Viaje al mercado de Ipiales, una aventura

Foto: www.planv.com.ec

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Por la Occidental abordamos el bus, una mitad con un ansia infantil, supina; otra, con la tesitura a la deriva. Era mediodía y el sol pegaba fuerte, como si entonces resonaran los fines de agosto o los lapsos caniculares. Lidiábamos con un azote seco, una lengua de fuego seca, sin la saliva de La Habana, sin la fustigación, más bien, del sudor oleaginoso de La Habana. Para esos días ya se nos había revelado que Quito era una ciudad árida, de calles áridas, comidas áridas y gentes con desplazamientos áridos sobre lo árido de sus caracteres; una ciudad de poca reverberación y pólvora, sumida en levantar edificios para ricos y hamburgueserías para pobres.

En su epidermis, una ciudad de arquitectura homogénea, atestada de aromas homogéneas (humos de pollos asados al carbón, menestras y fragancias dulzonas en los establecimientos), de comercios homogéneos. Incluso su heterogeneidad es uniforme, lo cual puede resultar terrible.

El parecido de sus vastedades es tal, que las veces que nos hemos aventurado solos por las calles de Quito buscando a andadas —pongamos por caso el Quicentro— describimos trayectos en círculos o nos extraviamos irremediablemente como una jauría sin olfato, por lo que nos volvemos en el bus a la renta, vencidos tanto por la analogía como por la ignorancia del ser forastero.

Craso error preguntar por direcciones o un sitio en particular a los quiteños. Mucho ojo, hacen como que cavilan, se agarran el mentón con la punta de los dedos, señalan a un lado y a otro, y a la primera no estás entendiendo que te van a despachar a Roma, al final del arcoíris o adonde paste el Unicornio azul, y no al asunto nuestro. No fue hasta que exploté Google Maps que me supe a salvo. Un prodigio de aplicación que me forzaba a no olvidarme del móvil y a llevarlo con sumo cuidado en el Trole, en el bolsillo delantero de los jeans y con la mano encima haciéndole escolta. Acá te lo sacan y ni te enteras, me dijo un amigo ecuatoriano.

Google Maps traslucía el Ipiales. Me formaban cerco otros tres cubanos, curiosos, exultantes. El bus había sido abordado en las paradas por vendedores de agua, por cantores de rancheras y de música local detonando en una grabadora, por un adolescente negro y rapero y de ropa estampada, que improvisaba con las canas de uno de los pasajeros y la belleza de una joven esmirriada; por un hombre que hablaba de una enfermedad que sufría en la piel, cuyos trazos exhibiría a los escépticos si hiciera falta, y de que somos hijos de Dios; por una mujer de voz apocada con un bebé en brazos, que hablaba de un esposo hospitalizado, de desamparo, y de que somos hijos de Dios; por otro joven que hablaba de un hogar o entiendo que de una fundación independiente que lo acogió y que fue su escape de las drogas, y de que somos hijos de Dios. Consumado cada discurso, cada argumento, bordeaban los asientos a ambos lados del bus, recolectando dólares. Uno detrás de otro, como por turnos.

Nosotros no somos los hijos de Dios, sino sus padres y por eso los culpables y únicos responsables de nuestras desgracias, dijo José Ramos, uno de los cubanos. Pero no sé si fue por Dios o por Google Maps que hallamos con rapidez el Ipiales, o la boca del Ipiales, una inclinación adoquinada, con dejos arquitectónicos coloniales y matizados.

Compras de cubanos en el mercado de Ipiales. Foto: www.planv.com.ec
Compras de cubanos en el mercado de Ipiales. Foto: www.planv.com.ec

Arrostramos, en su mayoría, cubanos y colombianos en los vanos de las puertas. Venden laptops, máquinas de pelar y de rasurar, taladros, teléfonos móviles Iphone y Samsung Galaxy. Copias chinas, nos diría un vendedor quiteño más adelante, sin esclarecer cómo diferenciaba, de echar un vistazo, la china de la coreana. Ariel Rivero, el más consabido entre nosotros regatea con los precios, sabe que en un momento dado el otro, un colombiano de faz lánguida, va a ceder por la llana razón de que los teléfonos fueron robados y que por ende lo acucia la obligación de liberarlos a destajo. Finalmente acuerdan costo por un Samsung. Ariel antes lo examinaba: de los laptop, supimos, uno tenía la carcasa quebrada en los bordes del teclado. Cuidado, que estos se arriman porque creen que los cubanos que vienen andan forrados de dinero, y así te dan la mala, advirtió Ariel, como si fuera el padre crispado del grupo.

