Esta es la historia migratoria de Daniela, contada por ella misma, una vez que arribó a tierra estadounidense:
Cuando llegamos nos sentaron afuera, que es donde reciben a las personas y es donde están las computadoras; también hay un guardabolsos donde meten todas tus pertenencias y te dan un ticket. Había cien mil personas antes que nosotros, quiere decir que llegaron de madrugada o sobre las seis de la mañana.
Allí un muchacho nos entregó un turno y nos iban llamando por nombre, nos tiraban una foto, y teníamos que firmar y poner la huella digital en un documento. Había una muchacha, una de esas policías de seguridad de origen mexicano que nos trató súper mal, ella sí nos trató mal; de ahí para allá muy pocos eran los que nos maltrataban, pero esa muchacha nos trató muy mal. Había un frío inmenso, pero un frío inmensísimo, y mandó que nos quitáramos el abrigo, incluso a los niños que habían venido en la “travesía”. No le interesó que fueran niños: mandó que se quitaran los abrigos.
Allí entré el seis de marzo y salí el nueve en la madrugada. En el albergue estábamos muchas mujeres y yo me dije, “contra, no puedo creer que nos tengan a todas aquí”, pero así mismo fue, y todo el tiempo con la luz encendida. En el piso, había alrededor de cuatro colchoncitos, los colchones esos de judo, esos de deporte, muy duros. Y nos dieron unos paqueticos con unos “nylon” plateados que tu abres y los usas para taparte. También había una taza de baño con un murito donde tienes que hacer las “necesidades” así, delante de todo mundo, porque no hay puerta, no hay nada, poníamos el cesto delante para tener un poco de privacidad. Y eso era solo para hacer las necesidades: no había donde bañarse ni lavarse los dientes, solamente te daban unas toallitas húmedas. Para limpiarme la boca lo que hacía era enjuagarme la boca con bastante agua, pues la sentía amarga, “estrujá”, como quien ha masticado mamoncillos.
Nos dieron de comer un sándwich de pollo, unas tableticas energizantes, una manzana, y unos juguitos pequeñitos calientes que no había quién se los tomara. A mediodía lo que dieron fue un taco frío, congelado, que sacaban del refrigerador. Unos tacos fríos de jamón que yo creo que eran lo mejorcito a pesar de lo fríos que estaban; y nuevamente la manzana, la tabletica energizante y el pozuelito de jugo de manzana. Y por la noche nos daban de nuevo una hamburguesa picante cantidad que no había quien se la comiera, y las mismas cosas que anteriormente te dije.
Allí nos pegábamos a un cristal para ver hacia afuera porque todo era muy desesperante, las horas no pasaban. Y cuando tocábamos para que alguien viniera porque se acababa el papel sanitario o algo así, preguntábamos la hora. En general, casi no nos atendían. Había muchachitas que tocaban y decían “me duele la cabeza”, “me siento mal”. Incluso vi a una muchacha argentina, su nombre era Martina, de diecinueve añitos nada más, que llevaba días sin comer, no quería comer, y todo el mundo empezó a tocar, porque la muchacha estaba mal y empezamos a asustarnos. Llegó entonces un oficial, de apellido Martínez, que nos dijo: “no molesten”, y nos tiró la puerta de tal manera que casi le coge el dedo a una de las muchachas con esas puertas de metal, y se lo hubiese arrancado y nada…Le estábamos tratando de explicar que la muchacha argentina no estaba bien, pero él nos decía que no le habláramos, que no tenía nada. No nos abrió más hasta el momento en que, por suerte, era la hora de almuerzo y, cuando abrió, la muchacha ya no estaba desmayada, pero seguía tirada en el piso. Entonces nos dijo que saliéramos, que no la ayudáramos, que ella no tenía nada, pero cuando volvimos de la comida la muchacha no estaba ahí. Ya después por la tarde la volvimos a ver, y nos dijo que la dejaron un rato ahí y le dieron una pastilla, nada más.
El fin de semana no pasó nada, pero el lunes en la tarde me preguntaron por el papelito que me habían dado para que yo pusiera el nombre de mi contacto en Estados Unidos, su dirección y el parentesco que teníamos; y el martes en la mañana me sacó del albergue una oficial rubia que me preguntó si tenía miedo de volver a Cuba, yo contesté que sí, y me pidió que firmara unos documentos en una pantallita con un bolígrafo electrónico, aunque nunca vi lo que estaba firmando. Y nada, cogí y y firmé, imagínate la incertidumbre por no saber lo que estaba firmando; no sabía inglés. Después, cuando me soltaron, supe que con esa planilla estábamos firmando una deportación, proceso que parece que se lo hacen a todos.
