Enrique, el que más gana

Enrique. Foto: Dahian Cifuentes.

Enrique. Foto: Dahian Cifuentes.

Un montículo de latas aplastadas yace sobre el empedrado suelo de una calle de La Habana Vieja. Al lado, latas vacías esperan –hacinadas en un saco– la violenta operación de constreñimiento. La única herramienta es una piedra y, por supuesto, una espalda de hierro. Enrique Rodríguez, nacido en La Habana hace 71 años, se agacha de 300 a 400 veces por día. Esos son sus cálculos.

Antes de empezar a conversar me cuenta que ha estado muy triste. Su madre murió el 31 de diciembre de 2016. Justo 3 días antes de cumplir 105 años. Sus ojos, descaminados por un estrabismo atroz, alcanzan a lagrimear.

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Hace 14 años Enrique sufrió un accidente en un barco. Pertenecía a la policía de guarda frontera, donde era conocido como el Mexicano, más que nada por su porte de actor de telenovela entonces. Tras el incidente, el Estado cubano lo jubiló con una chequera mensual de 200 pesos (8 dólares).

Cuando el médico encargado de su caso le dijo que estaba incapacitado para desempeñar cualquier actividad física, Enrique sólo pensó en las dificultades que se le vendrían encima. Pero fue el mismo médico el que, sin querer, le dio la idea de un trabajo en el que ningún ministerio se metería. Le dijo que no podía ni siquiera agacharse a recoger un papel del piso. En ese momento, Enrique soltó el bolígrafo que llevaba en su mano y, frente a él, se agachó para levantarlo.

Al salir, le preguntó al primer recolector de latas que vio cómo era el asunto y, sin más, al día siguiente empezó a trabajar.

– Y eso que también tengo problemas cardiacos y asma crónica –dice.

– Entonces, ¿por qué fuma? –replico.

– Eso ya no me hace daño. De hecho, de unos años para acá he vuelto a sentir la vitalidad de cuando tenía 30 años. No me canso, rindo más en mi trabajo y duermo muy bien. Gracias a Dios tengo buena salud para poder buscar la comida de mi casa –responde.

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Las latas las compran solo si están aplanadas. Enteras no las compran. En un saco caben hasta 18 kilos, prácticamente el mismo peso que alcanza cualquier saco de cemento.

Enrique lleva casi 13 años en el gremio. Dice que antes todo era mejor porque pagaban 12 pesos (medio dólar) por kilo. Pero ahora, lo máximo que pagan es 8 (30 centavos de dólar). Lo que pasó, dice, fue que un día salió por la televisión un locutor preguntándole a gente en la calle que quiénes eran los personajes que más ganaban dinero en La Habana. Algunos dijeron que los médicos y los enfermeros, otros que los deportistas, hasta que apareció un señor diciendo que los que más ganaban dinero en La Habana eran los recolectores callejeros de materia prima, y empezó a sacar cuentas: un día normal de trabajo, una persona puede recolectar, con toda tranquilidad, unos 5 kilos de latas, lo cual equivale a 60 pesos (2,50 dólares).

– Aquí, que a alguien le vaya bien, siempre es sospechoso. No solo el Estado, sino la gente en general es envidiosa –añade con resignación.

Sus manos están empachadas con callos de todos los tamaños. Trabaja todos los días, de 8 de la mañana a 6 o 7 de la tarde. Depende del movimiento turístico y la sed que hayan experimentado los viajeros. En 15 días puede llegar a aplastar hasta 50 kilogramos en lata. De ahí saca para mantener a su esposa (con la que lleva 52 años de matrimonio) y a su consentidísimo hijo de 35 años. De su salario también extrae el capital para comprar sus dos paquetes diarios de cigarros.

– De estas latas se saca la materia prima para fabricar las cazuelas de cocina, las ventanas, las puertas de aluminio, cucharas, tenedores, de todo. Realmente nuestro trabajo es muy importante.

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– ¿Qué es lo que más le gusta de La Habana?

– Lo que más me gusta de La Habana es que me da trabajo.

– Y lo que no le gusta…

– Lo que no me gusta de La Habana es vivir en ella.

Al terminar nuestra conversación rompe en tímido llanto. Recuerda mucho a su madre. Dice que el 22 de agosto será el cumpleaños de ella y que irá a visitarla al cementerio.

– ¿No era que su madre había muerto el 31 de diciembre pasado, tres días antes de cumplir 105 años?

Deja de llorar. Se limpia los ojos con su mano derecha y, despectivamente, me muestra esa misma mano pidiéndome “una colaboración, porque la situación está muy difícil”.

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