulando datos falsos e inventando simplezas, para explicar cada uno a su manera cómo murió y dónde enterraron los restos de aquel desgraciado”.
En otra comunicación del día 10 negaba la posibilidad de que se hubiera remitido a Tepeyac, a leguas en la villa de Guadalupe. Tampoco al de San Diego: “Hace muchos años que aquí una persona respetable me aseguró que Heredia estaba enterrado en el panteón de San Diego, y Zenea y yo estuvimos toda una mañana registrando uno por uno los nichos mortuorios de aquel ruinoso panteón”. Pero luego de varias cartas cruzadas, el viejo y enfermo Santacilia, agotado de seguir el rastro laberíntico y sintiendo colmada su paciencia por las tenaces consultas de Morales, perdió la flema y sugirió poner punto final al esmero febril: “Lo dicho, amigo mío, basta con el artículo de Ud. y dejemos tranquilo al muerto”.
Otro que no disimuló el insulto al leer las osadas declaraciones de Nicolás Valverde sobre la supuesta coordenada de Heredia en Toluca fue su nieto Roberto, radicado en Santiago de Cuba, donde en octubre de 1903 remitió al diario El Cubano Libre un mensaje para aclarar “la verdad de las cosas”. Luego de resaltar que en más de una ocasión su padre, José de Jesús, intentó rescatar allá los restos sin éxito, Roberto se declaraba resignado a aceptar que estaban extraviados para siempre. “Mi familia, pues, interesada como nadie en asunto como este, no ha podido encontrar ni vestigios de aquella tumba, y es de creer que los sagrados restos de nuestro bardo fueron a confundirse en algún osario”. Y añadía un pensamiento concluyente: “Las cenizas del pobre proscripto no podrán, pues, reposar definitivamente en el seno amoroso de la tierra cubana”.
Veinte años después, exactamente en diciembre de 1926, el Diario de la Marina reavivaba el debate con “¿Se han perdido para siempre los restos de Heredia?”, interrogante que daba título a una extensa serie de artículos en los cuales el autor, Arturo G. Quijano, volvía a tirar del hilo repasando cartas, alegatos y referencias hemerográficas en aras de dilucidar la incógnita.
Como para no poner fin al culebrón, en febrero de 1927 la famosa revista Carteles divulgó en su sección “Actualidades” que los restos habían sido localizados y que la Asociación de Periodistas de Güines cumplía los trámites correspondientes para su repatriación.
Obviamente, la Historia de Cuba ha sido preñada de elaboraciones fantasiosas y exageraciones de diverso género que, sin la contrastación adecuada ni respeto a la realidad histórica, han buscado retorcer hechos, inculcar relatos inexactos, abriendo lagunas y tergiversando a conveniencia los acontecimientos.
También por esas oscuras aguas ha navegado el gemido blanco del poeta Heredia, aquel de existencia azarosa y romántica que convirtió la tierra cubana en poesía y sueño de libertad inacabado. Nadie mejor que Martí supo ponderar su grandeza: “Sólo él ha puesto en sus versos la sublimidad, pompa y fuego de su naturaleza. Él es volcánico como sus entrañas y sereno como sus alturas”.
Todo indica que, colofón de un implacable destino, los restos de Heredia terminaron en una fosa de esqueletos tirados sin orden. Sin la certeza del paradero de sus huesos, el desaparecido cobra forma espectral; pues hay algo definitivamente perdido y a la vez presente que nos acompaña. Quizás jamás tenga una tumba —¿y por qué no un cenotafio?—, mas nos queda su huella etérea. Heredia pensó tantas veces en volver que al final no volvería. Algunos románticos dirán que no se fue nunca, que sigue vivo, como la eternidad de un poema.
Fuentes consultadas:
Epistolario de José María Heredia, compilación de Ángel Augier
Vida de José María Heredia en México 1825-1839, por Manuel García Garófalo-Mesa
Los restos de José María Heredia, por Alejandro González, doctor en Letras e investigador de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).