ES / EN
- diciembre 24, 2025 -
No Result
Ver todos los resultados
OnCubaNews
  • Cuba
  • Cuba-EE.UU.
  • Economía
  • Cultura
  • Cartelera
  • Deportes
  • Opinión
  • Podcasts
  • Videos
  • Especiales
  • Cuba
  • Cuba-EE.UU.
  • Economía
  • Cultura
  • Cartelera
  • Deportes
  • Opinión
  • Podcasts
  • Videos
  • Especiales
OnCubaNews
ES / EN
Inicio Cuba Sociedad Tradiciones

¿Quieres hoy cenar conmigo?

Anárquicos, libertos, los amigos convocados aquí se soltaron a crear "a su aire". Les ofrecimos como pie forzado una cena utópica.

por
  • Alex Fleites
    Alex Fleites
diciembre 24, 2025
en Tradiciones
0
Carlos René Aguilera. “Cena bucólica”, 2025. mixta sobre papel, 21 x 25 cm.

Carlos René Aguilera. “Cena bucólica”, 2025. mixta sobre papel, 21 x 25 cm.

Getting your Trinity Audio player ready...

Anárquicos, libertos, los amigos convocados aquí se soltaron a crear “a su aire”. Les ofrecimos como pie forzado una cena utópica. Pero de “forzado”, nada, respondieron a coro. Bendita insubordinación la suya que produjo estos relatos y estos espléndidos dibujos para no dejar pasar por alto los festejos navideños.

Hay quien trajo a la mesa a un ser querido. Hay quien inventarió las nochebuenas de su infancia. Hay quien nos recordó la ¿pasada? penuria. Hay quien invitó a mujeres ilustres, de su panteón de escritoras admiradas. Hay quien, a falta de otra cosa, pero sobre todo por soberana elección, nos incita a comer flores. Y hay quien se revela a la adversidad política y geográfica, amplía los márgenes de una foto, y da cabida a la misma cantidad de gente que guarda en su corazón.

De esta manera, OnCuba quiere desearles a nuestros lectores una Navidad cargada de esperanza, y no solo a ellos, sino también a las personas que éstos aman, y a los que aman las personas que aman, y así, hasta el infinito.

Tenemos una historia que defender y un país que levantar. Metamos el hombro, acortemos, de una vez, el futuro.

En la palma de la mano

Alejandro Aguilar (Camagüey, 1958) 
Narrador y poeta

Tengo un recuerdo vívido de aquellas fiestas navideñas en mi casa de la infancia. Viene a mí como una película que comienza en formato de dibujo animado. En un plano muy general veo la calle Palma, en el corazón de la ciudad de Camagüey, tan cerca, a unas 10 cuadras de la pizzeria El Gallo y la iglesia de la Soledad, y tan distante en su pobreza de calle de tierra, de la belleza e hidalguía de la urbe colonial. Familias pobres de trabajadores, en su mayoría negros y mestizos; territorio de peligro, violencia y también de familiaridad entre vecinos. 

Durante las fechas navideñas se declaraba tácitamente un armisticio. Cesaban las rencillas y peleas; las mujeres y muchachos barrían y regaban la calle para aplacar el polvo. Desde días antes, al universo sonoro de la calle se añadía el gruñido de los cerdos, que las familias que podían costear traían de los campos para la cena de Nochebuena; la suya y la de los vecinos menos favorecidos. Aparecían adornos con coloridas cadenetas de papel o con hojas de periódicos si la necesidad apretaba, el acarreo de sacos de arroz y de frijoles. Las cestas con los turrones, avellanas, nueces, uvas y manzanas que se distribuían de manera organizada en las bodegas cercanas, según la planificación que en esos años comenzaba a imponer el nuevo gobierno.

Por esos días se escuchaban muchas historias, avivadas por la nostalgia, en las que se recordaban las desgracias que sufriera la gente del barrio durante la dictadura derrocada unos pocos años antes, y se reivindicaba “lo que ahora tenemos” y sobre todo “el futuro luminoso que vendrá”; llegaban familiares de los campos o algunas familias se ausentaban para ir a unirse con los suyos en lugares menos deprimidos que el barrio.

Mi casa era toda alegría, tanta, que el viejo se pasaba de celebraciones muy temprano, y aunque no faltaba a sus obligaciones de proveedor y era de los primeros en garantizar los víveres y todo lo necesario para una buena fiesta, también inauguraba las preocupaciones en casa con su euforia superlativa y algún que otro incidente fuera de control.

Carlos René Aguilera. “Cena cubista con fortuna”, 2025. mixta sobre papel, 21 x 25 cm.

El hoyo en el patio, para el asado que iniciaba desde la esperadísima madrugada del 24, ya estaba abierto días antes, con el concurso de amigos y vecinos. Una mesa larga que se conseguía uniendo muebles de todo tipo para garantizar lugar a quien llegara; la música del tocadiscos RCA Víctor o de la radio de tubos arrinconada en una esquina del patio, el tanque de 55 galones rebosante de hielo y cajas de cerveza… todo estaba listo desde muy temprano; y los deseos de diversión, desde mucho antes. 

Ya en formato de película, se ve a mi familia, humilde pero con muchas esperanzas y ganas de celebrar la vida. Mi madre, una mujer noble y tranquila, desheredada por sus padres españoles por haberse unido a un cubano pobre, ferroviario, “y  para colmo, comunista”, decían aquellos gallegos, aunque mi padre no tuviera idea de política, solo porque se había enfrentado a los soldados del régimen anterior. Luego los vecinos, algún que otro familiar que de vez en cuando pasaba por allí… y todo el que en el barrio se enterara de que “en la casa de Nano hay cerdo asado en púa”. Si había confianza y se atrevían, allí estarían compartiendo con mi familia y asegurándose de comportarse con respeto para no despertar la ira del “capitán Enrique”, como le llamaban a mi viejo cuando la lucha que la mayoría en el barrio llamaba con orgullo y hasta con gratitud, “la Revolución”.

Ya en formato documental, recuerdo un detalle que opaca siempre a los demás. Sobre el amanecer, se comenzaba a asar, con la idea de tener todo listo a media tarde. Cuando ya la carne se acercaba a su punto más delicioso, mi padre arrancaba masas blancas del costado, venía hacia mí para hacerme creer que, como un gran chef, era yo quien determinaba si la carne estaba lista. Me ordenaba untar mi mano de sal, pasarla sobre la carne del cerdo que me ofrecía aún humeante, y certificar su calidad. Ni qué decir que sin tener idea, con mis 4 o 5 años, daba un mordisco a riesgo de quemarme la lengua, y por supuesto, confirmaba que me encantaba aquel sabor. Bastaba con mover la cabeza afirmando, y todos los presentes, familiares, amigos y curiosos, estallaban en un aplauso y se destapaban más cervezas, mientras yo desaparecía entre los cuerpos e iba a buscar refugio al fondo del patio, para que no me encargaran más responsabilidades de adulto como aquella.

