Horas antes de que dejara de existir Fidel Castro, Paco Ignacio Taibo II cumplió finalmente el deseo de presentar en La Habana su biografía del Che Guevara. Fue este un deseo largamente postergado. Veinte años debieron transcurrir desde la edición inicial del libro a pesar de que, como el propio escritor confesó en la presentación en Casa de las Américas, desde un inicio había dejado clara su disposición de donar sus derechos a Cuba.
Paco Ignacio prefirió no ahondar ahora en las razones de la tardanza, aunque seguramente tiene sus ideas. “No se escupe al árbitro cuando se ha ganado el partido por goleada”, dijo en un tono en lo absoluto revanchista. Se veía, la verdad, feliz, alejado de cualquier mezquindad. Pero aun así, iconoclasta como es, le debe haber fastidiado un mundo la posibilidad de que la obra nunca se publicase en la Isla. Y, más todavía, las razones de esa posibilidad.
Taibo II, famosos por sus novelas policiacas y sus libros sobre temas históricos, se sabe un biógrafo incómodo. Al menos, desde la óptica de la historiografía académica y de lo que él jocosamente llama el marxismo neandertal. Sabe que romper la planimetría a la que suele condenarse a las grandes figuras es un pecado mortal para la ortodoxia y que en Cuba cuesta mucho poner a los héroes con los pies en la tierra en lugar de dejarlos sobre un pedestal. A él, sin embargo, parece no importarle.
Por eso, y porque asumió la biografía del Che como un pacto de sangre, apeló a la sinceridad y al compromiso. Al compromiso consigo mismo, con sus ideas y su visión de la Historia y la Literatura. Por eso juró ser exhaustivo y decidió escribir lo que encontrase, aunque personalmente no le gustara. Por eso su biografía es cualquier cosa menos festinada e incluye adjetivos que ningún otro historiador le hubiera endilgado al guerrillero argentino desde la admiración.
Paco Ignacio es un escritor formidable y, por tanto, un formidable provocador. En el mejor sentido de la palabra. Es un intelectual de izquierda, enemigo de los dogmas, las poses y las injusticias, que gusta de escudriñar hasta el último detalle. Arma sus historias con la dramaturgia de la mejor novela y engancha. Su libro sobre Che, coeditado entre la Casa de las Américas y la Fundación Rosa Luxemburgo, no solo es vasto sino también entretenido, a ratos hilarante aunque nunca irrespetuoso, pero, tal vez por eso, perturbador para los lectores de mente estrecha.
¿Acaso en la Historia, esa con mayúsculas, cabe espacio para el desenfado? ¿Puede una figura de las dimensiones de Guevara ser vista desde una perspectiva tan poco habitual? La biografía escrita por Paco Ignacio Taibo II no solo demuestra que sí se puede sino que, incluso, también se debe. Más allá del éxito o el escándalo, hacerlo implica acercar al protagonista a la gente, devolverle la humanidad escatimada tras su fallecimiento. Aunque, como ha reconocido el propio escritor, no es un asunto fácil.
Lo primero es tomar distancia y ganar conciencia. O viceversa. O, en su defecto, lanzarse al abismo de lidiar con las proximidades, las personales y las históricas. Tampoco debe faltar la búsqueda acuciosa, la investigación deliberada y el contraste cuidadoso de las fuentes. Evitar vacíos o supuestos endebles sin renunciar por ello a la polémica. Y, por encima de todo, no asumir que ya se ha dicho la última palabra.
Taibo II no teme corregir sobre la marcha. La Historia tiene rostros ocultos, sorpresas, hallazgos repentinos. La biografía del Che presentada en La Habana no es exactamente la misma de hace veinte años, aunque conserve buena parte de su información y su espíritu. Ello la actualiza, la relanza ante el paso del almanaque.
Pienso en Paco Ignacio como biógrafo ahora que Fidel ha muerto. Fidel, que ya tuvo biógrafos en vida, como tuvo seguidores y enemigos, no necesita de un biógrafo para entrar en la Historia. No lo necesitó antes y tampoco lo precisa ahora. El biógrafo lo necesitamos los lectores. Y más que los lectores (televidentes, internautas) de hoy, los de mañana. Los que no lo conocieron de primera mano, los que no fueron testigos de sus acciones y discursos, los que –por tanto– lo valoran y valorarán por las opiniones de otros, por los sentimientos de otros.
