Aunque parezca un imposible físico y biológico ―que no literario―, hay un Cabrera Infante antes de Cabrera Infante. No es un total contrasentido porque ambos son la misma persona. Al menos, hasta un punto.
Ambos nacieron en Gibara, en la actual provincia cubana de Holguín, en 1929. Ambos dejaron a un lado la carrera de medicina para estudiar y hacer periodismo. Ambos se enamoraron perdidamente del cine, fundaron la Cinemateca de Cuba en 1951 y la dirigieron durante cinco años. Ambos escribieron críticas de filmes en la revista Carteles en la década del cincuenta, con el hoy célebre seudónimo de G.Caín. Ambos, incluso, se entusiasmaron con la Revolución Cubana y abrazaron su primera institucionalidad.
El primer Cabrera Infante, que es también el segundo, fue delegado en 1959 del Instituto Nacional de Cultura –algunas fuentes, como el Instituto Cervantes, lo señalan como director del Consejo Nacional de Cultura, al parecer erróneamente– y trabajó en el periódico Revolución, antecesor del actual diario Granma. Y dirigió, luego de fundar con Carlos Franqui, el renovador, iconoclasta y controvertido suplemento literario Lunes de Revolución, que terminaría siendo un parteaguas en su vida y en el propio proceso revolucionario que lo alentó.
Lunes, que en su momento se convertiría en uno de los magazines culturales más notables e influyentes no solo de Cuba sino de toda Latinoamérica ―llegó a ser un tabloide de hasta 60 páginas―, estallaría estrepitosamente en 1961 y las esquirlas de esa explosión acompañarían a Cabrera Infante el resto de sus días, abrirían heridas que, lejos de sanar, se harían cada vez más profundas, más dolorosas, más virulentas.
El apoyo de Lunes al cortometraje PM, la polémica huracanada por su censura, los atrincheramientos y pases de cuenta, los encontronazos ideológicos disfrazados de debates estéticos que condujeron a las reuniones en la Biblioteca Nacional en junio del 61 y las tantas veces revisitadas y citadas ―de un lado y del otro― palabras de Fidel Castro a los intelectuales, marcarían un punto de no retorno, fertilizarían el desencanto y hasta el resentimiento de no pocos artistas y escritores simpatizantes hasta entonces con la Revolución Cubana, dentro y fuera de la Isla.
Aunque sucedieron otras cosas, aunque hubo luego ―y seguramente antes también― más combustible para la ruptura irreconciliable que sobrevendría, a partir de ese instante el futuro autor de Tres tristes tigres comenzó a marcharse de Cuba hasta que finalmente lo hizo para no volver. Entonces emergería el otro Cabrera Infante, no el hombre que ya era o sería sino, sobre todo, su imagen más conocida y leída en todo el mundo: el escritor genial, el exiliado dolido, el diplomático que rompió con el gobierno cubano y levantó ojerizas en la Isla al punto de ser borrado durante décadas de la historia oficial, el guionista de Hollywood, el crítico y fumador impenitente, el narrador lúdico, lúcido y experimentador con el lenguaje, el caminante mental de una Habana ya extinta, el icono de la intelectualidad anticastrista, el provocador venerado y odiado, el justísimo ganador ―por su literatura, como debe ser― del Premio Cervantes, el fallecido en Londres hace 15 años y renacido en cada una de las lecturas y relecturas que sigue concitando.
De él, de todos esos Cabrera Infante arriba enumerados y de los tantos más que contenía, se ha escrito mucho y, sin dudas, se seguirá escribiendo. Su vida y su obra, y viceversa, son un imán demasiado fuerte, un foco fulgurante que sigue encandilando hasta desdibujar los márgenes, como él mismo logró con su escritura, y, a la vez, trazando otros, alambrados, inflexibles, como también hizo a lo largo de su vida.
