Hay una sensibilidad muy especial en Catherine Murphy. Ella comprende cuando le digo que su documental Maestra y ahora éste, Mi primera tarea me puede llevar de la sublime alegría por lo vivido, a la tristeza irremediable y movilizadora por lo perdido, por lo que no fuimos capaces de preservar. Es inevitable, y ella lo sabe. Como sabe también que por encima de esa tristeza rabiosa nos cautiva la epopeya que vivimos, sin saber que lo era, quienes como Silvio Rodríguez, nos lanzamos tras aquel grito: Alfabetizar, alfabetizar, ¡venceremos!, sin siquiera imaginar que nuestras vidas cambiarían de manera definitiva después de esa experiencia.
La vida de Silvio también cambió, iluminada por el impacto de saberse por primera vez, en plena adolescencia, útil en algo que lo proyectaba hacia el bien de su sociedad. Solo el paso del tiempo permite mirar los acontecimientos y compartirlos desde una narrativa pródiga en detalles, desde la hondura del análisis y sobre todo, desde la humanidad con que se percibe a sí mismo en un acto de servicio al prójimo. Pero siento que sin la contagiosa persistencia de Catherine Murphy en recoger, casi seis décadas después el testimonio fílmico y vivencial de la Campaña de Alfabetización en Cuba, y ahora en este caso, como una experiencia personal en retrospectiva, la evocación y el recuerdo no habrían aflorado en Silvio del modo diáfano y distendido con que enfrentó a la cámara. Sabía, quizás, que la suya era y no era una historia más: era en definitiva la narración de alguien que se reconoce en el joven que aún vive en él, y entiende cuán válida es aún la rebeldía a esas edades y cuánto necesitan los jóvenes de una epopeya estremecedora.
De cuánto hubo de todo eso en su propia vida, de cómo aquellos a quienes fue a enseñar, le enseñaron a él mucho de lo desconocido e imprescindible para que un muchacho de catorce años se echara a andar; de eso y más habla Silvio ante el reclamo de Catherine Murphy.
Por eso, Mi primera tarea no es un documento esencialmente político, en ningún caso un panfleto: es, sobre todo, un enunciado de amor, compromiso social y reflexión sobre la pertinencia —y hasta urgencia— del hecho heroico que, en su caso, no fue una guerra de aviones y metralletas, sino una de lápices y libros, que era en definitiva, una guerra por la libertad de cada quien.
Era lógico que todo esto aflorara alguna vez cuando Silvio ya era el trovador. Pienso que en muchas de sus canciones de los años sesenta está la marca de aquellos meses en que dejó su casa en el barrio habanero de San Leopoldo para lanzarse como otros cien mil muchachos a cumplir con algo que no conocían, pero que sabían era importante. Pasaron diez años y la contienda épica de la alfabetización seguía dominando el fardo de vivencias con que cargaba ya Silvio. La Canción del viejo obrero, compuesta en 1971, da la voz a quienes él enseñó y quienes tanta enseñanza le dieron con la lógica simple de la vida misma, al resumir en ella el enorme aprendizaje mutuo del maestro-niño y el alumno-obrero-campesino.
Es uno de esos temas clásicos de los históricos discos de vinilo que grabó el Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC. Vestido con un arreglo hermoso del propio Silvio, y la genial dirección de Leo Brouwer, Canción del viejo obrero se incluye en el disco GES-3, de 1975 y comparte características temáticas y épicas presentes en una parte de su obra de creación de aquellos años.
En Mi primera tarea afloran motivaciones y descubrimientos de aquel Silvio quinceañero, y se insinúan, para nosotros, los espectadores, algunos caminos para entender sus posteriores elecciones y animosidades, rebeldías y obsesiones, que en definitiva, no es otra cosa que la lucha por la coherencia de obra y de vida.