Las tradiciones religiosas son muchas, más cuando estas se adaptan a cada cultura. Si hiciésemos una lista, podríamos estar medio día enumerándolas; pero una de las más conocidas y arraigadas, sin importar en qué país se esté, es la de la Misa del Gallo, por su relación directa con el nacimiento de Jesús.
¿De dónde viene el nombre? Las hipótesis son varias. La más aceptada es que el canto del gallo comenzaba a la medianoche y a su vez el inicio del nuevo día, y el Papa Sixto III instauró en el siglo V celebrar una misa de vigilia a la medianoche por el nacimiento de Jesús; unamos ambas premisas y ya tenemos una hipótesis. Otra indica que el primer animal en ver a Jesús nacer fue el gallo y con su canto despertó al resto de los compinches del corral para dar la buena nueva.
Clases de seudo-teología aparte, la Misa del Gallo es una realidad que lo mismo puede estar muy cercana a nosotros que ser un acontecimiento ajeno por completo a nuestra vida. Hay quienes llegan al 24 de diciembre de formas muy distintas; están las típicas navidades, con el señor obeso vestido de rojo que acecha desde nuestras chimeneas (¿alguien tiene chimeneas en Cuba?). Otros, más lejanos de esta cultura occidentalizada donde el nacimiento del Mesías sirve para multiplicar las ventas, llegan a la iglesia a través de una novia católica que no se le ocurre mejor plan para nochebuena que una misa. Están los creyentes de toda una vida, y los no tanto, que prefieren el folklor de una noche diferente entre tanto hastío. Pero cuando eres habitual en una iglesia católica, los rostros se repiten en esa noche especial: las mismas ancianas, las parejas de siempre, la madre con su hija, el homosexual que demoró en salir del closet, el que está afuera hace muchos años y se apoya en la iglesia para resistir las críticas de una sociedad machista, los solitarios a causa de la emigración, las que llevan el sexo en la sangre (por no llamarlas putas) y a pesar de todos los estigmas que intenten endilgarles, se sienten cómodas al escuchar la voz del sacerdote.
Una vez sentados en la iglesia, con la tranquilidad que un templo transmite y lo especial de la ocasión, la misa se convierte en algo diferente, y no tiene nada que ver con el sermón de cada domingo que con el sueño de la mañana, y en dependencia de la calidad del orador, nos hace cabecear como viejos pescadores. Yo pertenezco al grupo de los chicos de catequesis, que sin conocer la razón y sin poseer mucha fe, les gusta sentarse en Nochebuena a escuchar algo diferente.
La Misa del Gallo a veces comienza con una pequeña obra teatral, una representación que puede referenciar el nacimiento de Jesús, o el espíritu navideño, tan bien dibujado por Dickens en Un cuento de Navidad. Otras, inician con el canto de niños y adultos, una transferencia directa de creencias. ¿Existe alguna diferencia entre el hijo que tras impulsar la carrera del triunfo busca la aprobación del padre y el pequeño que canta Burrito sabanero junto a sus amigos y luego abraza a la madre lleno de felicidad por su buena actuación? Todos conocemos la respuesta, y es mejor callar, no olvide nunca que disfrutamos de una sociedad machista.
En un primer momento de lecturas, a veces aburridas, otras atinadas, en dependencia de cómo tengamos el día, la misa se establece en una meseta de reflexión, tranquilidad y estudio. ¿Qué piensan las personas de lo que leen los acólitos? ¿Los escuchan realmente o solo fingen mientras dialogan con Dios o lo que sea que mueva su mundo interior? Poco importa, la liturgia no es una inyección hipodérmica, ni un intento proselitista de conquistar masas, sino hilos de los cuales uno se agarra para pensar.
No todos los sacerdotes son buenos oradores; hay ancianos que escucharlos se convierte en la peor tortura de la vida, pero a su vez destilan tanta bondad y dulzura que es imposible odiarlos; a otros la experiencia y la rebeldía los ha convertido en excelentes predicadores que combinan la política del país con la vida de Cristo sin muchos problemas; también están los jóvenes que aún no logran escapar de la academia teológica y repiten sin mucho carisma lo aprendido durante años de seminario.
Luego llega uno de los momentos más caóticos de la misa, al menos del 24 de diciembre, cuando “en una gran fila que no hay quien maneje, comulgan los moros, cristianos y herejes”, y el cuerpo de Jesús, en forma de harina cocida sin muchos cuidados, llega a la boca de justos y pecadores. La curiosidad, la paz interior, la búsqueda de algo desconocido, ¿a quién le importa? Si históricamente la religión ha sido punta de lanza de muchas barbaries, ¿por qué no puedo ser motivo de felicidad de unos pocos?
Los posibles fines de la Misa del Gallo pueden ser bien disímiles. La colocación del niño Jesús en el nacimiento, un canto colectivo entre todos los presentes, un abrazo fraternal impulsado por el cura, besarle los pies a la estatuilla del niño, no tiene mucha importancia cuál sea si la sensación general es de satisfacción. No nos engañemos, al día siguiente el mundo puede seguir igual de jodido, seguro lo estará, pero eso no es motivo para que se nos arruine una noche de tranquilidad. Cristo expulsó a los mercaderes y estos se hicieron ricos con su nacimiento; nosotros expulsamos a nuestros demonios y luego ellos nos dominan el resto del año. Será el ciclo de la vida.