Más de 60 años han pasado desde esas vivencias. La memoria, tan selectiva como es, ha borrado todo lo desagradable que pudo haber en los tiempos de mi infancia y adolescencia, las carencias y los malos recuerdos de una vida extremadamente humilde y violenta, que ya recogí una vez en mi libro Ojos de niño… Solo me deja recordar la alegría de momentos como aquellos de la Nochebuena, el cariño de los míos y aun el afecto de los amigos con los que peleábamos un día sí y otro no. 

Recuerdo que entonces vivíamos con una fuerte esperanza por el futuro que vendría colmándonos de todo lo que entonces carecíamos y anhelábamos. La vida cambiaría en cuestión de meses o unos pocos años, el país volvería a ser próspero y justo, para el bien de todos… Allí estaban las manzanas y las uvas, los turrones, las nueces, las avellanas… para asegurarnos que aquel momento difícil era solo una pausa, que lo bueno vendría enseguida… y bueno, estaba el cerdo asado en púa, tan nuestro que nunca faltaría, y que parecía ser el guardián de nuestra esperanza. 

Me acerco a los 70 y hace más de 20 que vivo muy lejos de aquella tierra, más lejos aun del barrio en el que nací; pero cada Nochebuena, no importa dónde esté ni en qué ambiente me halle, pongo sal en la palma de mi mano izquierda y, con la derecha, tomo una tira de masa blanca del cerdo, la unto de la sal en la otra, y la degusto con ese recuerdo fijo en mi mente, y hago una leve señal de confirmación moviendo la cabeza. Si alguien está cerca y en ese momento me observa, podrá ver en mis ojos, aun por encima de mis lentes, un pequeño brillo de esperanza. Luego, bajarán por la pantalla las tres letras que indican el fin de la película, y ojalá, de la espera. 

Solo pensé en ti

Laura Llópiz (La Habana, 1977)
Diseñadora gráfica

¿Qué te parece si vienes a comer conmigo hoy? Sí, es 24. Estaré sola y quise invitar a comer a alguien muy especial, con quien me hiciera mucha ilusión compartir. De pronto me han dado la oportunidad de armar una comida con la compañía ideal, y enseguida pensé en ti. No solo pensé en ti, sino que solo pensé en ti.

Como ambas nos llenamos con muy poco, haré un solo plato: papas rellenas. Sé que te gustaban mucho, no porque me lo hayas dicho, pues no recuerdo que habláramos de esas cosas, sino porque te quedaban tan ricas que se me hace imposible concebir que no te encantaran. Rellenas de picadillo de res, obvio. Se cae de la mata.

Si quieres, podemos comer temprano, sobre las siete. Creo que te gustaba comer temprano también. Pero te pido que vengas antes, mucho antes. Si puedes, desde las dos o las tres. Primero, porque me gustaría que me vieras cocinando, preparando las cosas; pero, sobre todo, porque deseo mucho volver a ver tus ojos claros con luz de día, y fascinarme observando cómo cambian de color a medida que la tarde cae. Y también porque todo lo de la comida es un pretexto. Es cierto que quiero cocinar para ti, pero lo que más quiero es que conversemos durante mucho rato, todo el rato que sea posible. 

Hace un tiempo escuché que las mujeres tenemos una relación especial con nuestras abuelas maternas. No recuerdo los detalles de la idea, pero tenía que ver con los ombligos, con cosas que se transmiten por el cordón umbilical. De momento me pareció un idea muy hermosa y también muy certera, pero luego me pregunté si no sería puro sesgo de confirmación, si no estaría dejándome encantar por la coincidencia de lo bien que nos llevábamos tú y yo. Entonces dudé, el sesgo de confirmación es peligroso. Y un poco después, te confieso, rechacé esa afirmación de plano, la odié un poco. 

Carlos René Aguilera. “Pasta cubista”, 2025. mixta sobre papel, 21 x 25 cm.

No tengo hijas. Entonces, si esa idea es cierta, no podré tener nunca una relación así especial con alguna nieta. ¿Te imaginas? Eso me molestó. En cualquier caso, la relación que tuve contigo fue especialísima. Y bueno, no me conociste como mujer, no llegaste a ver esta versión de mí, así que la idea esa de los ombligos será para otras abuelas y nietas. 

Me pregunto con frecuencia qué pensarías si me vieras, si estarías orgullosa de mí, si te sorprendería algo, si confirmarías alguna predicción. Me gusta pensar que eras sabia a pesar de haber llegado solo a tercer grado en la escuelita rural de tu pueblo, al final de Matanzas, así que seguro previste cosas de la mujer que yo iba a ser. Imagino que aprobarías cómo organizo las cosas, cómo educo a mis hijos… o que me reprenderías dulcemente por lo que no te pareciera atinado. Pero la actividad en que con más frecuencia me sorprendo imaginando que me observas es cocinar. No sé si mis primeros y rudimentarios tostones, que fueron todo lo que alcanzaste a probar hecho por mí, te habrán dado una pista sobre el gusto por cocinar que deparaba mi futuro de entonces. Pero deja que pruebes las papas rellenas, me hace mucha ilusión.

Por cierto, no creo que tuvieses muy claro cuánto me gustaban a mí tus papas rellenas. Probablemente, si alguien te preguntara, dirías que prefería tus buñuelos. Y no estarías lejos de la verdad, claro que me encantaban. Tú sabías que hacer aquellos ochos era para mí como jugar con plastilina, y que me impacientaba mientras molías el puré de boniato, caliente todavía, en esa máquina que seguro sabes que conservo. Y el brillo que se me prendía en los ojos cuando me servías los primeros, recién salidos del aceite caliente, cortados en trocitos pequeños para que no me quemara la lengua, tiene que haber sido muy elocuente para una abuela como tú. Además, con lo mona que era yo para cualquier comida salada (la que alimenta de verdad), a lo mejor no pensarías en papas rellenas. Pero quién sabe: el día que afirmé que tú abrías las papas, les ponías picadillo dentro, y luego las volvías a cerrar sin dejar ninguna huella te reíste muchísimo. Luego, cuando añadí que pensaba lo mismo sobre meter el fanguito dentro de la lata de leche condensada y volver a cerrarla, casi hay que darte respiración asistida. Y yo no entendía nada, qué era lo cómico. Para mí estaba clarísimo que tú sabías cocinar todas las cosas del mundo, y no había ninguna magia en abrir una papa y volver a cerrarla, sino pura destreza. Tanta como en poner sólido un flan que empezaba siendo líquido, ablandar unos frijoles que al inicio eran semillas duras, o convertir la leche en natilla. Me gusta pensar que a partir de ese día observaste cómo comía tus papas rellenas. Si lo hiciste, habrás comprobado que me gustaban mucho.

Me encantaría decir que aprendí a hacer papas rellenas contigo, pero lamentablemente no dio tiempo a que me enseñaras a cocinar. Te fuiste demasiado pronto. Una de las últimas imágenes que tengo de ti es sobre la cama, tomando a regañadientes una papilla que no te había cocinado yo, pero que insistí en darte. A mi mamá y mis tías les apartabas la boca, apretada, cuando venía la cucharada. Conmigo te la tomaste, al menos esa papilla, al menos esa tarde, o al menos así lo recuerdo. Y si yo en ese entonces no sabía ni hacer una papilla, qué vamos a decir de torrejas, chícharos o papas rellenas. Claro que no me enseñaste, o no me enseñaste de la manera convencional. Sin embargo, el matiz que yo busco cuando cocino es el que tenían tus platos, la comida que comí los primeros quince años de mi vida. Pelo los plátanos y las viandas como te veía hacerlo a ti; tengo el aceite en un frasco de cristal, como tú; y en mi cocina tiene que haber una tabla de madera para cortar las especias. Son cosas que me entraban por los ojos, como decías.