Sé que no han de faltar deseosos; escritores que, desde las diferentes orillas y posiciones ideológicas, pretendan en un futuro ofrecer su retrato del líder revolucionario, encumbrarlo o denostarlo siguiendo sus cercanías y emociones. Y me gustaría pensar que alguna de esas biografías tendrá la dignidad suficiente para dibujar a Fidel con todas sus cualidades y contradicciones, sus logros y desaciertos, su humanidad terrenal y legendaria. Una biografía como la que podría escribir Taibo II.
Una aproximación conscientemente parcializada de sus grandezas o defectos, desconectada de su contexto y los condicionantes de su carácter, podría resultar satisfactoria para la propaganda pero nunca para la Historia. Un relato tendencioso de sus episodios más luminosos o difíciles, de sus hazañas o derrotas personales, podría servir para alimentar las pasiones pero jamás para ofrecer un retrato fidedigno y honesto como el que merecen los grandes hombres.
No sé si Paco Ignacio se sometería en un plazo visible, imaginable, a un ejercicio tan arduo. Él mismo ha confesado que decidirse a hacer la biografía del Che le tomó años no ya de búsqueda sino de autoconvencimiento. Guevara le resultaba demasiado entrañable, como de muchas maneras ha dicho le resulta Fidel. Pero yo como lector, como deseador de más lectores, no puedo menos que ambicionar que algún día la escriba. Un día no muy lejano.
De momento, el germen, el interés, está. No podía ser menos en alguien tan agudo y curioso como el hispano–mexicano. En un artículo publicado en La Jornada tras la muerte del líder cubano, Taibo II esboza posibles rostros de su retrato, posibles líneas indagatorias. “¿Cuál Fidel de todos (podría evocar)?” —se pregunta— “¿Todos?”, e inmediatamente ofrece respuestas de lo que le gustaría saber. “Me gustarían tantas cosas”, remata para enrutarnos en lo que podría ser.
Le gustaría, dice, por ejemplo, ahondar en el Fidel encabronado —el término es del propio Paco Ignacio— con Jrushchov en la Crisis de Octubre; en el Fidel estratega victorioso de la guerra de guerrillas; en el Fidel enfrentado al fracaso de la Zafra de los Diez Millones; en el Fidel decidido a lanzar a la Isla a la lucha en Angola, en el Fidel heterodoxo y seductor de los largos discursos; en el Fidel heredero de Mella y de Guiteras.
Y todavía le gustaría más: conocer de su vida privada, de sus misterios cotidianos y personales, de los muchos intentos para asesinarlo, de la opinión que el Comandante tendría de su libro del Che.
Algunos de estos temas, lo reconozco, ya han sido tratados por biógrafos e historiadores; otros esperan todavía por un abordaje concienzudo. Muchos de ellos han sido desestimados, catalogados de blasfemos por la ortodoxia revolucionaria, o han resultado, en sentido contrario, carne de rumores, de textos construidos sobre naipes, de flagrantes fantasías.
Cada espacio vacío en la escritura de la Historia o de la propia cotidianidad ha sido o podría ser llenado con falacias, con inconsistencias, con visiones tendenciosas. Paco Ignacio Taibo II lo sabe y enarbola frente a ello su teoría del queso gruyere. “Donde por secretismo o censura autoprotectora dejes un agujero —proclama—, otros, tus enemigos, lo llenarán”.
De ella cuenta haber hablado con el propio Fidel Castro poco antes de la caída de la Unión Soviética y a ella vendría bien echar mano en Cuba mucho más a menudo. En la historiografía y en el periodismo. En la alta política y en la política de a pie. Apelar sin resquemores a la llamada transparencia, un concepto con que se evalúa en la actualidad el actuar tanto de gobiernos como de empresas e instituciones sociales.
Fidel, como escribió Taibo II del Che, no se merece una biografía edulcorada. Tampoco una visceralmente descalificadora. Y aunque ha trascendido a los ámbitos del mito, ese territorio donde –adorado o temido, santificado o demonizado– no puede ya borrarse de la Historia, la indagación seria en sus hechos y actitudes, ideas y razones, afianzaría su memoria en las multitudes a las que siempre enardeció, a las que todavía está en capacidad de sacudir. No sobre ellas, sino dentro de ellas, en la apasionada razón que configura las convicciones.
Quiero creer que, como yo, Paco Ignacio apostaría por ello y muchos otros, cubanos y no cubanos, también.