Morbo

Foto: Calixto N. Llanes

Foto: Calixto N. Llanes

Dos amigos muy queridos, llamémosles Osvaldo y Vilma, sugieren que escriba sobre la manía que tiene mucha gente de hacernos saber que lo que hemos comprado, o las gestiones que tuvimos que hacer, hubieran sido mucho más baratas, y más ágiles los trámites si antes les hubiéramos consultado. Esas personas que en cuanto nos miran, exclaman: “Yo una vez tuve una blusa igualitica a la tuya, pero la regalé porque no me gustaba”, o “¿gastaste 10 pesos en eso… cuando en la esquina de mi casa cuesta 5?”, con lo cual no podemos evitar la sensación de haber sido estafados.

Efectivamente, existe entre muchos de nosotros (no en todos, por fortuna) la necesidad de estropear un momento feliz o, al menos, satisfactorio. Ya el maestro Secades, en fecha tan lejana como 1942, señaló en una estampa maravillosa (gracias a la cual obtuvo el Premio de Periodismo Justo de Lara) lo siguiente, refiriéndose al momento en que somos enjuiciados en un tribunal: “…después de sufrido el madrugón y celebrado el juicio, aparece siempre el amigo que nos dice que por qué no se lo dijimos. Después del juicio y de la multa, nos encontramos a los que fueron compañeros de colegio del juez. Y a los que con el juez, de chiquitos jugaron a la pelota. Terminan diciéndonos que no seamos tontos. Y que cuando tengamos otro caso les avisemos”.

Este tipo de personaje, al parecer, es común, antiguo e irreductible. Siente el placer morboso de demostrar superioridad, aunque sea a través de tontos argumentos (“yo lo sabía; ya lo conozco; sé dónde hacen eso más rápido; si me lo hubieras dicho antes”…), de donde se deduce que en realidad padecen de inferioridad. Hay que tener la autoestima muy baja para encubrir desdichas personales comentando lo bobo que hemos sido, la tontería que hemos permitido, y lo mucho que nos han timado.

En nuestro país, donde una firma requiere aproximadamente tres carreras maratónicas, un documento cualquiera exige cuatro sellos timbrados y la obtención de un certificado demanda de paciencia, de aplomo, de ecuanimidad, y de unos cuantos pesos añadidos, se comprenderá el disgusto que causa que al obtener dichas reglamentaciones, alguien nos diga que nos hubiéramos ahorrado tiempo, neuronas y dinero “de haberlo sabido antes”. Hay un refrán muy antiguo, atribuido a pobladores de la zona oriental de Cuba, posiblemente haitianos cuya lengua impuesta es el francés, y que no alcanzaron a pronunciar bien el castellano, que dice: “Si tú vení aye, tú comé pueco”. Me encanta la irónica manera de mostrar el morbo al cual aludo, en este caso referido al momento en que llegamos a un sitio, y nos dicen con mucha pena que aunque los pastelitos están sabrosos, el flan del día anterior era insuperable. De alguna manera, siempre habrá alguien que nos mortifique. Lo ideal es, como antídoto, pasar por alto los comentarios, hacernos los indiferentes, sonreír ante este tipo de persona. Pero nuestra idiosincrasia lo impide. Por mucho que nos esforcemos, nos molestan las frases impertinentes, inoportunas.

Veamos: Se rompe la lavadora de la casa. Entramos en una vorágine al intentar que se cumpla lo prometido el día de la compra del equipo, o sea, acudimos al taller de reparaciones cuya dirección la vendedora nos anotó al dorso de la propiedad. Por razones desconocidas, esos talleres quedan muy lejos de la casa. Y de la tienda. Y además, quienes allí laboran no se dedican a reparar nada, sino que su función primordial consiste en calmar al iracundo cliente que ha llegado hasta allí. Nos explican que por una sarta de motivos, la lavadora debe ser evaluada en primera instancia, luego transportada hacia Boyeros, donde radican los mejores técnicos. Una vez depositada allí, se lleva a cabo una segunda inspección (viene a ser como la segunda opinión de un neurocirujano antes de la trepanación del cráneo), para, con suerte, comenzar la reparación en un período comprendido entre tres y seis meses, al cabo de los cuales avisan al cliente para que proceda a recoger el equipo, y abonar el costo del arreglo. Entre pitos y flautas, lavamos a mano. Lavar a mano durante medio año significa bursitis del hombro, tendinitis del codo, dedos de la mano en resorte, osteocondritis en el pecho, y un mal humor indescriptible. Más o menos a los ocho meses de iniciada la vorágine, nos avisan del Taller de Boyeros que podemos pasar a recoger la lavadora. Con nuestros medios, en el transporte que consigamos. Hemos entrado en la fase final, qué bien. Contratamos a un chofer de camión particular, y sacamos el equipo, recogemos al enfermo que ha sido dado de alta. Abonamos los costos que nos piden todos los elementos de la cadena, a los que se añade el buchito de café para el vecino que tiene la amabilidad de reinstalarnos la lavadora, y la echamos a andar. Han transcurrido doscientos cuarenta días, hemos gastado el salario de un mes y la mitad del siguiente, nuestro esqueleto parece un garabato y nuestro ánimo anda por el manto freático, pero ¡tenemos lavadora! Al día siguiente, al llegar al trabajo, comentamos nuestra recuperada confianza en el mejoramiento humano, y entonces Zás, la del Sindicato nos dispara a boca de jarro: “Chica, mi hermano es técnico A en lavadoras, si me lo hubieras dicho antes, te lo mando a tu casa y gratuitamente y en menos de veinticuatro horas…” No la dejamos terminar la frase. Limitándonos a ejercer nuestro derecho ocular, fuertes bocanadas de lava hirviente salen de nuestros párpados. Como aquella canción que decía “si tu mirada matara…” porque hay morbos que resultan intolerables. Carecemos de la llamada flema británica, y nos alborotamos en un dos por tres.

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