No diré entonces más sobre él, muchos ya lo han hecho mejor que yo, incluso en este mismo sitio. Tampoco levantaré o derribaré pedestales en su nombre, aunque tantos digan que lo merece. Prefiero dejarles con una muestra de su periodismo, no de sus críticas de cine ni sus artículos de aliento ensayístico, sino con una de sus crónicas “revolucionarias”. Se trata de un texto publicado en mayo de 1961 en Lunes ―apenas un mes antes de Palabras a los intelectuales― en el que relata su experiencia reporteril durante la invasión a Playa Girón, una guerra que no demora en llamar “rara” y que retrata con toda la crudeza, el heroísmo y el sinsentido que descubren sus ojos, sin ensalzamientos gratuitos pero tomando partido por los milicianos, por quienes defendían la Revolución con sus fusiles y antiaéreas, por su bando de entonces, un bando del que terminaría por renegar airadamente, pero que en aquel episodio bélico decisivo tuvo en él, en Cabrera Infante antes de Cabrera Infante, a uno de sus más certeros cronistas. Y, a la vez, uno de los menos recordados, sino el que más.
La letra con sangre
Fue una guerra rara. Yo no sé mucho de guerras, pero me parece que fue una guerra rara: uno se encontraba con el enemigo cuando lo tenía encima y no lo veía más que en el momento en que lo más probable era que no lo viera nunca más. De todas maneras, no puedo hablar mucho, porque yo estuve en la guerra más bien como un observador, no un corresponsal de guerra (mucho menos un soldado o alguien que supiera lo que estaba ocurriendo realmente: la guerra es un negocio confuso), sino un mirón: alguien que quería saber cómo era la guerra realmente, qué estaba pasando, y a la vez tenía conciencia de que debía compartir los riesgos que muchos de sus amigos, que muchos miles de compatriotas, que la Revolución misma estaba corriendo y que tenía que estar allí, aun cuando el azar o como se llame, no había querido que estuviera desde el comienzo.
Bueno, el caso es que fui, que estuve allí y que quiero hablar de lo que vi y oí: quiero que mi testimonio sirva de condenación no sólo a quienes fabricaron esta guerra desde el estólido Pentágono, la Agencia Central de la Imbecilidad o la sucia Casa Blanca, sino también a sus instrumentos: esos que noche a noche, en la televisión, han repetido hasta el más asqueante cansancio: “Yo no tiré”, “No vine a matar”, “No soy culpable”. Ahora quiero decir que sí son culpables y que de haber ganado ―en la improbabilidad de todas las improbabilidad de que hubieran ganado― ahora estarían ocupados en la tenebrosa tarea de fusilar a pueblos enteros por el mero hecho de ser pueblos enteramente cubanos: esta es la tenue memoria de la Guerra Civil Española en la que los jefes de Lugo y de Las Heras entraron en Pamplona victoriosos y de veinte mil votantes republicanos fusilaron nada más que dieciocho mil, y el doloroso recuerdo de Málaga rendida, tomada por tropas tan abigarradas en su composición como nuestros “libertadores”, porque esa es la receta del caldo de brujas del fascismo, o todavía las sangrientas nociones de historia contemporánea regaladas en el Congo, en Argelia, donde quiera.
***
Los camiones, las grandes rastras que se movían a la luz lívida del amanecer en la Carretera Central llevaban parque. Las vimos a la salida de Matanzas, pero ya en Perico la guerra parecía olvidada: la gente se agrupaba en una breve cafetería para desayunar, un hombre proponía cambiar su automóvil enorme por el pequeño carro de Mayito el fotógrafo, dos muchachas caminaban por la acera, moviendo sus caderas envueltas en tela roja, amarilla y verde contra las sombras azulosas del portal. Sin embargo, las señales estaban ahí: dos milicianos pedían que los trasladaran al frente. Uno dejaba ver un largo collar de Santa Juana bajo la barba negra y crecida y fue el que dijo: “No, si no cabemos los dos no podemos ir: este es mi hermano. Hemos combatido juntos y es como un hermano mío, y tenemos que pelear juntos”. A ese y al otro, al que guiñaba el ojo izquierdo primero y luego el derecho, en un tic cómico, los encontramos después, por la tarde, tarde en la tarde, en Jagüey Grande: se veían cansados, pero conservaban la alegría de por la mañana, su sana confianza que a primera vista nacía de los perfectos fusiles Fal que llevaban al hombro, pero que en realidad venía de adentro: y si hablo de estos milicianos con detenimiento es porque representan muy bien el espíritu de la milicia, habitable dondequiera: en los jóvenes artilleros de Playa Larga, ansiosos de mostrar su puntería corajuda, en los agotados soldados de Playa Girón, durmiendo entre los arrecifes bajo el bombardeo de los obuses y los aviones, en las milicianas que contaban sonriendo en un parque de Jagüey los peligros de la madrugada del desembarco.