Mira, así hago las papas rellenas, ya me dirás si te parece correcto. 

Pelo las papas y las corto en trozos, no demasiado pequeños para que no se desbaraten. Las hiervo en agua con sal y laurel. Cuando están blandas las hago puré con un tenedor grande y les agrego mantequilla. El picadillo es aparte, sofrío en orden, ají primero, luego añado la cebolla y después el ajo, todo picado chiquitico. Después echo la carne y lo voy revolviendo. Sal, pimienta, comino y vinagre. Cuando ya está medio cocinado le adiciono un poco de puré de tomate, no mucho para que quede sobre lo seco. Y lo tapo para que termine de hacerse. Me gusta echarle perejil al final, después de apagarlo, pero nunca te vi haciendo eso, ya me dirás si te gusta. Daremos tiempo a que se enfríe todo mientras conversamos, recuerda que te dije que quiero conversar. Después armo las papas, hago una bola en la mano izquierda, la empujo un poco con el pulgar de la derecha para hacer espacio y le echo una cucharada de picadillo. Cierro con más puré de papa y empanizo con huevo y pan rallado. Después, cuando ya tengamos hambre, las frío en aceite caliente.

Como ya estás muy viejita, cortaré las tuyas para que se refresquen y no te quemes la lengua.

Vendrás, ¿verdad? No te demores. Voy a ir pelando las papas.

La suma de muchas cenas de la niñez 

Erian Peña Pupo (Holguín, 1992)
Poeta y periodista

Mi cena idílica —esa que es la suma de varias: cumpleaños, celebraciones del día de las madres, fines de año y esquirlas de días comunes, pero sazonados por las manos de las abuelas en el primer hogar— es la cena de la niñez. Una cena —aunque usar esta palabra no era usual— que reconstruyo a partir de la evocación de días que no se repetirán, pero que uno insiste en añorar para que la memoria demore mucho más en perderlos. 

Esta cena, comida criolla en la vieja mesa de madera del comedor de la abuela materna, tendría que buscarla, para traerla al presente, a finales de los años noventa o en los primeros de los 2000. Entonces yo era un niño de campo que crecía, con todas las libertades de un niño de campo: correteando en las llanuras; comiendo frutas que, silvestres, se desprendían maduras; bañándome en los arroyuelos o en los caminos desbordados por las lluvias, en una familia donde no se conocían las pérdidas o las ausencias —que vendrían agolpándose después— y donde la abuela era el sólido tronco que mantenía en su lugar las ramas del árbol bajo cuya sombra nos resguardábamos el resto. 

Entonces en mi barrio, a unos diez kilómetros de la ciudad de Holguín, no era usual celebrar la Nochebuena y menos la Navidad, al menos como se celebraba en otras partes del mundo y, probablemente, ya en esos días, también en Cuba: cena familiar, regalos traídos por el barbudo y encanecido Santa, arbolito navideño y guirnaldas iluminadas. (Aunque ya empezaban a aparecer arbolitos en las casas, encendidos con la poca electricidad de esos años: arbolitos “originales” y otros, como alguno que tuvimos, cortado en el monte de un árbol con hojas pequeñas y duras de puntas afiladas, que al secarse permanecían sin caerse y que adornábamos con farolitos y cadenetas de papel, lazos de envolturas de caramelos, guirnaldas tan curiosas como la imaginación permitía). Pesaba quizá décadas de prohibiciones y miedo que habían opacado en la familia campesina la celebración en esa fecha y la espera, en cambio, del 31 de diciembre (era muy poco común posponer la celebración para el primero de enero). Aunque sí se festejaba, creo recordar, en las iglesias protestantes cercanas, que realizaban su cena el 24. Entonces, como no se puede añorar lo que nunca jamás se vivió, parafraseando a Joaquín Sabina, mi cena ideal de Nochebuena es la suma de muchas otras y es tan criolla como sencilla (aunque, a la luz de hoy, sería todo lo contrario). 

Sobre la mesa familiar yace, al caer la tarde, el cerdo asado en púa y con leña. Nada de carbón. Poco antes de bajarlo, cuando está dorado, varias ramas de guayabo sobre las brasas le aumentan algo más el ansiado toque crujiente del “pellejo” o del “cuerito”. No hay comida servida en platos, el cerdo está abierto a las manos que se sirven a su manera. 

Antes, con las vísceras, se preparan las morcillas, rellenas también de excedentes cárnicos, las “tripitas fritas” disputadas por los niños, el fricasé de hígado… El convite cárnico se acompaña con el oloroso congrí —así, congrí: ni moros y cristianos ni arroz congrí— cocinado en el fogón de leña de la abuela, con sus pimientos abiertos y abundante comino. Antes de bajarlo del fuego, varias cucharadas (o cucharones) de manteca esparcidos se van derritiendo y mezclando por el calor. Y para el que no quiere congrí, pues podría ser en el campo comida usual, está el gran caldero con yucas abiertas y humeantes, aliñadas con otras cucharadas de manteca o en el plato con apenas ajo y zumo de naranja agria; lo mismo que se esparce con un poco de sal sobre las fuentes desbordadas de rodajas de tomates, lechuga y col, las ensaladas de esa época del año. 

La otra versión —porque al ser una cena ideal permitiría una pequeña, aunque sustanciosa, variación en el plato principal para gusto de los comensales— estaría presidida por un fricasé de cerdo. O un cerdo en fricasé, que no es lo mismo ni sabe del todo igual en su versión criolla. La carne se cocinaría lentamente, al fuego constante de la leña y cortada en grandes postas o trozos, hasta quedar reducida y concentrando en la mezcla de grasa y especias todo el exquisito sabor del cerdo (Así, en un procedimiento habitual en la cultura culinaria campesina, las familias podían conservar más, en su propia manteca, las carnes cocinadas en tiempos en el que la electricidad escaseaba o no existía). 

Para acompañar el derroche, el café siempre listo (en colador criollo y también en cafetera) y los dulces caseros, dulcísimos: los casquitos de guayaba con el fresco queso criollo hecho en casa, blanco y oloroso; la mermelada de mango, a veces más fluida y otras tan concentrada que se le decía membrillo; el dulce de las casi moradas y muy dulces cerezas de la niñez, que no son otra cosa que las acerolas… Y aunque en el recuerdo se ausentaban las bebidas alcohólicas, podría añadirse discretamente a la conversación de sobremesa varias cervezas y como elemento extraño, una botella de vino. 

En esta cena lo más importante, más que las peculiaridades del menú, es el calor de las voces y los afectos de la familia reunida y gozosa. Y a la familia primigenia, con los niños corriendo alrededor de la casa de la abuela y las conversaciones y las bromas, sumaría la familia manzanillera, la de mi Vane, y también a varios buenos amigos. Y como la cena es idílica, podría suceder en cualquier momento del año o estar en un rejuego de tiempos borgeanos: expandiendo sus tantas variaciones y ocurriendo siempre. 

