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La absurda noticia de que Abraham Lincoln había muerto como consecuencia de un atentado sorprendió a John Nicolay en el mar, a bordo del cañonero “Santiago de Cuba”.
Un práctico que subió en el Cabo Henry para dirigir la entrada del buque por el canal de Hampton Roads, en la costa atlántica de Virginia, fue el encargado de arrojar a los pasajeros un reporte incompleto sobre la tragedia ocurrida dos lunas atrás. Era la noche del 16 de abril de 1865.
John Nicolay, secretario privado del presidente Lincoln, fue golpeado de súbito por la novedad cuando saboreaba un último trago de whisky en su improvisado camarote.
Abatido, no quiso creer que semejante información fuese un hecho consumado y prefirió imaginar que sería otro en la saga de infundios expandidos contra Abe desde los días convulsos de la guerra civil.

Desgraciadamente, el arribo a Port Lookout, al día siguiente, disipó sus esperanzas. Las detonaciones plañideras de los cañones y las banderas a media asta hablaban con elocuencia de honras fúnebres.
Una vez en tierra, John Nicolay leyó en un periódico de Washington los pormenores del magnicidio, dramático al estilo de una ópera.
La muerte le llegó por la espalda, el Viernes Santo. La noche del 14 de abril de 1865, mientras asistía a una función especial de la comedia Nuestro primo americano, en el capitalino Teatro Ford, el presidente Lincoln recibió un disparo en la cabeza.
John Wilkes Booth, estrella teatral y simpatizante de la causa confederada, como parte de un complot ingresó repentinamente en el palco oficial con una pistola de bolsillo Derringer de un solo tiro. No podía fallar.
A sangre fría, apuntó a la cabeza y gatilló justo cuando el público prorrumpió en carcajadas. El plomo, no más grande que la uña de un pulgar, acabó incrustado en la nuca del presidente. Al grito de: ¡Sic semper tyrannis! (“¡Así siempre con los tiranos!”) y blandiendo un puñal, el tirador saltó al escenario agarrado de un telón, se rompió una pierna en la aparatosa caída y aún renqueante buscó la salida trasera que daba a un callejón, para escapar a caballo al amparo de la oscuridad.
John Wilkes Booth acabaría muerto entre las ruinas de un granero tras doce días de persecución.

Con el disparo, Lincoln cayó desplomado en brazos de su esposa Mary Todd —de modo similar a como caería John F. Kennedy encima de Jackeline un siglo después— y recibió los primeros auxilios del cirujano militar Charles Leale, quien también disfrutaba de la función sentado a cuarenta pies.
En estado comatoso fue evacuado a la Casa Petersen, una pensión frente al teatro, donde finalmente se declaró su defunción a las 7:22 de la mañana siguiente. Tenía 56 años.
Antes de su elección en noviembre de 1860 como decimosexto presidente de Estados Unidos, Abraham Lincoln había sido durante 25 años abogado en Springfield, donde llevó trámites de menor importancia y se centró en la recuperación de deudas, herencias y patentes.
Como político, cambió el curso de la historia estadounidense, no solo por encauzar una nación en crisis por la intensa y sangrienta Guerra de Secesión que dejó a 700 mil estadounidenses muertos, sino por su tenaz campaña para abolir la esclavitud y oponerse a la anexión de Canadá, México y Cuba. Es este un legado prácticamente desconocido del republicano.

Lo que vio en Cuba
John Nicolay regresaba a Estados Unidos luego de una estancia de dos semanas en La Habana, de la que nunca dieron reportes los periódicos locales ni quedaron registros suficientes en los libros de Historia. No era para menos: Nicolay había viajado de manera solapada a Cuba.
¿Cómo y cuándo llegó a la isla? ¿En qué consistía su misión secreta?
El notable historiador Emeterio Santovenia, autor de Lincoln en Martí (1950) y Lincoln, precursor de la buena vecindad (1951), ofrece insospechados elementos —basados en manuscritos del propio Nicolay— sobre la comisión del íntimo amigo y colaborador de Lincoln.
Alemán por nacimiento y estadounidense por adopción, John George Nicolay (1832-1901) se convirtió en político influyente en el estado de Illinois, donde conoció a Lincoln y se declaró su fiel seguidor.
En 1861, ya siendo presidente, Lincoln lo nombró secretario particular y lo consideró hombre de su absoluta confianza, al punto que no dudó en encomendarle una empresa confidencial.