Había otras señales: el camino a la ciénaga relucía brillante, la gente se agrupaba en las salidas de Perico, había banderas blancas con grandes cruces rojas en una que otra casa. Pero de Perico en adelante volvía a surgir el calmado paisaje cubano: calles, palmares, una ceiba dando sombra a la orilla del camino. Agramonte con su tierra roja que colorea las paredes, la estación de ferrocarril que parece sacada de un film de vaqueros, el viejo cine del pueblo pasa rápido hacia atrás y a los pocos kilómetros hay una posta, que hace señas de parada:
―Las máquinas de alquiler tienen que coger por el desvío― y señala a su derecha el miliciano, momento antes de ver las credenciales. En otra posta miran con atención los carnets.
―Son de Revolución ―dice un miliciano a una miliciana que le acompaña.
―Suerte, compañeros ―dice la miliciana.
De nuevo el camino.
Hay otra posta.
―Periodistas de Revolución.
El miliciano tiene barba y el pelo largo. Está muy serio. Luego sonríe y dice con alborozo:
―Compañeros, cogieron a Diagán.
Es este rumor el que nos precede al entrar en Jagüey Grande: han derribado un avión, uno de los pilotos murió, el otro se lanzó en paracaídas y fue apresado vivo. Se cree que es Pedro Luis Díaz Lanz, traidor.
―Vayan a la Comandancia ―dice el otro miliciano.
―¿Donde es la Comandancia?
―En el Central.
El Central es el Central Australia. Allí está la Comandancia y ha sido bombardeado varias veces. Esta mañana, al amanecer, los B-26 picaron sobre sus chimeneas apagadas y arrojaron bombas, ametralladoras con balas y cohetes el batey y la casa de máquinas.
―Vómito y diarrea ―dice un miliciano que está de posta junto a una casa pequeña de madera: la Comandancia―, los llaman así, porque por delante echan balas y por detrás roques. ¡Nos han dado una!
Sería bueno poder hablar con uno de los prisioneros y mucho mejor hablar con el piloto capturado.
―Ahora es imposible ―dice un oficial a la puerta de la Comandancia―. Vayan al pueblo, tomen su café y vuelvan. O siquiera vayan a ver el avión que cayó ahí detrás: está caliente todavía.
El avión derribado estaba detrás del Central, a un costado de la Laguna del Tesoro y tenía las iniciales FAR en la cola, único resto intacto del aparato: era otro más de los aviones mercenarios disfrazados de aviones nuestros. Parecía que había sido derribado a mandarriazos, porque ahora un miliciano hacía trizas parte de lo que fue la cabina y almacenaba los pedazos: un souvenir de guerra. El avión había recorrido unos buenos doscientos metros desde el punto en que tocó tierra hasta el lugar donde hizo la explosión final. Algunos de sus bombas quedaron intactas y las balas estallaban al fuego.
Preguntamos la dirección del frente.
***
La carretera a la Laguna del Tesoro me era familiar: por aquí había hecho el camino hasta el centro turístico Guamá, en compañía de algunos escritores sudamericanos: Arreola, Elvio Romero, José Bianco. El centro de estaba desolado y algunos milicianos cavaban trincheras o reparaban algún destrozo. Nosotros manchábamos tras dos camiones llenos de milicianos. Nadie pedía ya pases ni identificación: esto era zona de guerra.
Había que tener cuidado porque las auras se convertían en aviones con facilidad, y al revés. Mayito guiaba a bastante velocidad y a los costados, entre la carretera y los pantanos se veían las cabezas de los milicianos sobresalir del brocal de las alcantarillas, ahora convertidas en parapetos. A un costado del camino hay un tanque inutilizado por una bazuca enemiga, pero parecía más bien un adorno que los restos de una batalla.