Con vista a lo insondable

Laura Domingo Agüero (La Habana, 1985)
Coreógrafa y poeta

Sentada en uno de los sillones de hierro de la azotea de mis abuelos en La Habana y mecida por la brisa y el canto de los gorriones, me encantaría invitar a tres mujeres a una conjetural cena de Navidad.

La primera, María Zambrano; porque el misterio es génesis que se instaura entre el orden y el caos, en el vacío; y es el claro del bosque existencial que define nuestro fatum. Ella y yo nos saludaremos con la pregunta, ¿en qué dolor me escondí? Y este será el entrante con sabor a fruta perdida, ¿en el paraíso?, un níspero, quizás, o un marañón, que castiga los labios de quien lo engulle.

Este inicio bastaría para despertar el hambre de belleza. Y como el estómago grita lo que el cerebro calla, se romperá así la membrana de las omnisciencias hasta llegar al amor. De él se irá desplegando la fuerza que, como parte de todo ciclo, a veces se pierde y a veces se recupera. La mujer en su seno lo sabe, alineada al recorrido lunar. Ella conoce la sangre de la semilla perdida y sabe que todo cuaja y se siembra, pero hay cosechas de todo tipo. La mujer conoce el precio exacto de la vida que sucede a la destrucción.

Y como el tiempo, mediante ciertos atajos, quizás es atravesado en una dirección y en otra, podría juntársenos Juana Borrero en el puesto de los abismos donde se remueven las pasionales olas, para que lo natal venga cargado de profundas y entusiastas búsquedas, los maduros versos de la adolescente que se apresuró en descender.

Una cena con pru oriental, la bebida de raíces y de yerbas que es memoria de mi infancia. Se fermenta y se entierra para reposar hasta que “madura” y puede enfriarse para ser servida luego de un estallido con aroma dulce y ancestral.

Me niego a que la fatalidad no estimule el ímpetu. Pero ningún descenso sin lucidez trajo de vuelta a alguien a la luz. El acceso a esos focos que destellan en todo albor tampoco invita a la rebeldía. Me gusta pensar en la reconstrucción, que es un saciarse desde dentro, con poco, pero esencial.

Pienso que, para entrar en el deleite del primer plato, iría acompañada de Simone Weil. Un primer plato compuesto de frituras de calabaza hechas con harina de trigo, vainilla, canela y trozos hervidos del vegetal. Se preparan a mano los bultos de esta masa, se pasan por huevo batido y se ponen a freír. Deben llevarse después a la boca aún humeantes.

Y porque todo debe ser camino hacia la plenitud, el primer peldaño en la definición de la libertad es el autorreconocimiento. No existe cambio profundo sin contemplación y estudio de lo divino. Tampoco sin sabiduría del amor. Así, en cada Navidad queremos renacer y estamos invitados racionalmente a ello.

Pero no nos olvidemos de poner más azúcar a las frituras si así se desea. La dulzura es también un acceso al conocimiento.

Luego, el plato segundo y más importante (como un versículo sagrado): arroz imperial.

Se alista un sofrito que incluya salsa de tomate, cebolla, comino, orégano, sal, pimienta, ajo y cuanta cosa pueda agregársele. Se pone a cocinar el arroz y, aparte, también el pollo deshuesado con caldo o vino seco. Después se junta todo y se va depositando en la fuente por capas, como una lasaña, cada una impregnada de mayonesa y de queso. Encima de todo, aceitunas y pimientos a modo de decoración.

Dicen que se trata de un ejemplo casi exclusivo de la gastronomía cubana. Pero lo singular y lo plural están unidos como principio y fin. Si algo tendremos que superar todos en el futuro será la adhesión excesiva a las fronteras, a cuanto se aleje de la pluralidad.

Así estaré en mi fiesta imaginada, con vista a lo insondable. Porque todo lo que fue puede volver, y en su mejor forma.

No hay mesa sin adorno. Por ello vuelvo sobre la luz y su importancia en los sueños. También sobre el goce. La alegría salpicada del resplandor que derrite la cera y de aquel otro emitido por las lámparas. Merecemos ambos. Y la aurora, el ciclo por venir. 

Aquellas cenas de antaño

Gumersindo Pacheco (Cabaiguán, 1956)

Narrador

En estos días de fin de año, de resúmenes y fiestas renovadas, acuden a mi mente los tiempos de la infancia. Tal vez sea porque es la etapa de la vida en la que estamos más “completos”, cuando casi nada nos falta. A esa edad conservamos vivos, por lo general, a los abuelos, a los tíos; a los tíos abuelos y a las decenas de primos que siempre nos suelen acompañar. Nada nos faltaba entonces: los hijos y los nietos no existían, y no había forma de extrañarlos.

¿Con quiénes desearía cenar en este fin de año del 2025…? Como se trata de una cena utópica, quisiera sentarme con toda aquella gente, muchos de los cuales ya no están.

Entonces siempre se asaba el puerco de Nochebuena en una cena para toda la familia, no importaba lo pobre que se fuera. Todo era un derroche de alegría. Los villancicos sonaban en la radio y la televisión, y se recibían los regalos de fin de año. Era como la canción de Serrat: Hoy el noble y el villano / el prohombre y el gusano / bailan y se dan la mano / sin importarles la facha.

Recuerdo particularmente una cena en casa de la tía Esperanza, a mediados de los años sesenta. Por suerte, no presencié el sacrificio del puerco, que en aquel entonces todavía me causaba una profunda impresión. Cuando llegamos esa mañana, el portentoso lechón ya estaba estirado sobre las brasas de carbón, cubierto con hojas de plátano. El humo subía lentamente, expandiendo el aroma de las especias por toda la campiña.

Pero lo mejor era la alegría de disfrutar a los primos. Correteábamos felices alrededor del lechón y por los potreros aledaños o nos sentábamos a descascarar maníes, avellanas y nueces mientras comíamos higos, dátiles, pasas y un montón de cosas más que únicamente se podía hacer en Navidad.

Afuera de la casa, al aire libre, se había improvisado una impresionante mesa con infinidad de taburetes. Lucía un mantel blanco con figuras alegóricas al nacimiento del niño Jesús, y sobre él se alineaban varias decenas de platos con sus respectivos cubiertos. Una instalación eléctrica improvisada había sido dispuesta para cuando los comensales se arrimaran al caer la noche.

Además de los padres y tíos, había muchos allegados. Los hombres bebían ron y charlaban animadamente en el patio; las mujeres ayudaban a la tía Esperanza con la comida, las ensaladas y los dulces caseros. De vez en cuando, alguna bebía sidra o vino tinto. Los niños disfrutábamos de refrescos caseros de cuanta fruta existía, refrescos “de botella” —así llamábamos entonces a un brebaje cubano que no tenía marca—. Todo era tan hermoso que parecía una película: fuentes de arroz congrí, yuca con mojo, ensaladas de tomate, lechuga y aguacates. Del maíz brotaban tamales, atol y majarete; también había tostones y plátanos maduros fritos. Los quesos criollos blanqueaban la mesa en varios puntos. Luego, el lechón asado llegaba echando humo sobre las fuentes, cortado en rodajas y cubierto con mojo de ajos. El pellejo parecía crujir antes de tiempo. Botellas de sidra, de champán, de vino blanco, tinto y rosado se alzaban orondas entre los platos y las fuentes.

