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Vestido como si fuera a su primera comunión, con las sienes pobladas de canas y cuerpo enjuto, un señor de refinados modales, voz de seda y barba socrática encabeza la fila de exiliados que se han dado cita frente a la Legación de Cuba en la ciudad de México. La sede diplomática abrirá las puertas en acto inaugural y paralelo a la instauración de la nueva República en la distante isla. Es el 20 de mayo de 1902.
Reclinado en su pedestal de quijotadas, sufrimientos e idilios inmensos por la causa patriótica, es Pedro Santacilia quien reclama el honor de ser el primero en inscribir su nombre en el registro de la comunidad cubana residente en esa capital. Sobre la nariz cabriolan los espejuelos doctorales y detrás de los aros, cristalinas, resaltan las pupilas, muy fijas en la bandera tricolor que ondea rutilante en lo alto.
Sobre un viento aromado, como potros salvajes cabalgan en retrospectiva los capítulos de su vida. El anciano se arroja absorbido por la ventana de la memoria. Contra el horizonte del tiempo titilan, casi vueltos girones, los recuerdos sobre su frente ensanchada por la calvicie. Hace cincuenta años exactos que salió de su país y no ha regresado, si bien a lo largo de esas décadas se ha mantenido al tanto de los acontecimientos por la prensa y bibliografía cubanas que le remiten viejos amigos; y ya escaso de visión pide a su solícita esposa que le sirva de ojos para leer, porque algo es firme e imborrable: su amor por Cuba.
Había nacido en Santiago de Cuba el 24 de junio de 1826, hijo del militar catalán Joaquín Santacilia y de la criolla Isabel Palacios. De casta le vino tanta rebeldía. La madre lo arrullaba en su seno con cantos liberales, de niño jugaba a soltar pájaros de sus jaulas, no quería cercas delimitando propiedades ni ver esclavos con grilletes. Luego manoseó las obras de Voltaire, Diderot y Rousseau, conoció los tres pilares ideológicos de la revolución francesa y escuchó hablar a los franceses radicados en Santiago tras la sublevación haitiana, que también reclamó derechos a sangre y fuego. Pedro Antonio comprendió bien temprano que la libertad dignifica la condición humana y otorga sentido histórico a los pueblos.
Por si fuera poco, su padre, teniente de granaderos en el segundo batallón del Regimiento de Infantería, se involucró en La Lorenzada, un movimiento constitucionalista capitaneado por el general Manuel Lorenzo, gobernador del departamento oriental, y que acabó aplastado por el capitán general de la isla, Miguel Tacón. Aunque Don Joaquín no fue encausado, debió embarcar a Jamaica para evadir represalias. Con el padre marchó el hijo, quien para ese momento tenía diez años y estudiaba en el Colegio San Basilio el Magno. Reasentados en España, el muchacho retomó sus estudios hasta el bachillerato.

Cantor de la libertad
Pedro Santacilia regresó a suelo natal en 1845, con 19 años. De inmediato se dedicó a realizar investigaciones sobre el cultivo del cacao, se adhirió a círculos literarios y desplegó una prolija carrera periodística, sobre todo en El Orden y El Redactor. Con sus escritos satíricos, versos ardientes y discursos en las tertulias de la Sociedad Filarmónica inauguró una era de audaces manifestaciones revolucionarias que inflamaron la consciencia provinciana. En poco tiempo su influencia fue creciendo hasta convertirse en líder de una generación enardecida. “Pedro Santacilia dio fisonomía rebelde a un grupo distinguido”, apuntaba el dilecto historiador Ernesto Buch en su Historia de Santiago de Cuba.
Asimismo, comenzó a resonar su nombre en el panorama intelectual de la urbe e incluso más allá, de tal suerte que en octubre de 1846 el Liceo Científico, Artístico y Literario de La Habana lo nombraba socio de mérito y corresponsal. Pero indudablemente dentro del ámbito de las letras halló Santacilia su mayor deleite en el ejercicio de la poesía, legando —como Heredia, La Avellaneda, La Zambrana, El Cucalambé, Zenea, Palma, Milanés, Casal, entre otros contemporáneos ilustres que rindieron culto al Parnaso— renglones nutridos de protestas y aspiraciones nacionalistas.
En su Canto de Guerra (1848), composición devenida himno de combate en su momento, se advierte el rechazo al servilismo y el llamado a conquistar la libertad por la vía armada. Si bien la guerra independentista no estallaría hasta veinte años después, ya en estas estrofas anticipaba el derrotero:
¡A las armas, hermanos, volemos,
el momento llegó de la lucha
ya la voz de la patria se escucha
que resuelta nos llama a pelear!