Al final de la carretera está Playa Larga, en un desvío que divide a los camiones militares. Está también un bohío quemado, un paracaídas de seda verde, con manchas amarillentas y azulosas y algunos agujeros en el camino, en la cuneta. Eso es todo. Por lo demás, Playa Larga es una playa como otra cualquiera: hay sol bueno, arena fina y caletas por todas partes. Algunos milicianos cogen el sol en la playa o pasean entre las casas de hormigón y madera y los uveros de la costa. Recuerdo la frase de un viejo corresponsal extranjero a quien invité a hacer el viaje: “Es inútil. En el frente nadie ve nada”. Aquí hay una playa amable y una guarnición de milicias.
Es el batallón 183. Casi todos son gente joven. Los artilleros, por no variar, son muchachos. La mayoría son de Güira de Melena. Hablan de la guerra.
―Aquí la gente que peleó duro fue el 339 ―dice uno―. Esa gente aguantó la mecha de esta gente nada más que con qué R2 y metralletas.
―Y le echaron con todo ―dice otro.
―Les cayeron además los paracaidistas detrás ―dice el primero―. Tuvieron bajas cantidad.
―Las tuvieron porque no pelearon por el libro ―dice otro―. Si hubieran hecho lo que le enseñaron no hubiera intentado tomar la playa sin protección de artillería.
―Algunos peleaban de pie ―dijo otro.
―De todas maneras, caballeros ―dice otro más―. No se olviden que esa gente fue la que aguantó a los esbirros.
Casi todos llaman “los esbirros” a las tropas mercenarios. Los interrogatorios a los prisioneros por televisión mostrarían que sus palabras eran algo más que una intuición.
Uno de los milicianos dice:
―¿Ustedes saben lo que dice el teniente?
El teniente dirige esta zona de la playa.
―El teniente ―continúa― dice que él sabe que los esbirros estaban tan bien preparados que únicamente podían hacerle resistencia los ejércitos de Brasil o de Argentina.
―¡Esa gente trae de todo! ―dice otro.
―Y ya ven, nosotros los hemos hecho correr hasta Girón.
Girón está lejos todavía. Ni siquiera se oyen los ruidos de la guerra. Caminamos por la playa. Allí están dos botes de motor que sirvieron para llegar a tierra a los oficiales. Tienen una calavera pintada en la proa: los piratas no quieren ser tomados por otra cosa que piratas. A lo lejos se ve un barco partido en dos.
―Ahí venían los esbirros. Dicen que todavía hay gente dentro
Las instalaciones de las milicias son correctas y las antiaéreas están bien emplazadas.
―Estamos vivos ―dice un miliciano― porque nos levantamos temprano. A las cinco ya estábamos despiertos y los aviones llegaron quince minutos después.
―Nosotros sabíamos que iban a venir ―dice otro miliciano.
―¿Por qué?
―Porque ésa gente viene todos los días a la misma hora: por la mañana y por la tarde.
―Esta vez los esperamos.
En la playa no parece haber guerra. Hay una brisa suave y el mar llega a la costa sin violencia, imperturbable, como lo viene haciendo hace siglos, como lo seguirá haciendo por muchos siglos. De pronto una cadena de truenos rompe el apacible paisaje. Corro. A la izquierda, arriba, hay una trinchera. Antes de llegar a ella me doy cuenta de que todo ha pasado.
―No hagas eso más ―dice un miliciano.
―Si ese avión no fuera nuestro serías hombre muerto ―dice otro―. Has corrido demasiado. En cuanto oigas los aviones te tiras al suelo, donde mismo estás.
Salimos de las caletas a la playa de nuevo. Con los anteojos miro las maniobras de dos aviones a reacción. Todos estamos en la playa mirando su grácil y terrible vuelo. (En La Habana, esa noche, supe que los aviones no eran nuestros: eran “Sabres” yanquis, que quizás consideraron a la playa con cierta despectiva pequeñez).
En lo que sería, fue o será el bar de Playa Larga hay dos o tres oficiales conversando. Van a instalar un hospital de sangre allí. Los milicianos nos muestran los restos de los pertrechos dejados por los mercenarios en su fuga. Cerca de las meticulosas cajas-envases de los obuses hay un letrero que dice, “Se prohíbe basuras en la playa”. Un miliciano nos muestra un agujero en la arena. No es una trinchera. Ahí estuvo enterrada la mujer de uno de los habitantes de la playa. La mataron los mercenarios al desembarcar y él la enterró en la arena, cavando la fosa con un remo, dicen. Luego el hombre volvió, cuando la playa cayó en manos nuestras, y los milicianos le ayudaron a desenterrar la mujer y llevarla hasta el cementerio del pueblo.