La gente comía, bebía, charlaba durante todo el banquete. Luego aparecieron los postres: mermelada de guayaba, dulce de toronja, de naranja (llamado membrillo), además de las delicias importadas: turrones de Jijona y Alicante, de almendra, de maní; y uno dulzón de dos colores, cuyo nombre no recuerdo. Por último, las parejas bailaron hasta bien entrada la madrugada del 25.

Todo estaba casi a la altura de Rafael de Valentín cuando recibió la “piel de onagro” en la obra de Balzac: ¡Quiero una cena rigurosamente espléndida, una francachela digna del siglo en que, según dicen, todo ha sido perfeccionado! […] ¡Quiero que el libertinaje, delirante y rugiente, nos lleve en su carro de cuatro caballos hasta más allá de los límites del mundo…!

Se sentía eso mismo, que estábamos más allá de los límites del mundo. Desconozco las recetas empleadas en la confección de semejantes platos, no tenía cómo averiguarlo; pero jamás he vuelto a disfrutar de una comida como la de aquellas Navidades de la infancia. Tal vez se deba al paladar casi virgen que entonces poseía. No lo sé. Ya ni yo soy yo, ni estas cenas de ahora son aquellas.

Carlos René Aguilera. “Plato frío”, 2025. mixta sobre papel, 21 x 25 cm.

En lo que se hace la carne

María Lorente Guerra (La Habana, 1999)
Dramaturga

Más que la cena, añoro la espera de la cena, la preparación, la planificación, la expectativa. Nací en 1999, en una Habana llena de carencias, pero mis padres me protegieron de las duras verdades detrás de cada esfuerzo por llevar un plato a la mesa. Al contrario, aquella preparación me resultaba incluso divertida y emocionante. 

Los preparativos para la cena de navidad podían comenzar incluso dos meses antes. Se buscaba la carne como un tesoro oculto. La mejor carne, la del mejor precio, o una de dos. Recuerdo que mi mamá un par de veces salió de La Habana en busca de aquella carne perfecta. Una carne que pudiéramos pagar. Pienso en esa travesía de mi mamá ahora y me duele su esfuerzo. Sin embargo, en aquel momento yo lo sentí como una aventura. Mi mamá era una aventurera que salía fuera de provincia a buscar el tesoro escondido, como los héroes de las películas y series que pasaban por la televisión. Había algo muy cierto en aquella interpretación de la infancia: mi mamá era ciertamente una heroína. 

La carne entonces permanecía guardada en el congelador, envuelta en nylons, y tapada por paqueticos secretos de las comidas aburridas del resto del año. Hasta que llegaba el día 23 y la carne entonces podía salir de su escondite. La carne esperaba en el fregadero mientras se descongelaba después del tiempo de encierro, ante nuestros ojos curiosos que la veíamos poco a poco revelarse con sus partes rosadas, blancas y rojas. 

El horno se abría por primera vez después de un año y dejaba paso a la reina del baile. Mi papá era el encargado de cocinarla. Se levantaba desde las 6 de la mañana a empezar el proceso. Ya para las 11 el apartamento estaba inundado con el olor. En el edificio, nuestro olor destacaba. Se podía sentir el olor de otras casas, de otras familias con carnes traídas de quién sabe dónde, a quién sabe cuál precio. Pero la nuestra olía mejor, yo lo sabía.

Es en esa espera que empiezo a sentir un hambre horrible. Es casi mediodía, y la carne no va a estar lista hasta por la noche, según mi papá. Abrimos el horno y mi papá para convencerme me enseña que por dentro la carne sigue soltando sangre. No se puede comer todavía, pero el olor me está engañando la barriga. Entonces mi papá ofrece hacerme de almuerzo un picadillo a la habanera, mientras espero a que esté lista la carne. 

Picadillo a la habanera, receta de última hora para aplacar el hambre de María (3 raciones)

Ingredientes:

– El picadillo que hiciste ayer, del que quedó la mitad en la olla y guardaste en el refrigerador. Digamos que son 300 g 

– Tres huevos. Los últimos tres que estaban en la bandeja de los huevos del refrigerador chino.

– Arroz congrí. Lo tenías preparado para la cena de por la noche, pero le sacas unas tres raciones pequeñas para almorzar.

– Un plátano maduro. Ya los tenías comprados para la cena de navidad, pero separas uno.

Preparación:

Hay que levantar el sabor del picadillo de ayer, así que lo echas en la sartén junto a las especias que tengas. Tal vez un poco de cebolla picada, un poco de ají verde, y un poco de sazón Goya del que mandó algún amigo desde Miami. Cuando el picadillo esté mejorado, lo separas en un plato aparte y, en la misma sartén, con esa misma grasita con sabor, fríes los tres huevos. Es importante que los huevos queden quemados por los bordes, pero no tan cocinados por arriba. Que cuando los pinches, le salga todavía un poco de yema. Mientras haces esto, en otra hornilla ya vas friendo los plátanos maduros.

Cuando todo esté listo, lo sirves: el arroz congrí va en el centro del plato; el picadillo, en la parte superior del plato; el huevo va arriba del picadillo; los plátanos maduros van a un costado. Después de servido el plato, se sientan los tres —mamá, papá e hija— a la mesa y comen con el olor de la carne asándose al fondo, a la expectativa de la cena de por la noche. Es simple, pero es perfecto.

Nota: Le puedes agregar ensalada al gusto, pero aquí no la añado a la receta porque a la niña María en esa época no le gustaban los vegetales. 

Proteína invertida o la caja de Pedrito

Omar Estrada (Camagüey, 1963)
Artista visual y poeta

El viaje de Ciego de Ávila a La Habana, en una de esas guaguas que te esculpían “Girón” —recordatorio imborrable de la derrota— a lo largo de la columna vertebral, fue tortuoso y agotador. Sin embargo, viajábamos contentos “a casa” tras una semana en el Hotel Santiago- Habana que, pese a su quinta categoría, era un paraíso ante la perspectiva de volver a nuestra supervivencia habanera del Período Especial.

Corría el año 1994 y mi compañero de alquiler, un joven David Álvarez —músico que intentaba arrancar su carrera “en la capital”— había conseguido una serie de “conciertos de fin de año” en Ciego, con todos los gastos pagos.

Ante la tentación, me sumé a la banda con todo mi desafine de pintor (no me dejaron cantar: terminé de vestuarista y escenógrafo) para, de paso, escaparme al Camagüey cercano y ver a mi hijo de cuatro años.

De regreso y muertos de hambre —no nos dejaron sacar ni un refresco del hotel—, Anita, la dueña de nuestro alquiler, nos informa que Pedrito, un primo manzanillero de David, nos había dejado una caja de comida el mismo día que salíamos de viaje. De más está decir que se nos iluminó todo… menos el garaje donde, en una esquina, en el suelo, encontramos la caja de cartón, húmeda, sospechosamente pestilente y amarrada con unas tiras que evocaban la entrega de la madre, preocupada por el condumio de su futuro músico, casi adolescente.