El 17 de marzo de 1865 una delegación encabezada por el subsecretario de Marina y una docena de invitados —entre los que se incluía Nikolay— partió en ferrocarril desde Washington D.C. hasta Baltimore, con el propósito de embarcar rumbo a la mayor de las Antillas en un navío de guerra curiosamente nombrado como la segunda ciudad en importancia de la isla. El “Santiago de Cuba” entró en La Habana en los primeros días de abril.
De su paso por la capital cubana John Nicolay registró sus impresiones del Domingo de Ramos, las peleas de gallos, las corridas de toros y el traslado de un reo condenado al garrote vil.
Las bellezas naturales y el buen clima lo encantaron, pero lo que más buscaban sus ojos ávidos era registrar las manifestaciones de un fenómeno social arraigado en Cuba: la esclavitud. A eso había venido, a estudiar el ambiente.
“El jefe del Ejecutivo propuso enviar a Cuba a su fiel auxiliar con encargo tan delicado que debía mantenerse en lo estrictamente confidencial, así lo imponía la naturaleza de las relaciones entre la isla y la Unión. Acaso se halló en juego el deseo de satisfacer alguna curiosidad del Presidente en relación con el porvenir inmediato de los grandes intereses políticos y sociales colocados bajo su dirección”, confirma Santovenia.
Las retinas del emisario grabaron las pésimas condiciones de vida de los esclavos en ingenios azucareros. Disímiles vejaciones, abusos y desigualdades; el modo bárbaro en que los capataces sometían a sus sirvientes mediante la tiranía del látigo y los grilletes.
En el periplo cubano llamó su atención una especie de construcción que más que vivienda parecía jaula, en la que yacían hacinados unos cien párvulos, completamente desnudos. Nicolay exploró el dolor de las carnes laceradas y la tristeza humana en los ojos. Vio hechos y escuchó palabras.
“Donde más detenidamente el Secretario de Lincoln observó las relaciones entre blancos y negros fue en Matanzas. Encontró esta ciudad, aunque más pequeña, mejor que la de La Habana. Él y sus acompañantes en siete volantas escoltadas por jinetes criollos visitaron al cabo de un sombreado camino la casa de vivienda de un enorme cafetal. Les fue dado ver pequeñas frutas rojas de la rica planta, logradas entre naranjos. Unos treinta esclavos provistos de cuchillos sacudieron matas de naranjas, pelaron muchas de estas y las ofrecieron a los norteamericanos. El espíritu de indagación de Nicolay pudo más que la satisfacción producida por aquellas obsequiosidades. Él supo cómo los sujetos al trabajo servil eran albergados en barracones —siniestros ergástulos— tratados por férreos mayorales y precipitados en la muerte”, reseña Santovenia.
Misión inconclusa
Mientras Nicolay auscultaba los horrores morales de Cuba, pensaba cuánta razón tenía Lincoln en su lucha por extirpar esa espantosa institución que significaba la esclavitud. Casualmente, para cuando el hombre del presidente cumplía su operación fiscalizadora en la tierra vecina, las fuerzas unionistas compuestas por blancos y negros triunfaban sobre los secesionistas y precipitaban la victoria de la razón.
Retornar a casa y chocar de bruces con la nefasta noticia de que su jefe y amigo había sido brutalmente asesinado conmovió en lo profundo a Nicolay. Así lo indica uno de sus escritos de aquellos días, marcado por el tono patético y la desolación: “Estoy tan abatido por esta catástrofe que casi no sé qué pensar ni escribir. Precisamente cuando las armas de la Unión habían logrado una victoria decisiva sobre la rebelión se ha extinguido la sabia y constante dirección de la nación a lo largo de la borrasca de los pasados cuatro años y el destino de la nación cae otra vez en riesgo e inseguridad. Mi propia fe en el futuro no se ha quebrantado aún por este triste acontecimiento, pero ¿acaso el país se mantendrá tan paciente y esperanzado como cuando sentía sus intereses resguardados en manos de Lincoln?”
Más que un estado de ánimo individual, Nicolay reflejaba el alegato espiritual de millones de mujeres y hombres estremecidos por la pérdida del estadista.
