Hay días que parecen domingo, aunque no lo sean. No es por las comidas familiares ni por Palmas y cañas; es por el ritmo, por el silencio. Los domingos tienen un tempo más lento que el resto de los días. Si te agarra en la casa puedes dormir la mañana, regar las plantas, lavar, tirar agua en la sala o hacer arroz con leche. Si el domingo te coge en el centro de la ciudad de Matanzas sales a caminar sin rumbo fijo, aunque tus pies te lleven, sin que te des cuenta, al Paseo Narváez.
Las tardes de domingo en La Ciudad de los Puentes se tiñen de un verde azul grisáceo. Hay quietud aparente y en algunos puntos se siente la calle vacía, callada. A veces, el silencio es atravesado por una bandada de pájaros que cruza el cielo. Vuelan juntos, de cien en cien, y reposan sobre los árboles del Parque de La Libertad.
Entre las 5 y las 6 de la tarde la gente lleva a los niños al parque para que jueguen antes de que se vaya el sol. Tienen que aprovechar; cuando oscurezca, las farolas estarán a media luz, tal vez para complacer a los amantes.
Antes de que se ponga todo más romántico de la cuenta, un grupo musical del patio da un concierto para unos cuantos. En las calles aledañas hay apagón y la gente se echa fresco sentada en la acera. Mientras, en el centro del parque se escucha a todo volumen “Con dinero y sin dinero, hago siempre lo que quiero, y mi palabra es la leyyy. No tengo trono ni reina, ni nadie que me comprenda, pero sigo siendo el reyyy”. Un grupo de gente corea la canción. Algunos están vestidos de fiesta, otros simplemente pasaban por allí y se quedaron a escuchar. Algunos toman cerveza. Otros graban en sus celulares para atesorar el momento. Se ríen. Bailan. Parecen felices, mientras los artistas de Norteños del Yumurí le ponen toda su bomba al show.
A un costado está la Calle del Medio como la más genuina expresión dominguera. Tranquila, aletargada, como descansando del ajetreo de la semana. No están los churros de la esquina, ni los que rellenan fosforeras, ni los timbiriches de juguetes caros, ni los helados, ni las librerías. No está la gente saludándose, ni quejándose del país en la cola del cajero, porque ni siquiera el cajero funciona este domingo de verano.
Unos niños, el mío incluido, se juntan para escalar la rueda de la ceiba y por unos minutos imaginan que están llegando a la cima de una gran montaña. Juegan y hablan bajito, para no molestar a los que echan una partida de ajedrez justo al pie del árbol. Al frente, bajo el techo de la Academia José Raúl Capablanca, otros peones luchan por sobrevivir, mientras las torres protegen al rey.
Si vas por la Calle del Medio el mar te llama. Y también te atrae la posibilidad de comprar un dulce rico en alguno de los puestos del Paseo Narváez. Después te darás cuenta de que son muy caros esos dulces, pero mientras tanto, la esperanza de comerte un flan te hace caminar alegre por la casi desierta Calle del Medio.
Llegando al final de la vía, sientes cómo el sonido de los músicos del parque va quedándose atrás y mezclándose la mexicanada con una salsa cubana. Desde una especie de portal se amplifican los metales de otro grupo local que divierte a unos cuantos que están alrededor. Es Alexander Guerra y D´Nuevo Son, me dice la novia de un músico, mientras repite el estribillo de uno de los temas más pegados. Hay niños y adultos. Hay fanáticos del grupo. Y gente que pasa y se queda para tener un pedacito de domingo diferente.
El Paseo Narváez es hermoso. Sus contrastes y sus esculturas narran la historia de muchas Cubas. De un lado, las luces y los adornos de bares y restaurantes. Del otro lado, la madera virgen de las casitas humildes. El río San Juan, por el medio, acentúa el contraste.
Un pescador amarra su bote del otro lado, después de un día de tenerle paciencia a la buena suerte. De este lado, entran unos yumas a tomar piña colada en un bar bohemio. El río está turbio, pero está vivo. Si te fijas bien, puedes ver los peces nadando entre las algas verdes y alguna que otra lata de refresco que brilla desde el fondo.
La gente común, por lo general, les da la espalda a las luces de los bares y se sienta a mirar al río. Con los ojos buscan algo allá, entre la madera oscura de las viejas casas. Otras luces, tal vez. Hay solitarios, parejas, grupos, todos discretos, como para seguirle la rima a una tarde de domingo.
No hubo atardecer hermoso aquella vez. El sol se puso, sin que nos diéramos cuenta y sin teñir de rojizo la tarde verde azul grisácea. Al regresar al parque, casi no se veía nada, solo se escuchaba el cuchicheo de los cientos de zanates desde los árboles. Algunos transeúntes esquivan las ramas, por una cuestión sanitaria. Pero siempre hay un loco que atraviesa el parque con la frente en alto, queriendo que un pájaro le cague la cabeza para empezar el lunes con toda la suerte del mundo.