—David, esto huele mal.

—Tranquilo. Hay que revisar…

Cargamos la caja como quien carga un ataúd y, ya abierta sobre la mesa, descubrimos el manjar prometido: arroz, frijoles, plátanos (ya mulatamente maduros), tomates (traslúcidos y temblorosos), lechugas (que parecían hojas de tabaco en su sepia), ajos, cebollas (gelatinosas aguas malas en miniatura), un pomo de manteca de puerco (rancia) y, cerrando la promesa, ¡cinco libras de carne de res!… sudorosa, de un sospechoso verde viridiana y un hedor que no podía ocultar su procedencia ilegal.

—Alvarúskuyo, ¡esto no nos lo podemos comer!
—¿Tú estás loco? Desde La carne de René no leo la palabra carne ni en la Biblia.

—David, asere, nos vamos a enfermar…

Mi cocinero favorito de la época, con giro reflexivo-musical, me espeta:

—Omar, asere, tú eres guajiro y has comido gorriones y tomado agua de los charcos. ¿No has oído que la gente está cocinando las frazadas de trapear para venderlas como “pan con carne”? ¿…y las pizzas de preservativo, a ver?

—Mijo, eso enferma. Dentro de ese pedazo de masa verde olivo ya las bacterias tomaron la estructura y esto es directo pa’l hospital.

Ahí el hombre entró en una explicación tan convincente –ahora no sé si fue el argumento o el hambre– que terminé escuchándola completa:

–Mira, eso se hierve y se bota el agua hasta que se le quite la peste. Después la deshilachamos, la freímos y con el resto del envío ¡le metemos un sofrito sobrenatural! Mijo, es mejor que la frazada y, al fin y al cabo, ¡la proteína es la carne misma!

Sin mucho convencimiento, pero absolutamente seguro de que no me iba a comer aquello, lo dejé proceder.

Se instaló nuestro Villapol manzanillero en la cocina, ¡a todo gas! (había), y comenzó a hervir el muerto que, en sus esencias, con cada hervor me recordaba más a los Aghori de la India.

Tras doce herviduras, el resultado era prometedor.

—Flaco, huele…

Cero hedor, olor ni color. Pero no me atreví a probarla. Efectivamente, la alquimia del hambre había logrado la reversión. Era pura ley de la negación de la negación. En la fuente (prestada para la ocasión por Anita –¡Ustedes están locos! ¡Se van a morirrr!) yacía —verbo nunca mejor utilizado— una masa deshilachada, inodora, incolora y presuntamente insípida, que evocaba más a las famosas frazadas de trapear que a un pedazo de animal.

Inspirados por el resultado, y yo aún recuperándome de la peste del agua botada —rol de asistente que me tocó, a lo Margot— pasamos a la segunda parte: el sofrito.

Aunque asquerosón en su blandez, olía bastante bien, pero había que subir la parada.

—Omar, hierve más tomate y trae la botella de vino.

La botellita regalada para Navidad por un francés farandulero, se sumó a la alquimia. 

—¿Tenemos vinagre?
—No… ácido acético al 1% (conocimiento adquirido de una prima egresada en Química).
—¿Laurel?
—Asere, hojas de mango…

Y así se fue conformando el manjar que, unas tres horas después, ya no recordaba el cadáver recibido sino su condición exquisita.

Nos bañamos, nos servimos parte del vino que quedó, David sacó la guitarra, montamos la mesa y… ¡ZASSSS!

—¡Daviddddd! ¡Omaaar!

Ahí estaba parte de la banda, todos de La Habana pero que, por cosas de injusticia divina, se aparecían en cualquier momento a pegar la gorra: Sabater, Thelma, Nilda, Alfredito, Juan Carlos…

—Oye, ¡qué rico huele eso!

De más está decir que fue una noche maravillosa: cantos, improvisaciones, chistes, la buena vibra de los muchachones que quieren ser artistas y creen que la pobreza es parte del proceso… lo cual creen hasta que finalmente quedan convencidos.

Comieron todos, repitieron. Aparecieron dos botellas de El Mandarriazo, un alcohol de 90 grados saboteado con barniz por una institución (para que los curdas del trabajo no se lo llevaran) que me dediqué a destilar con entrega de irlandés en cuarentena.

La noche fue mágica, repito. El problema fue la mañana.

Nilda y Thelma vomitando a dúo, Sabater verde y cagado en una esquina, Anita prometiéndonos botarnos si alguien se moría (finalmente nos botó, pero porque dejamos el calentador del gas sin apagar por seis días y el agua le salía caliente a los vecinos ¡hasta por el refrigerador!), Alfredito con temblores, Juan Carlos intentando explicar, guturalmente, que aquello era un asesinato. Náuseas, espasmos, vómitos, diarreas, temblores… una bacanal del fin del mundo.

Y David y yo, observadores. ¡Nada! Ni siquiera la más remota reacción. Felices, satisfechos, alimentados. Imagino que fue la preparación psicológica. Desde esa perspectiva que da la responsabilidad, ya pensaba en la caja de Pedrito sin poder evitar pensar en la caja de Pandora.

Con el tiempo entendí que no fue una intoxicación colectiva, sino una cuestión de fe. Nuestros inoportunos invitados comieron “carne” en pleno 1994; nosotros comimos la idea de que aquello no podía funcionar pero a lo mejor ¡sí!. Tal vez por eso no nos pasó nada, o quizás era una cuestión ya de entrenamiento.

Una vez logramos expulsar a las víctimas para que se murieran en otra parte, David, muy serio, me espeta:

—Estos habaneros son unos flojos…

Lo único positivo de la experiencia fue que nadie volvió nunca más a aparecérsenos a la hora del condumio, y la certeza de haber revertido el Período Especial en solo una comida: mientras la gente convertía las frazadas de trapear en carne, nosotros logramos exactamente lo contrario.

Dada la experiencia, y con esa inspiración que lo llevaba a concebir cualquier cosa, David se apareció en varias ocasiones con “nuevas ideas” (revertir el picadillo de cáscara de plátanos, los bistecs de hollejo de naranja, las pizzas con cebo de carnero…), pero ni nuestra economía ni nuestro peso corporal –no más de cien kilos entre los dos– nos permitían tales intentos.

Quedó la memoria de lo que, equivocadamente (la realidad supera siempre la ficción), nombré en un cuadro que le regalé: En memoria de los peores años de nuestras vidas.

Receta para una navidad que insiste

Leysis Quesada (Cienfuegos, 1973)
Fotógrafa

Atravieso una etapa de transformación. Una reinvención necesaria, nacida desde la madurez y el entendimiento de lo que fuimos y de lo que somos hoy. 

Este año he trabajado en un proyecto con flores. Por eso, para esta Navidad quiero cocinar una receta nueva, distinta y simbólica, donde la flor sea el ingrediente principal. Quiero hacer un plato de luz, de alegría, con cierto aroma a esperanza, ingredientes sencillos que nos ayuden a resistir en la oscuridad, a celebrar la vida humilde, y que nos permita sanar, aunque sea en los últimos días del año.

