Ser madre es viajar. Se crece y se descubren paisajes nuevos. Como en todo trayecto hacia el futuro, como madre no marcho sola. Mi mejor compañero es un hombre. Él me comprende, me apoya, me exige, me pasa la mano. Con él comparto todos los aspectos de mi vida. Pero hay mujeres, madres peregrinas que me acompañan en los oscuros parajes de ese viaje inmóvil que es para mí la maternidad. Yo les llamo, a lo Almodóvar, madres paralelas.
Las madres que van conmigo no son las amigas de siempre, sino otras que se han ido acercando en el proceso de maternar. Nuevos lazos y nuevas vidas que se cruzan con la mía. Mis madres paralelas me han enseñado de cocina, de música, de baile español, de filosofía, de cine, de medicina, de fotografía, de títeres, de sociología, de yoga, de corte y costura, de porte y aspecto.
Luego del paso de la pandemia, la comunicación virtual tomó un nuevo valor. Aunque las madres que me acompañan no siempre están cerca físicamente, sí lo están de forma virtual. Mi teléfono está lleno de charlas sobre tetas, leche, sueño, perretas, gripes, mocos, cacas y pipis. Casi todos los días sé de ellas, de los avances de sus niños, de las enfermedades, de las alegrías, de las ganas que tienen de tomarse un descanso. Sentirlas cerca, batallando bajo un mismo estandarte, me ayuda a crecer como mujer y como madre.
Algunas de ellas saben que se han vuelto imprescindibles en mi día a día; otras ni siquiera sospechan lo inspiradoras que son para mí. Una me habla de la Gestalt con el ruido de la batidora de fondo, porque es tarde en la noche y le está preparando la leche su niño. Otra me cuenta su sueño de hacer un espectáculo de títeres con los objetos que su hija ya no usa, mientras la vigila para que no agarre nada peligroso, porque anda caminando por toda la casa como una jiribilla. Con una hablo sobre el atraso de Oliver en el lenguaje, de su forma especial de comportarse y ella me calma, con su voz dulce, diciéndome que a su hijo le pasó lo mismo. A otra le cuento mis avatares cotidianos y nos alegramos de no coincidir en los estados de ánimo para poder apoyarnos. Cuando yo estoy triste, ella está de fiesta y cuando ella está angustiada yo ando contenta.
Una es madre sola y se bate con su niña en la casa, en las colas, en la carrera de soñar con un futuro más bonito. Ella me enseña sobre el amor propio, sobre el optimismo y sobre la voluntad de levantarse cada mañana con un nuevo brillo en los ojos. Otra tiene una hija con un síndrome genético y la he visto sobreponerse a todas las adversidades. Veo su sonrisa clara y su alegría, su perseverancia y su amor infinito que han hecho el milagro de alzar a su niña por encima de todos los grises pronósticos.
A una la he visto amamantar durante meses a su niño pequeño, cuidar a su niño mayor, lavar la ropa, fregar los platos, limpiar la casa y todavía tener fuerzas para cocinar algo rico, para llevar a sus hijos al parque, para escribir artículos sobre cine en una revista extranjera, para montar una coreografía de danza, para hacer un doctorado y para chismear conmigo. Otra me manda los videos de su niño que ya se sienta solo y también me manda los videos de ella estudiando a Paganini, encerrada en el baño, para que el violín no despierte al hijo.
Hay dos de esas madres que sigo en las redes sociales y admiro mucho sin que ellas se den cuenta. Las dos son actrices, una es blanca como la leche y la otra es color canela. Una vive en un país con nieve; la otra, en El Vedado. Una es para mí ejemplo de madre creadora, la muestra perfecta de cómo imbricar arte y maternidad. La veo cargando a su hijo y su cámara con la misma fuerza, con el mismo orgullo. Sus fotos y sus publicaciones de familia son el ejemplo de que, a pesar de las calamidades, es posible crear y ser feliz en Cuba hoy.
La otra me ha enseñado, con sus historias, que también una familia emigrada puede ser feliz y plena, a pesar del frío y la distancia. Ella, que tal vez ni siquiera sabe que existo, muchas veces es un espejo para mí. Yo también creo que soy cabeza, tronco, extremidades y Oliver. Tampoco me da pena decir que casi todo mi tiempo lo dedico a mi hijo, más que al trabajo, más que a los amigos, más que a las distracciones y al ocio. Como el suyo, mi tema de conversación favorito es mi hijo.
Ella me ha enseñado la belleza y la humildad que se esconden detrás de esas certezas. El valor del instante y la capacidad para entender que la vida pasa volando y se lleva a los hijos. Cuando su hija cumplió 3 años se hizo una foto dándole la teta, y escribió un texto que terminaba diciendo más o menos así: “La gente me pregunta hasta cuándo es la teta y yo les respondo: hasta que la niña quiera”. Así me veo yo, de aquí a un tiempo.