[…] No el temor de morir nos arredre
ni el momento glorioso retarde,
tema solo quien vil y cobarde
cual esclavo prefiere vivir;
si es preciso morir en la lucha,
moriremos con fe en la victoria,
compraremos con sangre la gloria,
siempre es bello luchando morir.
Es poco conocido que muchos años después, a fin de componer La Patriótica Costarricense, considerado el segundo himno de ese país centroamericano, Manuel María Gutiérrez adaptaría y musicalizaría los versos de su oda A Cuba (1850):
Cuba, Cuba, mi patria querida
vergel bello de aromas y flores,
cuyo cielo de puros colores,
densa bruma jamás ocultó.
Yo en tu suelo nací venturoso,
tú abrigaste mi cándida infancia,
y por eso mi eterna constancia
adorarte por siempre juró.
Lógicamente, las autoridades lo tildaron de conspirador contumaz y declararon disolventes sus prédicas. En 1851, en compañía de su grupo de colaboradores, arrojó un pomo de asafétida al pie del cuadro de la reina Isabel II, con el propósito de impedir la celebración de un baile en la Filarmónica por el cumpleaños de la soberana. Por el sabotaje fue detenido y remitido al Castillo del Príncipe de La Habana, antes de ser confinado a los presidios de España en enero de 1852. Al partir, desahogó sus sentimientos de frustración en el poema Adiós. Y no le faltaba razón para el desconsuelo: jamás volvería a pisar tierra cubana.
¡Adiós, pueblo mío! —Con voz iracunda
que parta me ordena el destino feroz,
el llanto por eso mis ojos inunda
que es triste a la patria mandar un ¡adiós!
Si quiere el destino que lejos sucumba
del suelo adorado que vida me dio
mi voz postrimera: la voz de la tumba
en alas del viento te irá con mi ¡adiós!
Mi querido hijo Santa
Temiendo una celada a finales de 1853 se fugó de Sevilla —donde se hallaba desterrado— a Gibraltar y desde allí logró subirse a un barco que lo llevó a Nueva York. En esta ciudad integró la Junta Revolucionaria Cubana y trabajó vinculado al poeta Miguel Teurbe Tolón, hasta que un año después pasó a Nueva Orleans asociado a la empresa de Domingo Goicuría. Es a través de este que conoció a Benito Juárez, quien se hallaba inmerso en la lucha por restablecer la independencia de México frente al invasor Maximiliano, enviado por Napoleón III para fundar un imperio satélite de Francia.
Identificado con la epopeya mexicana, Santacilia quedó en calidad de secretario particular del prócer zapoteca. Más que eso, se volvió su amigo y confidente. En mayo de 1863 contrajo matrimonio con Manuela, hija mayor de Juárez. Ante la gravedad de los acontecimientos y obligado a encabezar un gobierno nómada, este se apresura a salvar a su familia enviándola a Estados Unidos, y encarga al yerno cubano de velar por ellos.

“Mi querido hijo Santa”, lo decía familiarmente Benito Juárez en sus cartas. En efecto, la correspondencia Juárez-Santacilia refleja temperamentos distintos: por un lado aflora la voz de un Santacilia “exaltado”, con el lenguaje directo y vehemente de quien rasga realidades, típico de los fervores juveniles y la sangre tropical; mientras, por el otro, emerge la reflexiva madurez de Juárez, haciendo honor a su raza de indio puro y experimentado, un genio curtido en la camorra política y con una fe caballeresca de someterse a la muerte por el honor de su nación.
Sin embargo, las idiosincrasias “encontradas” acaban trenzándose en función de las ideas revolucionarias y las esperanzas continentales, incluso por encima de las admiraciones tácitas y los lazos parentales. Entre ambos ancló una unidad entrañable, una relación biunívoca que, siempre y cuando se mencione al Benemérito de las Américas, no podrá dejar al margen el nombre de Pedro Santacilia.

México —tierra donde al decir de Martí “todo peregrino halló refugio”— lo aceptó como hijo adoptivo, o quizás sea más justo decir que Santacilia adoptó a México como segunda patria. Allá regresó en 1867, cuando la tenaz resistencia liderada por su suegro obligó a la retirada francesa. Volvió a dar riendas sueltas a sus inquietudes y puso de manifiesto sus facetas de poeta, ensayista, educador, historiador, traductor y periodista. Por ejemplo, trabajó de redactor en El Heraldo, de editor en el Diario oficial y el semanario satírico El cura de Tamajen, fundó La Chinaca y la revista Ensayos literarios. También tuvo una importante incursión en la carrera política, siendo elegido varias veces diputado a la Cámara.
Por esta época apareció El arpa del proscripto (1864), su único poemario publicado; y dirigió la conformación del Laúd del Desterrado (1858), una especie de antología que alcanzó gran popularidad y trascendencia dentro la lírica cubana, en tanto compilaba, con cuidado marco estético y sobresaliente espíritu patriótico, odas de los más afamados poetas cubanos desterrados que cantaban a la libertad.
