Cuando mi abuela Nanay dividió su casa y le regaló una parte a cada una de sus nietas, ya Raúl, el marido de mi prima Marta, tenía su bicitaxi. Era Período Especial, yo tendría como 6 o 7 años y nunca en la vida había visto una bicicleta tan extraña. Cada vez que iba a casa de mis abuelos en Carretera del Morro en Santiago de Cuba, cruzaba los dedos para que pasaran tres cosas. La primera: que mi abuela me hiciera huevo con platanitos fritos. La segunda: que mi abuelo me regalara un dólar de los que le mandaba su amigo de Estados Unidos. Y la tercera: montarme en el triciclo de Raúl, mi primo postizo. Los dos primeros deseos siempre se cumplían, pero creo que nunca me monté en el “tricículo”, como le decía a la extraña bicicleta de dos asientos atrás. ¡Si hubiera sabido entonces la cantidad de veces que tendría que montarme en bicitaxis por toda Cuba!
Parece fácil, pero hay que tener mucha bomba para darle a los pedales con dos clientes detrás. A veces los conductores se ponen apretadores con los precios; pero lo cierto es que en muchos lugares de Cuba los bicitaxis te salvan la vida. Donde no hay rutas de guagua, ni carros, ni siquiera carretones de caballo, ahí están ellos, casi siempre en grupo resolviendo los dilemas universales en lo que llegan los clientes.
Una parte de mi familia es de Holguín y allá, para ir de Nuevo Llano hasta el parque Calixto García, el único medio de transporte eran los bicitaxis. Esa distancia se podía caminar, pero con un niño pequeño y el sol holguinero del mediodía, o cuando se hacía de noche, hacer el trayecto a pie era un martirio. Ellos eran la salvación.
Lo mismo sucede en otras muchas provincias en las que, a veces, son la única opción para tramos incómodos. No salen tan caros como los de La Habana Vieja, pero tampoco tienen la pericia de estos, que deben ir zigzagueando entre tanques de basura, baches, gente y agua sucia cayendo de algún balcón en estática milagrosa. Con esos de La Habana Vieja tengo buena química.
Recuerdo que antes “se mataban” por hacer la carrera, se serruchaban el piso unos a otros para ganarse el viaje. Pero desde hace tiempo noto cierta camaradería y organización entre ellos. Supongo que tengan una especie de sindicato no oficial que les permite coordinarse y saber a quién le corresponden los viajes. Ya no es un oficio solitario, sino un trabajo en el que necesitas de los otros para tener éxito.
A veces cojo bicitaxis cuando estoy muy apurada para ir desde el Parque de la Fraternidad hasta la Nave Oficio de Isla, en la Avenida del Puerto, y cuando pregunto, ellos se miran y uno dice: “Ufff, eso está lejísimo”; otro reafirma “Ah sí, lo peor es que hay una subidita que está pesada cantidad”. Sale otro por allá y me mira como si yo fuera extranjera: “Te va a salir un poco caro…”. Al final, a ninguno de ellos le tocaba hacer el viaje.
“¡Dale, Guajiro; coge eso que ya está cuadrado!”, grita uno que también era guajiro, pero no tanto. El viaje me sale carísimo, pero vamos conversando y le digo que yo también soy guajira y que Raúl, el esposo de mi prima Marta, allá en Carretera del Morro, también tenía un bicitaxi.
Es una fiesta apreciar la variedad de estilos y formas de los bicitaxis. Algunos tienen ruedas finas; otros, ruedas que parecen de carretón. Los timones pueden ser rectos o curvos como los de bicicletas de ruta. Los asientos son una oda a la inventiva del cubano. Los he visto artesanales, hechos con tubos y esponja. Algunos son de guagua Girón y otros de Yutong, camuflados con alguna lona o forrados con un toallón de playa.
Una vez pasé un curso de crónicas de viaje y el profe, que es una eminencia friki, señaló como uno de los grandes vicios de las historias de viajes recrear esos encuentros con taxistas, bicitaxeros y carretoneros. El relato de esas conversaciones, según los que saben, es un recurso facilista y manido en la crónica de viaje. Pero por ahí anda un millón de malos cronistas repitiendo frases e historias que les oyen a los bicitaxeros.
