Rocío y Luis

Son, en esencia, padre e hija, aunque los una legalmente las palabras tío y sobrina. Rocío Mena y Luis Blanco al menos en público no se han revelado un te quiero, una muestra ínfima de cariño, un simple signo. Pero dicen que nada de eso es necesario, que a veces las palabras y los gestos sobran, que la paternidad es también cuestión de opciones. No solo de fecundidad se trata.

Poco después de cumplir los 7 años, Rocío vio a su padre carnal recoger las maletas y partir para siempre de casa. Atrás dejaba una esposa rota y una niña a la que atajaron todos en casa para llenarle el vacío dejado por la figura masculina que cerró, con el portazo del adiós, una relación que apenas ha llegado a concretarse.

Vaticinaron unas cuantas lágrimas, una vida triste. Porque las niñas que no sean de papá siempre van a estar triste. Las niñas que no ven una figura masculina que las bese después de venir del trabajo, y no les traigan una muñeca, y no le prometan celarlas con el primer novio, van a estar tristes. Las niñas así, le dijeron, quizás ni sean felices.

Pero para Rocío todo cambiaría en el momento en que su tío la tomó por el brazo y la llevó de un tirón a la biblioteca. Cansado de ensimismarse como de costumbre en su taller de pintura, encerrado entre él y su arte, Luis Blanco, el hermano de su madre, el artista plástico de renombre en Trinidad, decidió que ese designio no iba a suceder.

La obligó a mirar libros de dibujo en la sección infantil cuando no reconocía ni la letra A, y le hacía descubrir historias de animales entre infinidad de garabatos. Aquello parecía un castigo. Casi todos los días, porque la muchachita no iba aun a la escuela, debía partir derechito a la biblioteca a buscar un libro.

Le evaluaba las clases después en casa, y le enseñaba a dibujar para que en Educación Plástica tuviera la mejor calificación del aula. De la mano la llevó hasta la Casa de Cultura porque ella quiso, y porque su tío le había dicho que debía ser culta. Una vez  supo leer, se le sorprendió ojeando El Principito cuando los demás niños de su edad preferian dormir con la Cucarachita Martina. Era natural que luego ganara un concurso de Lengua Española y dijera orgullosa que era gracias a Luis.

Cuando llegó el tiempo de elegir la universidad, a la “niña” le era difícil decidirse. Y cuando dijo Diseño Industrial, tío la llevó con los mejores diseñadores, y cuando dijo Historia del arte, tío la llevó con los mejores historiadores, y cuando se decidió por Arquitectura, tío la llevó con los mejores arquitectos…

Por eso a Rocío no le sorprendió cuando antes de exponer los resultados de su tesis, a punto de entrar al auditorio, aquel hombre, el hermano de su madre, le dio por decir que no, que no entraba. Terco que es. ¿Blando? Quizás no quería que los sentimientos lo traicionaran al escuchar que su sobrina era justamente lo que él había deseado para ella, no tenía lengua para decir que estaba orgulloso, no tenía expresión en el rostro para decir cuánto la admiraba.

Rocío sabe que el hermano de su madre es duro. A veces, hasta seco. Quienes lo conocen saben que suele cubrirse con una durísima coraza. Penetrar sus pensamientos le ha costado a ella los 26 años que tiene. Le costó hasta alguna que otra honda discusión. Rocío y Luis pocas veces se han dicho te quiero o se han dado un abrazo. Pero Rocío y Luis nunca han dejado de celebrar juntos un tercer domingo de junio. Que son padre e hija, ambos lo saben. Lo sabe ella hoy, cuando le dio su regalo como cada año. Lo sabe él, cuando la mira.

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