El fiel cubano
Ante todo Santacilia era cubano. Por eso la guerra de los Diez Años lo vio asumiendo el puesto de agente de la República en Armas y, gracias a su excepcional interpelación, el 3 de abril de 1869 México fue la primera nación que expresó su simpatía en favor de la independencia cubana.
El propio presidente Carlos Manuel de Céspedes ponderó el valioso servicio en carta del 9 de junio de 1869, enviada a Juárez desde un campamento en Sibanicú: “Por una comunicación que el ciudadano Pedro Santacilia dirigió al Club Revolucionario Cubano en New York ha llegado a conocimiento de este gobierno, que el gobierno general de esa República de que es usted Excelentísimo muy digno Presidente, ha acordado se reciba la bandera de Cuba en los puertos de la Nación aun cuando no se había hecho todavía una declaración oficial reconociendo a los patriotas cubanos el derecho de beligerantes”.
Por medio de Manuel Mercado lo conoció José Martí, quien lo estimó profundamente y no vaciló en llamarlo “el fiel cubano Santacilia”, por su talento y por llevar la patria anillada en el alma. “¿Verdad que es muy agradable eso de ser paisano de Heredia y de Maceo?”, escribía con orgullo Santacilia en diciembre de 1901 a su coterráneo Francisco Sellén.
“Es Martí con su fino instinto de lo recóndito quien ofrece la interpretación correcta de Santacilia. No es su literatura la que le da su más alta jerarquía. No es el manejo de la poesía lo que le imparte rango distintivo a su personalidad. Es su calidad humana. Su fidelidad de cubano ubicado en el ámbito de la lucha más sostenida y tenaz, más victoriosa, de su tiempo americanista. Es su actividad, firmeza y lealtad lo que da a Pedro Santacilia, a su vida, ese latido de ideal justiciero y reivindicador que llega hasta nosotros”, concluye la prominente ensayista Loló de la Torriente en su artículo “Don Benito Juárez y su leal hijo cubano” (Bohemia, 16 de diciembre de 1977).
Duramente lo golpeó el exilio. Una anécdota contada por el también bardo errante Bonifacio Byrne afirma que Santacilia fue capaz de llorar un día en plena calle de Nueva York, al escuchar los acordes de una danza cubana. Absorto y triste —o tal vez no triste, sino severo y hermético, como un maletín de doble fondo— se percibe en la pobre iconografía que ha trascendido de su figura.
Ni los achaques de la edad ni la austeridad doméstica mellaron su altruismo sin límite o su vínculo con la cuna. Todavía a finales de 1903 salía de su retiro para expedir con mano generosa a Santiago un poema de formas preciosistas y tono melancólico solicitado expresamente por el multifacético Emilio Bacardí, a fin de conmemorar el centenario del gran romántico José María Heredia.

Deuda histórica
Para 1910 siente que le ha caído la noche a sus días. Tiene 83 años. Antes tuvo la precaución de disponer que la casona solariega de los Santacilia en Trinidad y Moncada, donde nació y vivió sus años felices, fuera donada a alguna familia pobre del barrio. Cansado, va a dormir.
Al amanecer del martes 1 de marzo sigue quieto y callado. Se había acostado para morir. Certificó el médico que fue a causa de hemorragia gastrointestinal. Murió en su modesta casa marcada con el número 17, altos, en la calle Vallarta, y su cadáver fue inhumado con honores en el Panteón Francés de la misma capital mexicana; tierra donde fue acogido e idolatrado como un hijo. De hecho, todavía muchos piensan que es mexicano de nacimiento.
115 años después, la vida de novela de Pedro Santacilia sigue siendo tema para una biografía o un estudio exhaustivo de la historiografía nacional. Una y otra vez resucita como compromiso aplazado que no tenga una sencilla tarja o un merecido busto ni siquiera en la ciudad donde nació. En un lejano suelo quedaron sus cenizas. Quién sabe si perdidas para siempre, o anhelando secretamente el retorno que le fue imposible en vida. En 1952 el periódico Oriente hacía referencia a un proyecto para recuperar los sagrados restos mortales, pero la pretensión no pasó del anuncio.
Por lo menos evocar hoy al benemérito cubano, si bien no encarna el monumento que le debemos, procura no dejarlo sepultado en los confines del olvido, que es —según la tradición funeraria de México— la auténtica y peor de las muertes.
Fuentes consultadas:
“El poeta Santacilia”, revista Bohemia, 23 de septiembre de 1951.
“Pedro Santacilia (1826-1910)”, Bohemia, 25 de febrero de 1955.
Diario de la Marina y El Fígaro de marzo de 1910.