Los tíos de la escuela

Foto: Abel Rojas.

Foto: Abel Rojas.

Personajes peculiares nos acompañaron en nuestros años de trabajos juveniles. Una vida laboral que creíamos insertada en el programa estudiantil como parte de nuestra formación, pero que, además, estaba destinada a ayudar a la economía del país, sin que fuéramos conscientes de la importancia de trabajar bien. Nada era enteramente sorpresivo en la recién iniciada década de los 70s. Teníamos doce años y aprendimos a sembrar tomate, a recogerlos más tarde, a cosechar pepinos, papas y café, y a escardar cebollas, entre otras labores. Durante los primeros años, el trabajo era puramente agrícola. Nos llevaban en guaguas desde La Lenin hasta el campo-campo, donde unos trabajadores de verdad nos esperaban. Les llamábamos los tíos del campo, aunque algunas mujeres cumplían igual función. En aras de simplificar el relato, les diré Tíos.

Eran rudos, como suelen ser los campesinos reales, no los de postalitas ni de retratos junto al bohío y el palmar. La misión de los Tíos era garantizar que hiciéramos bien el trabajo, para lo cual, nos enseñaban a cultivar, a recoger, a cuidar, a amar el campo, cosa que hasta entonces desdeñábamos, como buenos niños citadinos que éramos. No solían jaranear con nosotros, aunque tampoco nos castigaban. Dos mundos se nos abrían a la vez: el campo, el fango, el frio o el calor de la tierra; y el sentido de cumplimiento de un deber, en este caso, “la norma”. Casi nunca cumplíamos la cantidad de tomates que debíamos recoger, ni la de pepinos ni la del café, pero los Tíos jamás nos reprendieron. Con el paso del tiempo, nos dejaban solos en el campo, una vez que confiaron en que no sucedería ningún accidente. Nos encantaba ese tipo de soledad. Hacíamos de todo, menos producir. Jugábamos a lanzarnos frutos y vegetales, a escondernos, nos enamorábamos, fumábamos escondidos. A veces llevábamos sal en un cartuchito, y ahí mismo en el surco, comíamos pepinos y tomates, más o menos limpios.

La teacher

Se formaban parejas de aguateros, cuya función consistía en abastecernos agua fría, transportada en unas latas enormes. Los vasos eran laticas perforadas por un lado, al cual le injertaban un palo, a modo de asa larga. Ignoro como los Tíos conseguían agua fría, pero así era. Cada cierto tiempo, la pareja de aguateros (el dúo era rotatorio, ya que se consideraba un privilegio asumir esa tarea, y de paso, huirle a la tierra), cargaba la lata grande y las dos laticas como vasos, e iba puesto por puesto, surco por surco, llevando agua a cada uno de nosotros. Los aguateros también eran responsables de llevar merienda desde la escuela hasta el campo, de manera que a media tarde, o a media mañana, según el horario, cesaba el trabajo que apenas hacíamos, para merendar. Luego de otras dos horas de disimulo agrícola, regresábamos a la escuela.

Por motivos que nunca entendimos, luego de dos o tres años, las actividades del campo eran sustituidas por otras, menos rudas y menos sucias. Confeccionábamos pelotas, guantes, gorras y pañuelos en la industria deportiva, por un tiempo. Más tarde, nos tocaba trabajar en la Fábrica de pilas, o ensamblando pequeños radios. Ahí sí producíamos un poco más, aunque también la diversión estaba incluida. Recuerdo que con estaño y un soldador llamado cautín, hacíamos muñequitos, y pulíamos las esferas de nuestros relojes en el mismo equipo destinado a hacer brillar las cajas de radios. Ya en el último año, regresábamos a la tierra, pero solo por los alrededores de la escuela. En todas estas actividades, nos enseñaban y supervisaban Tíos, expertos en cada materia. Las cosedoras de la industria deportiva, por ejemplo, llevaban años haciendo ese tipo de tarea, eran expertas, y nos transmitieron su gran experiencia.