Adentro hay un artemiseño, escuálido y de ojos saltones, absorto por un televisor que cuelga de un brazo de fierro, que salta raudo a lo suyo, atiende a una familia de holguineros que arrima los vientres al mostrador. Y hay unos pinareños devorando un congrí y pollo frito, un plato que nos habían anunciado a nuestro ingreso.

Adentro se nos va estrechando el paso, son corredores delimitados por las filas donde cuelgan las ropas, yacen las exhibiciones, vociferan los tratantes, constriñéndonos.  Elaboran exclamativas como cubano, asere, cómprame esto que es de primera. Y del golpe me entero: La palabra asere en las cuerdas vocales de un ecuatoriano es un espectáculo más horrible que guasón.

Por los conductos del Ipialeas obstan camisetas, ternos, abrigos, medias, corbatas, jerséis escandalosos o sobrios, lentejuelas, marcas copiadas, jeans con bordados de clown, parcos, rectos, ahogados, cintos, calzado deportivo. Ordenados con desorden.

Se nos ha comentado que el abigarrado Ipiales es el sanctasanctórum de los cubanos que viajan al Ecuador a henchir el equipaje y revender las compras a la vuelta, o solo de los que vuelan a La Habana con el manso deseo de llevarse obsequios económicos.

Y estábamos escuchando precios, calculando. Distando poco del Palacio de Carondelet, la residencia oficial del presidente. Había en el Ipiales quien nos vendía más caro por cubanos y quien nos rebajaba, por cubanos, y no se lo callaban. He pagado un reloj por un total y le han dado del mismo ejemplar a una señora venezolana por un valor más alto, delante de mí.

Cubanos de compra en el mercado de Ipiales. Foto: www.planv.com.ec
Cubanos de compra en el mercado de Ipiales. Foto: www.planv.com.ec

Cuando agotábamos los corredores nos corta la salida un ambulante sobrecargado de pasta dental, a quien repulsamos de mutuo acuerdo. El hombre, ya venido a menos, insiste con unas píldoras de viagra. Rivero le dice que no las requerimos, que los cubanos disfrutan de erección permanente, que las mujeres del Ecuador la prueban y abandonan todo como locas. El ramalazo provoca que el ambulante, de momento, siga ambulando, engullido ahora por las multitudes.

Rivero trae motivos para su bilis contra los ecuatorianos. La semana anterior había llevado a su hijo de cuatro años a una guardería, donde lo dejaría por cuestiones de trabajo. Al identificarse como cubano, les tiraron la puerta en las narices.

En el Ipiales imaginé que libraría de los niños ecuatorianos pidiendo dinero, y pienso que si una sola persona en los albores de su existencia tiene que mendigar, el país al que pertenece está muy podrido, luego pienso que en La Habana también hay niños que piden a los turistas. En otras ocasiones he dado un dólar, como Cervis, que siempre se acuerda de sus hijos, pero con los días se nos metaliza el alma. Sobrevivir sabe a iniquidad. En una de aquellas veces le pagué a una vieja gitana en el parque El Ejido, y no le permití que me leyera el futuro. Le tengo miedo a ese, le dije, y volví sobre mis pasos.

Al término de los primeros corredores hay una pequeña ecuatoriana que vende colchas de motivos aniñados. Le pregunto por su edad y dice que va a cumplir los doce. Ha hecho las vacaciones pregonando las colchas. Ayuda a su madre, que teje. Los cubanos le compran por decenas, algunos han sido sorprendidos por el frío nocturno y naturalmente árido de Quito. Después hay una anciana cuyo cometido son los bolsos, las carpetas y mochilas. Dice que los cubanos son muy educados y emprendedores, que hace tiempo que vive casada con un sandinista. Ambos son seguidores de Fidel, su proyecto, el de ella, es irse a pasar sus postrimerías a Cuba, con una mensualidad de 200 dólares.

Por la Occidental tomo el bus, saturado de personas, voy arqueado por el peso que traigo del Ipiales, busco el intersticio donde ubicarme, donde invocar, siempre que me sea permitido, mi solipsismo. Ya me lo habían advertido, que en Quito nadie se ofrece a llevarte una bolsa en los buses como en las guaguas de Cuba, pero una señora con un rosario colgado del cuello, lo hace, se coloca los envoltorios en el regazo. Dios, tal vez, estuvo allí.

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