Y aunque es una receta sencilla, su preparación exige un paladar selecto. 

Ingredientes: 

– 700 g de girasoles

Para sostener la luz, incluso en las noches que más pesan.  

– 150 g de aster

Una flor discreta, pero fuerte, bella sin imponerse. Dicen que representa la creencia en tiempos mejores.  

– 500 g de extraña rosa

No es la rosa del jarrón ni la de los domingos, no es la flor que encanta a primera vista, sino la que invita a mirar despacio, pero es la más adecuada para iluminar el plato desde su vulnerabilidad.  

– 540 g de gladiolos de varios colores para darle vida y diversidad al plato. 

Nacidos para estar de pie, simbolizan la resistencia en condiciones adversas; aquí representa a las personas. 

– 500 g de lirios blancos

Una flor de gran carga emocional que en esta receta aporta aroma y presencia, es una compañía que escucha y sostiene. 

– Agua

La suficiente para no olvidar que todo empieza en lo simple. 

– Una pizca de sal

Para que el cuerpo no se sienta excluido del rito.

– Aceite suave

Porque unir no es imponer.

– Una gota mínima de dulzor

No para maquillar el año, sino para que no nos vuelva amargos.

Y una pizca de aire fresco, para poder respirar sin contaminación.

Preparación: 

Lava las flores sin corregirlas. No les quites lo que el camino dejó. Este plato no cree en lo impecable. Pon los girasoles primero. Todo lo que alumbra encuentra su lugar en el centro. Ve despacio, hasta que su color ilumine. Incorpora los asteres, los gladiolos y los lirios. No necesitan protagonismo: su fuerza es quedarse. La extraña rosa va al final. Siempre al final. Como las verdades que solo aparecen cuando ya no estamos huyendo. Ajusta con sal. Recuerda el cuerpo. Añade una gota de dulzor. No más. La esperanza en exceso se vuelve mentira. Deja reposar. Hay cosas que solo sanan cuando dejamos de moverlas.

Servicio:

Se sirve frío. No se explica. No se defiende. Se comparte con quienes reconocen una alegría que no deslumbra, pero resiste. Esta no es una receta festiva. Es una receta honesta. Y en tiempos como estos, la honestidad también es una forma de luz.

Lo que amo es su vuelo

Alex Fleites (Caracas, 1954)
Poeta y periodista.    

Ah, la cena utópica de Navidad. 

La mía parte de una foto real, aunque incompleta. En la imagen estamos mi hijo Álvaro y yo cocinando. Es la casa de Oldani, en New Braunfels, Texas. Seguramente cocemos pastas, preparamos salsas. Ha de ser un Día de los Padres.

En esa instantánea debieran aparecer —si no hubiera distancia entre sueños y vigilas— Amanda y Ámbar, las dos flores de mi rama genealógica. Pero ya sabemos que no basta con querer, ni siquiera con emplearse a fondo para que las quimeras se realicen. 

Los cuatros estamos en puntos distintos del mapamundi. Nos dispersó el complejo entramado de los días y la cruel imbecilidad de los políticos, para los que no somos sino fichas de un dominó oscuro, con las que golpean sin piedad sobre la mesa de los años. Pero yo las convoco, las invito a entrar en el cuadro. Y ellas acuden.

Esta cena no sabemos si llegaremos a comerla. Constantemente nos haremos bromas, algunas gruesas, como trocar los potes del azúcar y la sal, llenar de chile habanero en polvo el frasco que está etiquetado como achiote… Competimos a ver quién confecciona el plato más suculento y, al mismo tiempo, delicado. Nos escondemos utensilios e intentamos distraernos los unos a los otros para que se nos pasen en el fuego las carnes, los dulces y las viandas.

Hay mucha risa. Ellos cuentan a Becky y Pauli, mis nietas, y a Viane, la mamá de ambas e hija mía escogida, episodios ridículos de nuestras vidas fugaces en común, en los que soy el protagonista. Finjo que me enoja el sesgo que va tomando la cháchara, pero no los desmiento. Son sucesos reales, tal vez “adornados” para hacerme quedar peor que en su día. Yo, por mi parte, relato temores, creencias absurdas y manías de ellos cuando niños.

A pesar de que su padre es un hombre simpático y jovial, a las nietas les cuesta trabajo imaginarlo de pequeño. Y antes de permitirse reír por lo que escuchan, primero lo miran buscando corroborar que no miento. Y se regocijan, porque entienden que es liberador burlarse, cada cierto tiempo, de la autoridad de “los mayores”.

Carlos René Aguilera. “Spaghetti para el joven Picasso”, 2025. mixta sobre papel, 21 x 25 cm.

Escoger la música a escuchar mientras cocinamos, es una batalla en donde ningún contendiente quiere ceder terreno. Mis propuestas son batidas en forma unánime. Todo lo que sugiero les parece “antiguo”; incluso números que estuvieron de moda en los principios de este siglo, son para ellos de la era napoleónica. Sin embargo, hallamos una zona de paz en la música de Serrat y Sabina, con algo de hard rock y pop anglo. 

Estamos felices por el reencuentro. Y lo demostramos con moderación, ya que por el camino, y sin saber por qué, hemos aprendido a disimular la alegría.  Sentimos que nos pertenecemos. Y queremos que todos a nuestro alrededor compartan el júbilo sereno, aunque algunas veces no alcancen a entender el slang familiar ni las referencias a sucesos que nos matan de la risa, y los cuales sería inútil intentar explicar.

Entre los cuatros ensanchamos los márgenes de la foto para que entren los amigos y familiares preferidos, igualmente amados. Gente que incorporamos a nuestras vidas, que nos recuerdan que es dicha grande tener un país de referencia con sus ríos y ciudades, y el mar bautismal, azul y cálido, donde todos encontramos la prolongación de la bolsa amniótica.

Llegarán invitados de todas partes, incluso algunos que no conocemos. Pero igual les abriremos las puertas de nuestro sueño. Ahí no hay nada que esconder ni disimular. Somos una familia ejerciendo sin permiso el cariño, células de un mismo tejido amatorio.

¿Nos sentamos a la mesa? Eso lo decide cada cual. Uno de nuestros primos come parado en un rincón. Dice que tiene prisa. Y hay quien, de espaldas a su historia clínica, prueba dulces de manera furtiva.

No tiene entre nosotros la Navidad sino su significación esencial: el nacimiento de la familia. Algunos son creyentes y otros no. Resulta que en estas fechas nos da por ser buenos, generosos, comprensivos, solidarios. Y si eso es ser religioso, nada que objetar. A mí me gusta exaltar esos sentimientos como rasgos esencialmente humanos.

Ya en la alta madrugada, los invitados desperdigados por la casa, nos vamos los cuatro a la cama grandísima para seguir la fiesta. Nos contamos nuestras vidas de acuerdo a las personales versiones, nos ponemos al día, nos decimos en voz alta que no está permitido llorar. ¿Ni siquiera de alegría?, pregunta alguien. Esperan mi respuesta. Dudo. Les digo que lloren cuanto quieran, que las lágrimas lubrican la mirada. Y así van cayendo rendidos. Los miro dormir. Quisiera abrazarlos fuerte para que a la mañana cada uno no regrese a sus asuntos, cortarles las alas. Pero no podrá ser. Porque, como dice el poeta, “lo que amo es su vuelo”. 