Al otro día llegaron los compañeros del ICE (US Immigration and Control Enforcement), que te hacen firmar varios papeles, como el que dice que vas a salir bajo la condición de la I-220A 1, que fue la forma en la que yo salí. También te dan un teléfono y solicitan que te tomes varias fotos: de frente, por cada lado, arriba, abajo y al centro. Por último, te piden hacerte una foto de perfil estilo “selfie”, que es la última que se manda y es la que tienes que tomarte el día de la semana que te toca reportarte por teléfono, en mi caso, los días jueves a las diez de la mañana. A partir del día que el ICE me dio el teléfono, todas las notificaciones y controles han sido a través de ellos, incluso las fechas para ver al Juez de Inmigración.
Y el mismo día que me hicieron el proceso me soltaron. Primero vuelven a entrarte, pero con el teléfono en su cajita. Cuando hacen eso ya tú sabes que te vas, porque ese mismo día nos llevaron en un camioncito de esos pero sentadas más cómodamente para un lugar que era como un motel, un hotel, ahí mismo en California, en San Diego, creo. Allí nos hicieron la prueba de la COVID-19 y, si das negativo, te ponen la vacuna (Pfizer) y te dan la tarjetica para la segunda dosis en el lugar donde vas a residir. Te hacen una serie de preguntas, anotan varias cosas, te hospedan en unas habitaciones con todo incluido, donde hasta la comida es gratis y, si quieres, te dan ropa, zapatos, lo que necesites para viajar en caso de que no tengas ropa. Después te dicen que tienes que avisarle a tu familia para que te saque el boleto de avión, que tienes alrededor de tres a cuatro días gratis para que tu familiar saque el boleto y ellos te llevan, gratis, hasta el aeropuerto de San Diego u otro más que hay ahí, que no lo recuerdo, que eran los dos más cercanos a ese lugar.
Y esa es toda mi historia. Mi familiar, el hermano de mi esposo, me sacó el pasaje el día que llegué al hotel, me hicieron la prueba de la COVID-19, me pusieron la Pfizer, y al otro día en la mañana me fui, porque mi pasaje era a las once de la mañana. Tuve que hacer escala en Las Vegas, en Dallas, y de Dallas viajé al aeropuerto de Miami, y hasta la fecha estoy aquí.
Comencé a trabajar en una joyería, trabajo de nueve a cinco de la tarde, de lunes a sábado. Y aunque me hicieron todo este proceso que te conté de ingreso a los Estados Unidos, hay que sacar cita con un abogado para que te gestione la residencia. Y como eso cuesta dinero, por eso estoy trabajando ahora pa´ poder pagarlo, ¿ves? Porque todo eso se paga, independientemente de la ayuda del gobierno, que te da cosas para que vivas, pero hay que sacar dinero para que un abogado te empiece a tramitar lo del asilo. En eso estoy ahora.
Aunque ahora todavía no puedo hacerlo, una vez que tenga los papeles puedo ir a lugares para estudiar, para que vean que, aunque tienes estudios universitarios, tienes interés por superarte. Aquí está muy bien pagado el cuidado de niños, es super genial y es algo bonito, porque son niños que tienen un problema, y es lindo ver que ayudas a desarrollarse a un niño. Después, quién sabe, me gustaría explorar ser asistente de abogados.
Ahora vivo con la familia de mi esposo, que es como mi familia, y doy gracias a Dios que di con esa joyería: la dueña depositó la confianza en mí, ya me dejan sola en el negocio, no tengo que madrugar, y quieren subirme el salario.
Y mirando a la distancia la experiencia que viví, puedo decirte que el “contacto” que busqué para hacer el viaje todo te lo “pintaba color de rosa”, pero muy lejos de la realidad: los buses en los que nos movían eran públicos, nunca dijeron que teníamos que pagar en los retenes; en fin, nunca dicen como es todo. Dentro de los “guías” había “nicas”, venezolanos, mexicanos… Hubo seguridad en la “travesía” pero, a la vez, todo fue precario e incierto: alojamientos en muy mal estado; transportes abarrotados, con barandas casi sueltas y a velocidades imposibles por esas lomas del demonio; y con personas que nunca te dicen por dónde irás o cómo va a ser.
Los migrantes con los que viajé no eran los mismos, ni tampoco los “guías”, que cambian en dependencia de las conexiones entre países. Pero con los cubanos por los países que anduve sí establecí muy buenas relaciones. Nos ayudábamos mucho, comprábamos cositas de comer, aseo, tú sabes, y las compartíamos…Con ellos fue con los que tuve más empatía. Todavía nos seguimos llamando, nos comunicamos en Estados Unidos, porque subir montañas y cruzar todo un desierto hermana a la gente. Y a pesar de todo lo que pasé, de los momentos difíciles y de agonía, sólo te puedo decir una cosa: ¡Yo para Cuba ni a paloooo!
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Nota:
1 La forma I-220A es un permiso para estar en libertad en Estados Unidos, pero bajo supervisión de inmigración. Información disponible aquí.