De esta manera, el secretario sintetizaba la excelsitud del mártir: “Parece ser que la providencia ha exigido de él el último y único sacrificio adicional que podía hacer por su país: morir por su causa. Los que […] lo conocimos interpretamos bien su muerte, ciertamente, como señal de que el cielo lo consideraba digno del martirio”.
A juicio de Emeterio Santovenia, con la desaparición de Lincoln debió quedar inconcluso un proyecto que quizás estaba relacionado con sus ideas cardinales de emancipación y fraternidad. Asimismo, su muerte sería la causa principal de que los trasfondos de la gira de Nicolay terminaran ignorados. En tanto Lincoln había sido el autor intelectual de la iniciativa, solo él podría revelar los propósitos y resultados del tránsito cubano de su secretario.
“El precursor de la buena vecindad en América, por la índole de los principios privativos de esta política, fue enemigo de intrusiones de los Estados Unidos en los asuntos internos de otros países. La misión de uno de sus auxiliares íntimos en Cuba tuvo que ser concebida y llevada adelante con superiores miras, mantenidas en riguroso secreto. ¿Apreció el legado lo que para los cubanos representaba Lincoln? Esto también quedó en secreto, acaso porque, muerto Lincoln, en su prestigioso agente influyó principalmente el deseo de descubrir el poso de sencilla sabiduría e ilimitada misericordia que hubo en su claro mentor. Ya desde el tiempo en que alentaba sobre la Tierra, empezó a ser Lincoln el primero de los estadounidenses en los corazones cubanos”, consideró el historiador nacido en Mantua, Pinar del Río.
Abraham Lincoln en los abriles de Cuba
A lo largo de su carrera presidencial, Lincoln posó varias veces su mirada en el mapa cubano. En eso influyó la participación de algunos hijos de la isla en la Guerra de Secesión, además de su conocimiento del régimen esclavista bajo el dominio español, y las reiteradas presiones de los partidarios de la doctrina del Destino Manifiesto para que comprara Cuba. Fiel a su proceder, Lincoln se centró en bloquear los planes anexionistas de algunos políticos de estados sureños e incluso descalificó las incursiones de Narciso López. Cuba siguió postergada, pero codiciada.
El 5 de diciembre de 1863, en el periódico habanero El Siglo, el conspicuo escritor Francisco de Frías, más conocido por el apelativo de Conde de Pozos Dulces, se declaraba partidario de Abraham: “Nuestras miradas se fijan hoy en el presidente Lincoln, ese hombre desconocido, calumniado y escarnecido, que de leñador se ha elevado al primer puesto de aquella gran nación, en momentos tan críticos y tan solemnes cuales no se volverán a presentar nunca para poner a prueba el temple y la energía de una grande alma”.
Al conocer de la muerte de Lincoln, en abril de 1865, el adolescente Pepe Martí y algunos condiscípulos asumieron llevar crespón negro por una semana en señal de duelo. En la obra martiana, sobre todo durante los casi 15 años que este residió en Estados Unidos, se cita en varias oportunidades al “leñador de ojos piadosos” nacido en una cabaña en las planicies de Kentucky. “Amamos a la patria de Lincoln, tanto como tememos a la patria de Cutting”, formuló en su archiconocida “Vindicación de Cuba”, en marzo de 1889. Mientras, en carta de enero de 1892 a su amigo Ángel Peláez confesaba Martí: “Por dos hombres temblé y lloré al saber de su muerte, sin conocerlos, sin conocer un ápice de su vida: por Don José de la Luz y por Lincoln”.
Pocos meses después del triunfo rebelde, Fidel Castro realizó su primer viaje a Estados Unidos, el 15 de abril de 1959, el cual se extendería hasta el día 26. El domingo 19, el mandatario cubano visitó en Washington D.C. el Memorial erigido a Lincoln en 1922 y colocó al pie de la enorme estatua una corona de claveles rojos, según cuenta el periodista Luis Báez en el libro Fidel por el mundo.

Quizás como una de esas trazas del secular correlato compartido entre Cuba y Estados Unidos, la recia personalidad del presidente estadounidense permaneció en la admiración de los cubanos. No solo por ser uno de los ciudadanos más prestigiosos de su época, sino porque representaba en sí mismo un principio, una idea, un símbolo de transformación.