Corren los 2000. La entrada a la Universidad de las Artes es un camino sin vuelta atrás. Imaginé la escena mil veces, pero no alcancé a calcular Elsinor, (1) la ciudadela de ladrillos, una de las escuelas de arte erigidas por la Revolución en un poético ejercicio de poder: sobre la clase vencida, sobre una manera de entender el mundo, la historia. Eso lo sabré después. Ahora la intuición me guía entre los recovecos, descubro que resulta imposible no creer en utopías dentro de estas paredes. Es un rito personal, de iniciación en la Facultad de Arte Teatral.
“La arquitectura tiene que ser emoción” (2), dijo Roberto Gottardi (3), el arquitecto. Y Elsinor consume, aprieta el pecho. Urge crecer y ser parte. Ladrillo tras ladrillo, palimpsestos de sentidos, en tantas direcciones: porque la idea proyectada sobre una metáfora…, porque estos espacios que contienen el universo…, porque laberintos de inspiración medieval que se tornan explosión de verde, de luz, desde los ventanales de las aulas…
Un paréntesis: durante las clases en estas aulas-luz el cuerpo duele. No importa que la profesora siente las bases para dinamitar los límites, hay que hacer contorsiones para llegar a la libreta. El cuerpo duele. Las razones de la incomodidad toman las paredes, como aquella mancha de humedad. Y una empieza a esbozar un: ¿a quién se le ocurre?… La ignorancia es osada.
Los aprendizajes se suceden. Y la escuela, su historia, forman parte de los más entrañables. No recuerdo fechas, pero las secuencias se agolpan: aquel hombre ágil, resuelto, sube un peldaño y otro, repasando resquicios. Maravilla la encarnación del mito. Es Roberto Gottardi. Lo veo siempre en la distancia. Un amigo que estudia arquitectura me ha dicho que es el mejor maestro. No encuentro difícil creerle.
Difícil, en cambio, entender. En el principio del principio, los 60. Gottardi lleva menos de diez años de graduado y nunca ha tenido la responsabilidad absoluta de un proyecto. Eso está por cambiar. Ricardo Porro (4) llama: en Cuba quieren las mejores escuelas de arte del mundo. Vittorio Garatti (5) se enlista en la aventura. Gottardi recoge el guante. Hay que proyectar, construir, enseñar… todo de golpe, a la vez, sin mandatos, prefiguraciones, topes presupuestarios; sin posibilidad de importación de materiales –por eso el ladrillo, la cúpula catalana, las soluciones locales. ¿El imperativo? Crear la belleza (que no será unívoca, ni unidireccional), hacerla habitable, asible. En estas edificaciones, la lección primera de quienes se quieran artistas.
El caminar de Gottardi devuelve esa historia –que parece irreal– de un sistema de ventanales, marcos, asientos que no llegó a instalarse; de un juego con la luz, con el concepto de teatro, pensado para el teatro y sus hacedores, que no terminó de cristalizar… Porque con el 65 se interrumpen las obras: no son útiles.
Y, sin embargo… en las décadas siguientes se gestan eras dentro de estos contornos. Cambian las caras, los tiempos. Aquí se lee, se piensa, se habla, se actúa, se escribe, se dibuja, se palpa, se baila… se crea. Hay un regocijo en el privilegio de estudiar en este Elsinor propio, cálido, inacabado… indiscutiblemente vivo.
Las aulas situadas en las afueras de la estructura eran originalmente para el intercambio teórico. Gottardi (el artífice, el inventor, el arquitecto) –que partía del contexto para esbozar cualquier nuevo proyecto, entendió el teatro como maridaje de teoría y práctica. Un sector descubre al otro caminando, pensaba. Por eso, de regreso de los espacios-luz, los talleres que hacen posible la puesta en escena. Y, luego, las plazas para la representación, que no se concluyeron. Una comunidad, un objetivo: hacer teatro. En el caminar, que es decir en el crear, dialogar, confrontar, fluir, las concurrencias que lo hacen posible.
