En Miami el cisma religioso entre criollos y tradicionalistas es un dato. Los criollos practican de la Regla de Ocha o santería, un producto típicamente cubano resultado de la lucha agónica entre dominación y resistencia, y de la transculturación. Los tradicionalistas siguen el original africano —y más propiamente, a la cultura y las prácticas religiosas yorubas— tomadas como plataforma de despegue. Hablando mal y pronto, Cuba vs. Nigeria.
Esta suerte de viaje a la semilla de los segundos es, entre otras cosas, una consecuencia de la globalización y la diáspora. Pero también ha repercutido en la Isla, hasta hace poco considerada médula de la santería y “auténtica exportadora de esta cultura en el mundo”. Cuba no es una campana de cristal, ni se agota en esas imágenes de carros viejos y sonoridades musicales autóctonas y descontaminadas que parecen inscritas en piedra en el imaginario occidental común.
Sin embargo, en religión, como en política, lo real es lo que no se ve. El obturador del problema consiste, básicamente, en lo siguiente: los primeros quieren mantener la “pureza” de la regla de Ocha, tal y como se la enseñaron sus mayores en la Isla; de ahí su renuencia a aceptar modos, rituales y prácticas que consideran ajenos a su “esencia”. El arco de implicaciones es amplio: abarca desde rechazar el empleo de un caracol africano en los rituales de iniciación hasta no admitir en las ceremonias la presencia de creyentes afiliados a la religión tradicional yoruba. Estos aceptan más de un orisha en la cabeza; los otros, no.
Y tal vez lo peor: los últimos quieren expulsar a los iniciados en Ocha que violen un pacto que nadie ha suscrito, una práctica de torquemadismo y castigo más propia de la Iglesia Católica que de una religión cuya virtud histórica, si alguna, es la horizontalidad y no el verticalismo institucionalizante, ejercido en este caso por una minoría a la que, sin embargo, se debe la pelea para que en Estados Unidos se reconociera a la santería como una religión tan legítima como cualquier otra y para que los sacrificios no fueran perseguidos por las autoridades policiales, que actúan en función de leyes vigentes regulando la crueldad contra los animales.
Fue un dato nuevo que tuvieron que enfrentar al trasplantarse a otro medio cultural, en el que muy a menudo esas expresiones de religiosidad de origen africano —santería, vudú, candomblé— se estigmatizan socialmente como demoníacas, exóticas e incivilizadas —en breve, ajenas al llamado credo americano. El caso del sacerdote Ernesto Pichardo, de la iglesia Babalu Aye de Hialeah, constituyó sin dudas un paso hacia delante, aunque a la larga no exento de problemas, después de un dictamen de la Corte Suprema (1993) que marcó un parteaguas y concitó adhesiones y simpatías en medios liberales estadounidenses por constituir un indicador alteridad, y en última instancia de pluralismo, diversidad y multiculturalismo.
Pero en este punto esos mismos actores caen, no tanto por razones teológico-rituales que no son de mi competencia, sino por lo más importante: por reproducir las limitaciones de una cultura matriz en la que señorean la centralización, la exclusión y la homofobia, lastres muy difíciles de quemar, como un combustible pesado. Y, desde este punto de vista, el microclima donde se mueven tampoco ayuda porque demasiadas veces es más de lo mismo. No valen mucho las hojas de parra en el sentido de reconocer las libertades religiosas garantizadas por la Constitución de Estados Unidos, por un lado, y por otro botar de los predios a quienes violen normativas por ellos impuestas. En la entrelínea hay otras dos palabras terriblemente reales: poder y control.
Pero hay aquí implicado otro problema: el ejercicio de la religión, que forma parte de la cultura, no puede permanecer al margen de los tiempos, caracterizados por una transnacionalidad y una porosidad fronteriza que descolocan de por sí cualquier intento de esencialismo. Voy a mencionar solo tres datos al pasar por este tema: el in-between es hoy la norma; la hibridación, un modo de ser y existir; las literaturas nacionales ya no pueden constreñirse a la lengua como requisito sine qua non de literaturidad. Se trata también un problema de miras y, sobre todo, de futuridad.
Alguien escribió alguna vez que tradición que no se abre está condenada a repetirse —y peor aún, a estancarse y no pasar la dura prueba del tiempo. Por si se ha olvidado, conviene recordar aquí que los cakes y los violines, de amplia aceptación en la santería cubana, no vinieron de Nigeria, sino de Estados Unidos y Europa, es decir, que ni en su génesis misma ni en su historia la Regla de Ocha fue una villa carolingia o un salón de operaciones culturalmente aséptico.
Y quizás lo más importante: que el ecumenismo significa la posibilidad de encontrar la comunidad dentro de las diferencias, mucho más en el caso de dos sistemas que son árbol y rama, dedo y huella.