En lugar de aguateros, un dúo de nosotros se ocupaba de encerar los hilos de coser. Recuerdo a Ohilda y a Annia, colegas nuestras, quienes llegaron a adquirir gran destreza en eso de encerar cordeles haciéndolos pasar por enormes bolas de cera. Por cierto, solo ellas tuvieron la inmensa suerte de saludar a Joan Manuel Serrat cuando fue de visita a la escuela. En realidad, ambas refunfuñaban esa tarde, porque debían dejar encerados los hilos para la jornada del día siguiente, mientras el resto del grupo se retiraba a almorzar. Luego nos contaron, rebosantes de placer (y las escuchamos, repletas de envidia) que Serrat llegó a la Industria deportiva, y al contemplarlas, se les acercó y las besó.

Los Tíos de la Fábrica de pilas y de la industria de radios, recibían cuotas de leche adicional, para evitar envenenamientos por las sustancias tóxicas propias de esos lugares. Un incipiente mercadeo paralelo se establecía en esos sitios: los Tíos y las Tías nos vendían cremitas de leche, raspaduras y caramelos a muy pocos centavos, que nosotros, entre radios, baterías y cautines, comprábamos. Masticábamos a hurtadillas, para que ningún profesor se percatara. Existía gran complicidad entre estos Tíos y nosotros.

Cuando avanzábamos en años (y en cursos), y correspondía regresar a la tierra, volvíamos a la rectitud de los Tíos de campo. Ya en 12 grado, siendo responsables de mantener los bellísimos jardines del frente de La Lenin, o los cultivos del Huerto, que se encontraba al fondo, a mi grupo le tocó un Tío no solo férreo, sino espantoso, pobre hombre. Con la crueldad que caracteriza a los adolescentes, lo apodamos El Cucarachón. “Ahí viene El Cucarachón”, decíamos, y adoptábamos actitud de trabajadores serios. En cuanto se retiraba, volvíamos a nuestras andanzas. Una tarde, no acudió al huerto, y como es lógico, el grupo entero se dispersó. Nos fuimos por ahí, a deambular, a nuestras cosas. Creímos que nunca descubrirían la falta, pero resultó que al día siguiente, La teacher nos llamó a todos a la dirección de la Unidad, junto al Tío. Fuimos un poco nerviosos, dispuestos a explicar lo inexplicable. La jefa del grupo, Clara Frenes, habló en nombre del colectivo: “No trabajamos ayer porque, en honor a la verdad, el compañero Cucarachón no asistió en tiempo y forma” (y lo señaló con solemnidad, como si le estuviera diciendo Gran Señor). La cara de La teacher, la de todos nosotros, pero sobre todo, la cara del Tío, eran de campeonato. Escasos segundos bastaron para que reaccionáramos. “¿Qué usted ha dicho?”, bramó La teacher. “¿Cómo me llamó?, preguntó Cucarachón, y “Perdón… quise decir… que el compañero…” añadió Clara, en medio de las sonoras carcajadas que no pudimos evitar.

“Lárguense inmediatamente”, gritó La teacher, al tiempo que nos señalaba la puerta, como quien tiene extrema prisa. A partir del día siguiente, ella misma, en persona, se encargaría de supervisarnos el trabajo. Eso duró pocas semanas. La teacher no podía dedicarse a vigilarnos en el huerto, con tantas responsabilidades que cargaba sobre sus hombros. No obstante, tuvo el buen tino de designarnos a una mujer, una Tía bastante bonachona, con quien llegamos al fin del curso. Nunca más supimos del pobre Cucarachón. Espero nos haya perdonado, éramos pesadísimos, la verdad. Como puede comprobarse fácilmente, personajes peculiares, y de cierto modo inolvidables, nos acompañaron en nuestros años de trabajos juveniles.

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