 


Nota: Las imágenes que acompañan esta entrega fueron realizadas expresamente para esta edición por Carlos René Aguilera (Santiago de Cuba, 1965), dibujante, pintor, gráfico y escultor.  

Etiquetas: NavidadesPortada
Noticia anterior

Con la música de Esteban Salas, una Navidad muy nuestra

Siguiente noticia

A casi dos meses del golpazo de Melissa, Defensa Civil decreta fase de normalidad en Santiago de Cuba

Alex Fleites

Alex Fleites

Poeta, curador de arte y editor afincado en La Habana.

Artículos Relacionados

Noche de San Juan en la plaza de Can Fabra, Barcelona. Foto: Alex Fleites.
Tradiciones

San Juan en Barcelona, una palabra en el fondo de un cuenco

por Alex Fleites
junio 24, 2025
0

...

El maestro del ron cubano Asbel Morales sirviendo ron Havana Club, en el almacén de maduración de la destilería de San José, provincia de Mayabeque.Foto: Ernesto Mastrascusa/ EFE.
Tradiciones

En busca del cambio generacional en el saber hacer de los maestros del ron cubano

por EFE
febrero 9, 2025
0

...

Cuba celebra el advenimiento del Ano Nuevo para China en el Paseo del Prado de La Habana. Foto: Otmaro Rodríguez
Tradiciones

¡Un dragón en el Prado! China celebra feria de Año Nuevo Lunar

por Redacción OnCuba
enero 26, 2025
0

...

Desde la Casa del Cimarrón, los miembros de la expedición. Foto: Julio Larramendi.
Tradiciones

El Camino del Cimarrón: listo para el horario de máxima audiencia

por Guillermo J. Grenier
agosto 19, 2024
0

...

Lorena Faccio. Foto: My Reguera. Cortesía de la entrevistada.
Cocina

Lorena Faccio desde su cocina: “Uso lo que hay y transformo lo que veo”

por Deborah Rodríguez Santos
junio 21, 2024
0

...

Ver Más
Siguiente noticia
Un hombre frente a los escombros de su casa en el pueblo de El Cobre, en Santiago de Cuba. Foto: EFE/ Ernesto Mastrascusa

A casi dos meses del golpazo de Melissa, Defensa Civil decreta fase de normalidad en Santiago de Cuba

Patricio Revé. Foto: Tomada del perfil del bailarín en Instagram.

Patricio Revé, bailarín: “Estoy orgulloso de ser cubano”

Deja una respuesta Cancelar la respuesta

La conversación en este espacio está moderada según las pautas de discusión de OnCuba News. Por favor, lea la Política de Comentarios antes de unirse a la discusión.

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Suscríbete

Lo mejor de OnCuba, cada semana. ¡Únete a nuestra comunidad!

Más Leído

  • Mipyme habanera. Foto: Kaloian.

    Banco Central habilita vía bancaria para que el sector no estatal acceda a divisas

    468 compartido
    Comparte 187 Tweet 117
  • Yordan Álvarez será el cubano mejor pagado durante la próxima temporada de MLB

    159 compartido
    Comparte 64 Tweet 40
  • Raidel Martínez alegró el fin de año en su comunidad de Pinar del Río

    61 compartido
    Comparte 24 Tweet 15
  • Nuevo hotel cinco estrellas en Varadero apunta a la marina y al regreso del turismo italiano

    52 compartido
    Comparte 21 Tweet 13
  • El regreso de Van Van al mayor escenario de Cuba

    48 compartido
    Comparte 19 Tweet 12

Más comentado

  • Varias personas esperan afuera de una casa de cambio (CADECA), con la intención de comprar divisas, en La Habana, el 23 de agosto de 2022. Foto: Ernesto Mastrascusa / EFE.

    Cuba estrena tasa de cambio flotante a “un precio competitivo”, sin eliminar las demás tasas oficiales

    115 compartido
    Comparte 46 Tweet 29
  • Maíz y soya transgénicos en Cuba: dos relatos divergentes en clave oficial

    183 compartido
    Comparte 73 Tweet 46
  • Empresa de Vietnam invertirá más de 50 millones de dólares en proyecto agrícola en Artemisa

    106 compartido
    Comparte 42 Tweet 27
  • Primera tasa flotante oficial: el dólar solo 30 pesos por debajo de la tasa de El Toque

    85 compartido
    Comparte 34 Tweet 21
  • Teo Rubio, buzo: “el mejor pecio del mundo es el Cristóbal Colón y está en Cuba”

    444 compartido
    Comparte 178 Tweet 111

Cannabidiol

  • Sobre nosotros
  • Trabajar con OnCuba
  • Política de privacidad
  • Términos de uso
  • Política de Comentarios
  • Contáctenos
  • Anunciarse en OnCuba

OnCuba y el logotipo de OnCuba son marcas registradas de Fuego Enterprises, Inc, sus subsidiarias o divisiones.
© Copyright OnCuba Fuego Enterprises, Inc Todos los derechos reservados.

No Result
Ver todos los resultados
  • Cuba
  • Cuba-EE.UU.
  • Economía
  • Cultura
  • Cartelera
  • Deportes
  • Opinión
  • Podcasts
  • Videos
  • Especiales
Síguenos en nuestras redes sociales:

OnCuba y el logotipo de OnCuba son marcas registradas de Fuego Enterprises, Inc, sus subsidiarias o divisiones.
© Copyright OnCuba Fuego Enterprises, Inc Todos los derechos reservados.

Consentimiento Cookies

Para brindar las mejores experiencias, utilizamos tecnologías como cookies para almacenar y/o acceder a información del dispositivo. Dar su consentimiento a estas tecnologías nos permitirá procesar datos como el comportamiento de navegación o identificaciones únicas en este sitio. No dar o retirar el consentimiento puede afectar negativamente a determinadas características y funciones.

Funcional Siempre activo
El almacenamiento o acceso técnico es estrictamente necesario con el fin legítimo de posibilitar el uso de un servicio específico solicitado explícitamente por el suscriptor o usuario, o con el exclusivo fin de realizar la transmisión de una comunicación a través de una red de comunicaciones electrónicas.
Preferences
The technical storage or access is necessary for the legitimate purpose of storing preferences that are not requested by the subscriber or user.
Estadística
El almacenamiento o acceso técnico que se utilice exclusivamente con fines estadísticos. The technical storage or access that is used exclusively for anonymous statistical purposes. Without a subpoena, voluntary compliance on the part of your Internet Service Provider, or additional records from a third party, information stored or retrieved for this purpose alone cannot usually be used to identify you.
Marketing
El almacenamiento o acceso técnico es necesario para crear perfiles de usuario para enviar publicidad o para rastrear al usuario en un sitio web o en varios sitios web con fines de marketing similares.
Administrar opciones Gestionar los servicios Gestionar {vendor_count} proveedores Leer más sobre estos propósitos
Ver preferencias
{title} {title} {title}