Un teniente se ofrece a llevarnos en jeep al frente. Es un joven sanitario. Antes come algo.
***
La carretera que lleva al frente recuerda mucho las calles de La Habana el día que estalló “La Coubre”. Las ambulancias, los autos, los camiones van y vienen a gran velocidad, ajetreados en su dura misión de salvar vidas por la velocidad. A los lados de la carretera de Girón hay grandes huecos negros. A veces se ve un tramo de roca calcinada. En una curva hay una vaca muerta.
A lo lejos se ven ómnibus, autobuses estacionados o simplemente parados transversales a la carretera. Uno de los autobuses está totalmente carbonizado.
―Esto fue ayer ―dice el chofer―. Los aviones.
En otra curva la hierba, la maleza, el monte a la izquierda de la carretera arde. Más adelante el fuego llega a la cuneta. Cincuenta metros más allá el fuego cruje con más fuerza.
―Esto no estaba así ahorita, cuando pasamos ―dice el teniente.
―No, eso es de hace poco ―dice el chófer.
Al salir de la curva se ven a lo lejos negras columnas de humo, como señales de indios enojados.
―Allá está el frente ―dice el teniente.
Pasamos un hospital y el asfalto de la carretera se hace ahora un firme polvoriento, de arcilla o cascajo. Más adelante hay grupos de soldados rebeldes al borde de la carretera. Aparece una casa, se detiene en jeep.
―¿Cómo anda todo por aquí? ―Pregunta el teniente.
―Bien ―dice un soldado―, pero tenga cuidado, que por ahí andan tirando.
Seguimos. Pasa por nuestro lado una columna breve de milicianos. En la cuneta hay una ambulancia volcada y más allá un jeep está metido casi de la manigua. No lejos aparece un grupo de rebeldes.
―¿Ese no es el cabo Varas? ―pregunta el chofer.
―El mismo ―dice el teniente.
El jeep se detiene. Da marcha atrás. Los soldados vienen a nosotros.
―¿Qué pasó?
―Un bazucaso ―dice Varas.
―¿Cuándo? ¿Hace mucho rato?
―No, qué va. Ahora mismo. Nos partieron el jeep.
―Bueno, monten.
Todos se acomodan en el jeep.
Hay más milicianos ahora. El humo negro se acerca. El mar está a pocos metros. Se ven camiones. Un tanque. Los nidos de ametralladora aumentan. Junto a una casa hay un tanque, protegido por una ancha ceiba.
―El frente ―dice el chofer.
―¿Aquí? ―pregunta Waterio Carbonell.
―Aquí.
Hasta el jeep detenido llega un cabo o un sargento. No es un miliciano. Más bien parece un veterano de la Sierra.
―¿Quién esa aquí el comandante? ―pregunta asomando la cabeza por el hueco de la ventanilla.
―Nosotros venimos de Playa Larga.
―Bueno, ¿pero quién manda aquí? Necesito bazuqueros.
Antes de terminar de hablar se marcha corriendo. El jeep parquea junto a la casa. Allí hay unos trescientos hombres en el portal de la casa y regados por el patio, bajo el árbol. Los hombres están fatigados. Han peleado todo la mañana. Algunos parecen tristes. Pronto se sabe la causa: hace poco que han matado a su jefe, el capitán Carbó. Ahora descansan. Caminamos por los alrededores. Todavía sale humo al doblar de la carretera, de dónde vienen las ambulancias levantando un polvo amarillo que el sol de la mañana hace blanco. Tomo los anteojos y miro. La curva no deja ver nada: sólo se ve el humo, ahora más negro. Miro hacia la costa, hacia el mar y a lo lejos veo dos o tres buques grandes, grises.
―Son destroyers de los americanos ―dice alguien.
Hacia atrás se ven los pelotones de milicia llegando al frente.
―Bueno, aquí estamos ―dice Carbonell sonriente―. Llegamos.