Cuando comencé a ver a Gottardi en los pasillos o plazoletas, las escuelas no fueron más un misterio, una historia personal, un dolor en el cuerpo que tiene nombre: abandono. Se hablaba de finalizar lo trunco. Las ansias se reedificaron y Gottardi proyectó en 2007 nuevos escenarios a partir de una nueva concepción del teatro: los tiempos, el arte, el hombre, habían cambiado. ¡Tanta fuerza parece necesaria para volver atrás y transformarlo todo!
En medio de la algarabía llegó la mudanza (6). Otro edificio, sin fantasmas propios, sin capacidad de contener el mundo, nos recibiría. No competirían como extensión de la enseñanza el sonido de los cuerpos contra el tabloncillo, los tambores batá o el llanto desconsolado de un ensayo, la Joplin que ayuda a terminar un traje…
Las generaciones siguientes quisieron saber cómo era habitar, aprender la ciudad-castillo. Y el deseo de trasmitirlo. Y la certeza de saberlo imposible. Tomaron algunos talleres, volvieron para algún festival… En este devenir, el mito sobre las escuelas y sus arquitectos crece: llegan reconocimientos, premios (7), declaraciones de Monumento Nacional (2013), un documental (Unfinshed Spaces, 2011)…, pero el nuevo proyecto no llega a ejecutarse.
Y Elsinor persiste, como otrora, ya sin Gottardi. Volvemos a los palimpsestos de sentido que se suceden, incansables: pienso en mi generación, otra más, que vivió el sueño de una ciudadela proyectada y construida por jóvenes; en los entuertos del camino, que anunciaban las callejuelas custodiadas por ladrillos, esa esquina que esconde una puerta, esa ventana que anuncia el abismo; pienso en quien concibió ese mundo para el teatro, que hoy hubiera sido otro; y pienso en quienes pusieron ladrillo sobre ladrillo para dar forma a la idea. Y el tercio terminado de una escuela, mía, suya, abandonado a su suerte, duele, como el cuerpo en otro tiempo doblado sobre la libreta, como la generación que no habita estos espacios.
Notas
1 Nombre con el cual se conoce al edificio de Arte Teatral concebido por el arquitecto italiano Roberto Gottardi. Hace referencia al famoso castillo de Kronborg, en Elsinor, Dinamarca, donde se desarrolla la historia de Hamlet, de William Shakespeare.
2 Citado de Orlando Inclán: “Entrevista doble con Roberto Gottardi y Ángela Rojas”, en Dédalo, dic. 2010.
3 Roberto Gottardi (Venecia, 1927-La Habana, 2017) se graduó en 1952 en el Instituto Superior de Arquitectura de su ciudad natal. Se contrató en Venezuela en 1957, donde coincidiría con los arquitectos Ricardo Porro y Vittorio Garatti. Tres años más tarde llegó a Cuba con el encargo de construir las escuelas de arte en el exclusivo Country Club habanero, convocado por Porro. En la Isla Gottardi haría su vida.
4 Ricardo Porro (Camagüey, 1925-París, 2015), arquitecto cubano, fue el coordinador del proyecto de las escuelas de arte y quien sumaría a Gottardi y Vitorio Garatti al proceso. A su cargo estuvieron las escuelas de Artes Plásticas y Danza Moderna.
5 Vittorio Garatti (Milán, 1927), arquitecto italiano vinculado al quehacer de las escuelas de arte, responsable de espacios que se dedicarían a Ballet y Música.
6 En palabras de Fernando Rojas, viceministro de Cultura: “en 2006 se desalojó la facultad de teatro y en 2009 se iniciaron las labores constructivas, consistentes en la reparación de la parte de las cubiertas de su área techada. Las obras se han realizado con mucha lentitud y algunas no se han podido iniciar por falta de fondos. Antes se logró reparar la Escuela de Danza de nivel medio y la Facultad de Artes Plásticas”, citado de Las escuelas nacionales de arte de La Habana (Michele Paradiso, 2016).
7 En 2012, el gobierno de Italia le entregó a Gottardi el premio Vittorio de Sicca en la categoría Arquitectura, galardón que compartió con Garatti y Porro. En 2016 el arquitecto de la escuela de artes dramáticas sería reconocido con el Premio Nacional de Arquitectura de Cuba.