El otro día me monté con uno que se llama Jorge, está trabajando en eso desde los 21 y tiene 50. Como les saco conversación a todos los bicitaxeros, ellos me cuentan su vida y hasta me dan su número de teléfono por si un día necesito algo. Lo más sorprendente de la historia de Jorge es que, durante 24 horas trabaja como conductor paramédico en el SIUM, y en las 72 que descansa se monta en su bicitaxi. Dice que está cansado y que las piernas no le responden como antes, pero que ahí va tirando, hasta que Dios quiera. Cuando me bajé, me preguntó si yo era cristiana, me dio su número y me dijo que él no creía en nada satánico, solo en Dios; pero que no le gustaba ir a la iglesia, porque se había dado cuenta de que en la iglesia también había gente mala. Le di las gracias y le dije que no era cristiana y que tampoco iba a la iglesia.
Puede ser que ahora mismo el bici más famoso sea Lázaro el de Yarelis. Pero las historias de Armandito El Sabroso le han dado la vuelta a Cuba. A mí me las contó un católico, apostólico y romano que además es grafitero y repartero. Nadie sabe cómo las historias de Armandito El Sabroso han llegado a tanta gente diversa. Para colmo, cada vez que alguien las cuenta, les imprime su toque personal y así va creciendo la leyenda del bicitaxero más famoso del planeta.
Me dijo este consorte, el católico grafitero, que Armandito fue el primero en subir el precio del servicio. Cuando aquello, el tramo costaba 5 pesos. Una yuma se montó y, sin protestar, le dio 5 dólares. Ahí mismo comprendió que su trabajo tenía más valor que el que le estaba dando hasta entonces. Probablemente los que hoy me aprietan desde el Parque de la Fraternidad hasta la Avenida del Puerto, no solo quieren mantener a sus familias, sino también mantener vivo el legado de El Sabroso, primero en darle al pedal el valor que merecía.
Una de las más sonadas historias de Armandito es la del 5 de agosto del 94. Dicen que él estaba en su talla, muy normal, dando viajes de un lado al otro, como todos los días. De pronto, se montó un hombre que gritaba como un loco: “¡Abajo Fidel!”. Se asustó, como es lógico, y preguntó al endemoniado qué estaba pasando. “¡Que esto se acabó ya!, ¡esto se cae hoy mismo!”.
El bicitaxero cobró su pasaje y siguió trabajando un poco incrédulo, pero a la expectativa. Al poco rato, se montó otro hombre que gritaba como un loco: “¡Viva Fidel!”. Se bajó en una entrecalle y siguió con su arenga.
Ese día Armandito el Sabroso entendió que “esto” no se cae de un día para otro. Entendió que su vocación de servicio debía ser la misma para todo el mundo, sin importar el color de su consigna.
No se sabe dónde andará ahora el bicitaxero más famoso del planeta. Se cuenta que un día se empató con una yuma y pasaron una semana de idilio sobre ruedas. Cuando ella iba a despedirse, se dieron un largo y fogoso abrazo con el Capitolio de fondo. Mientras la abrazaba y le agarraba una nalga amorosamente, vio cómo un tipo se llevaba su bicitaxi. En un segundo, cuentan, Armandito tuvo que decidir si salir corriendo detrás del ladrón o quedarse pegado al tibio y oloroso pecho de mujer.
Las historias de El Sabroso se parecen a la historia de Cuba. Son una parábola que levita entre la realidad y la ficción. Yo creo que Armandito anda por algún país del mundo haciendo, en diferentes idiomas, los cuentos de cuando era bicitaxero. Y el desgraciado que se robó su bicitaxi tal vez esté dando pedales por La Habana Vieja esquivando baches y tanques de basura desbordados, rezando para encontrarse una yuma.
En cuanto a mí, sigo recordando mis visitas a casa de mis abuelos en Carretera del Morro como lo más bonito de mi infancia, entre el dólar que me regalaba mi abuelo, el huevo con platanitos fritos que me hacía mi abuela y el deseo de montarme en el bicitaxi de Raúl, mi primo postizo.