A mis madres paralelas las he visto transitar por diferentes etapas de su maternidad. Me da risa y a la vez me emociona cada vez que mi amiga neonatóloga dice que dar la teta a su hija es lo más hermoso que le ha pasado. Recuerdo que, antes de su embarazo, ella me decía que la teta era agua de churre, que le diera a Oliver arroz y frijoles y me dejara de tanta bobería. Hoy ella es una teta-hippie como yo, con una beba bellísima y saludable de más de un año.
He visto a otra enfrentar el duelo por la muerte de su esposo, amigo, maestro y padre de sus hijos. Me inspira ver que, a pesar del dolor inmenso, ella, tan hermosa, tan clara, tan llena de vida, sigue haciendo teatro con pasión, defendiendo la belleza y la alegría.
A otra de esas compañeras de viaje la he visto mutar, crecer, resistir, amar. Ella ni siquiera sabe cuánta admiración me despierta su insólito maternar. Nunca nos hemos visto, pero desde la pantalla de mi celular seguí todo su embarazo y fui testigo de su metamorfosis, de su corte de pelo, de su cambio de nombre, de su postura intelectual no binaria y neuro-divergente. Ahora es un muchacho bonito que le da la teta a su chiquito precioso, mientras se dice “madre” con orgullo.
Cada una de mis madres paralelas tiene sus propios miedos. Mi terror es el atragantamiento y las caídas de altura. Ninguna comparte esos miedos conmigo. Una le teme a los resfriados. Cuando nos reunimos, sus niños andan vestidos y con zapatos puestos, mientras el mío anda en cueros y descalzo jugando con agua. Ella vigila que los suyos no se mojen, porque les da catarro y yo parezco una loca cayéndole atrás al mío por temor a que se coma algo o se lance por el balcón.
El miedo de una son los virus. Para ella el resfriado no existe y su hija anda sin ropa hasta en el aire acondicionado, pero no puede jugar en el piso, porque ahí están los gérmenes. Otra le pone a la niña de 7 meses un muslo de pollo con hueso y todo, para que aprenda a comer sola. “¿Y el atragantamiento?”. Para ella no existe. Su miedo son las malas noches. A una lo peor que le puede pasar es que su hijo no se coma las 12 onzas de puré que le tocan en el almuerzo y se pasa el santo día, la noche y la madrugada embutiendo al niño para que coma mucho y engorde. A otra la aterrorizan las indigestiones y regula muy estrictamente la alimentación de su niña, porque si come mucho, algo puede caerle mal. Así, cada una tiene una obsesión que la haría parecer ridícula ante la otra; pero ser madre paralela es respetar.
Lo más valioso de este trayecto acompañada es haber aprendido que no se trata de juzgar la maternidad de otras a partir de la propia; se trata de ser sinceras, de compartir sin complejos ni prejuicios nuestras inseguridades, nuestras convicciones y nuestras pequeñas dosis de soberbia. Porque así son las madres reales.
Ninguna forma de crianza es mejor, cada una tiene sus propias estrategias. Lo que funciona para una no necesariamente funciona para las demás. Lo bueno es que mis mamis más cercanas y queridas tienen la virtud de compartir abiertamente puntos de vista diferentes, fórmulas y maneras propias que, la mayoría de las veces, son un aprendizaje para mí.
Unas son madres Montessori, otras son madres tradicionales, de las que dan una nalgada de vez en cuando. Unas son teta-hippies y otras son pro-biberón. Unas son “respetuosas” y las otras son “aquí mando yo”. Las más abiertas y dúctiles vamos mezclándonos en formas y estilos. Yo que no creo en el resfriado, le echo Vaporub a mi niño en la planta de los pies y ella que teme al catarro, deja que su niño se quite los zapatos para jugar descalzo un rato.
No soy de grupos de madres en redes sociales ni plataformas de mensajería; no pertenezco a ninguna liga, ni a ningún foro, ni a ninguna compraventa de culeros. Soy, más bien, una solitaria. Me uno, por voluntad propia, a las madres que me gustan, a las que me conquistan el alma con sus historias cotidianas parecidas a las mías. Prefiero a las madres mochileras, esas que viajan con mucho adentro y poco afuera. De ellas y sus modos diversos de maternar aprendo más que de cualquier libro o video viral sobre cómo criar a los hijos.
Tener madres paralelas es un privilegio inmenso, una garantía de crecimiento personal. Quisiera poder reunirlas a todas para que se conozcan y se enamoren, para que discutan sobre fórmulas y miedos. Quisiera que todos nuestros hijos, criados de formas diferentes, jugaran juntos un día. En sus sonrisas libres y sus pasos seguros veremos la prueba del éxito y sabremos, de nuevo, que existen muchas maneras de maternar.