Todo el barrio anda estrujao desde que Mary dejó de planchar. Hay quienes hacen lo que pueden y los ves por ahí con cuatro filos en el pantalón y los cuellos de las camisas medio quemados. Otros no se entienden con la plancha y van a todos lados como genios sin magia salidos de la botella.
Yo nunca planché con Mary, porque a mí me enseñaron desde que tenía 8 años. Junto con la costura, el bordado, el crochet, la cocina, el lavado, el fregado y la limpieza, mi mamá me enseñó a planchar. Supongo que para hacerme una persona autónoma, pero también para que asumiera esa labor que a ella le caía tan mal.
Recuerdo las tongas de ropa que planchaba los domingos. A mi papá sólo le gustaba ponerse camisas de mangas largas. Ese gusto por taparse los brazos le viene de la época en que lo movilizaban para cortar caña. Supongo que a la zafra iba estrujado, pero en su condición de poeta citadino la ropa debía estar lisa.
Yo empezaba por las camisas más difíciles, para salir rápido de ellas. La azul de tela gorda y la que tenía rayitas verdes y rojas no se alisaban “ni a jodía”; había que pasarles un trapo mojado y después darle plancha como loco. Yo, enternecida planchándole las camisas a mi papá, y mis amiguitos del pre metiendo las camisas en la olla de presión para que se estrujaran y poder andar a la moda.
En la calle no me fijo en la ropa de la gente, pero en el teatro soy una detectora de arrugas. No sé si será por mi rigor como crítica teatral o por tantas y tantas horas frente a las camisas de mi papá. En el teatro cubano la ropa estrujada en escena abunda.
La única vez que he salido de Cuba fue a Dinamarca. Fui invitada a pasar 25 días en el Odin Teatret, el más trascendental referente del teatro de grupo en el mundo e integrado fundamentalmente por mujeres. Allí tuve experiencias inolvidables; una de ellas fue reparar una tabla de planchar. Una de las actividades más importantes que se realizan detrás del telón es planchar muy bien la ropa. Cada actriz lo hace con una calma y una energía asombrosas, como si de esa tarea dependiera el éxito de la función. Las mujeres del grupo hablan seis o siete idiomas y además dominan el arte del planchado como nadie en los escenarios del mundo.
Cuando fui al Odin ya mi papá había muerto y habíamos regalado todas sus camisas. Yo regresé del “primer mundo“ con una nueva visión acerca de la planchadera. Una visión idílica, teatral, astral. Ahora solo plancho las camisas de uniforme de mi hijo y cada vez que lo hago recuerdo a las actrices del Odin y a Mary, que planchaba la ropa de todo el barrio.
Pituca, como le dicen, vive justo debajo de mi apartamento. Aprendió a planchar desde chiquitica y cambiaba con su hermana la costura por el planchao. Cuando crecieron, su hermana se hizo costurera y ella planchadora profesional.
Le encantaba su trabajo, aunque a veces Jambrina, que era su esposo, le traía ropa de cuatro o cinco gentes al mismo tiempo y a ella no le gustaba eso. Le decía: “Cuando termine con una, me traes la otra. Sí, porque ese relajo no puede ser”.
Además, ella se daba sus traguitos mientras planchaba en El Cuarto de la Penitencia, como le decía a su puesto de trabajo. Mary planchaba contenta, concentrada en la ropa y en su vasito de ron, que el difunto Jambrina se encargaba de rellenar. Era, según ella, una tarea que relajaba, porque la mente se te pone en blanco, en negro, en azul, en dependencia del color de la ropa que tengas delante.
En El Cuarto de la Penitencia tenía su tabla y sus planchas. “Tenía que tener planchas de repuesto para cuando el fusil se parara, coger el otro”. Las planchas sustitutas eran varias. La que más usaba era La Encontrada. Le puso así porque el padre de sus hijos, que era “buzo”, la encontró en un latón de basura y se la regaló. Además, tenía una plancha que le costó 17 pesos en una tienda del Estado y otra a la que le puso La Tumbabrazo, porque pesaba como 3 quintales.
La Irrompible, la que la sacaba de todos los aprietos, era una plancha hecha en la URSS de tipo Y T 1000-1.2 T 4.1 con forma aerodinámica y un peso aproximado de 3 kilogramos. Aunque hace tiempo que dejó de planchar, ella sabe de memoria las características de su plancha vanguardia. Tiene un bombillo rojo circular que indica el acceso de corriente, tres niveles y las graduaciones correspondientes para planchar el caprón, la seda, la lana, el algodón y el lino.
Mary me llevó a El Cuarto de la Penitencia y allí estaba, recostada graciosamente a la pared del closet. Su extraordinaria combinación de negro y plateado provoca la admiración de quien se acerca a esta reliquia. El franco deterioro de su cable es una muestra fehaciente de los embates del tiempo. Esta plancha, me dice Mary emocionada, ha sobrevivido a los bajones de voltaje, a las brasas y al carbón, cuando aún sin corriente eléctrica tuvo que alisar los uniformes de los niños y reforzar los tachones de las sayas de las abuelas.
Solo una vez quemó una pieza. El calor derritió el bolsillo del pantalón de Félix, vecino del segundo piso y también difunto. Pero el incidente no manchó su expediente de excelente planchadora, ni amainó la fama de su plancha soviética.
Yo he quemado un montón de cosas. Muchas veces pasaba con aquella plancha que “se pasaba” y era como jugar a la ruleta rusa. “A ver si no se quema”, decíamos en la casa antes de comenzar a planchar.
Pero lo de Mary es maestría verdadera. En aquella época, ella cobraba 5 pesos por pieza. Casi todos los días le llevaban alrededor de 20 y con ese dinerito le daba para vivir honradamente antes de la pandemia y el desorden económico de nuestro país. Le iba mejor planchando que siendo auxiliar pedagógica en un Círculo Infantil, que fue para lo que estudió.
Hace unos cuantos años que Mary no plancha. Cuando le pregunto por qué, me responde riéndose, con esa cara suya de feliz resignación: “Porque ya me cansé, Isabelita, me cansé. Yo lo que tengo ganas es de tener una mujer en mi casa que me haga a mí las cosas”.
A Mary la quiero cantidad, me gusta verla contenta y con dinerito. Le conté sobre las actrices planchadoras del Odin, para que sepa que también allá en Dinamarca hay que batirse con la plancha, a ver si se embulla.
Ahora ella es mensajera y nos hace los mandados a varios vecinos. Lo bueno para ella es que a la bodega cada vez llegan menos cosas y la planchadera era todos los días.
Ahora Mary tiene más tiempo para descansar y darse sus traguitos por toda la casa, no solo en El Cuarto de la Penitencia. Ella me habla de aquellos tiempos y yo recuerdo a Jambrina con un palo largo en los hombros, como si fuera un andamiaje chino; pero, en vez cubos de agua, llevaba percheros con la ropa planchada.
“Yo tenía tremendo prestigio planchando”, me dice Mary, y yo sé que es verdad, porque en mi barrio la gente le pide a las mil vírgenes que a Pituca le entren deseos de planchar de nuevo.