―¿Esta es la guerra? ―le pregunto.
―Esta es la guerra ―dice Carbonell.
Todo está tranquilo. El día comienza a pasar de tibio a caliente. La mañana es hermosa y serena. Deben ser las once de la mañana. Casi lo calculo mentalmente, porque no he mirado el reloj en todo el día.
De pronto, de ninguna parte y de todas partes, comienza un furioso tiroteo. Se oyen todos los calibres posibles y algunos más imaginarios. No sé cuanto duró el tiroteo: a mí me pareció que fueron horas, pero no deben haber sido más que unos pocos minutos. Tan de repente como comenzó, cesa el fuego. Una balacera grande deja a cualquiera en un estado de excitación grande, para el que está por primera vez en una batalla esta excitación crece hasta hacerse insoportable: la boca se seca, el cuerpo se torna tenso o laso contra toda voluntad, se deja de pensar y la mente queda en un blanco extraño. Ahora recuerdo un refrán japonés o chino, un dicho que tiene mucho que ver con la pólvora, que dice que más que la guerra es el ruido de la guerra lo que hace la guerra guerra. Pienso en las erres que tiene la palabra guerra. También pienso que un sordomudo puede ser un héroe fácilmente en la guerra, que es más el oído que la vista lo que realmente sufre en la guerra. Ahora bien, no puedo decir que eso lo pensé entonces, en aquel momento, o más tarde, de retirada; o en Jagüey o en La Habana. Allí, quizás, pensé que la guerra no era agradable.
Esto lo pensé en la calma que siguió al tiroteo. Caminamos más hacia el frente. Llegamos hasta las ambulancias. Allí los hombres corrían por entre los camilleros y la confusión era grande. Regresamos a la casa. De vuelta me puse a mirar el mar con los anteojos. Una vez miré el cielo y vi un avión en su vuelo inocente. Lo acerqué con los binoculares.
―¡Avión! ―gritó alguien. Pero el avión pasó de largo. Entré a la casa, creo que a buscar agua que tomar. Pero al llegar al portal comenzó un fuego más nutrido y más cercano que el anterior. Me agaché. Había un ruido de todos los demonios y por entre el ruido alguien gritaba unas malas palabras. Delante de mí un soldado se aplastaba cada vez más contra el suelo, mientras apoyaba su bota en mi cabeza para lograr una mayor eficacia en su labor, que parecía ser la de hacerse invisible. Me levanté en una calma. El fuego comenzó de nuevo y esta vez me sorprendió en el portal. Estúpidamente metí la cabeza bajo un taburete de cuero. No sabía lo que ocurría y me imaginaba que nos atacaban desde el monte, porque algunos de los soldados disparaban desde la casa hacia afuera.
Cuando terminó el fuego vi a Walterio haciendo señas.
―¿Qué pasó? ―le pregunté al acercarme.
―Esa casa es una ratonera.
―¿Pero que pasó?
―El avión. Regresó en picada, pero no llegó a tirar. Si tira no queda nadie en la casa.
Cruzamos la carretera hacia los arrecifes. Ahora el fuego de artillería de ambas partes se había recrudecido. Mayito y Helvio Corona, reportero de Sierra Maestra, habían dejado la casa y ahora no se veían por parte alguna. Estuvimos en los arrecifes hasta que el fuego se aplacó un poco. Luego salimos a caminar.
Llegaban camiones al frente. Pero de alguna manera la confusión había aumentado. Si alguien me hubiera preguntado bajo amenaza de muerte si ganábamos o perdíamos, no habría sabido qué decir. Fue entonces que vimos que los jeep que nos trajeron se marchaban. Alcanzamos al último.
―¿Qué pasa?
―Tenemos que regresar.
―¿Y los fotógrafos?
―Van en otro jeep.
―No puede ser. Yo no los vi montar ―dije.
―Van en otro jeep ―dijo el chofer.
El jeep delantero ya se perdía en la curva.
―Hay que alcanzarlo a ver si están ahí.
Se inició una persecución casi inútil. El jeep delantero nos llevaba ventaja y los caminos estaban casi intransitables por las ambulancias que iban y venían y por los camiones estacionados y los soldados que marchaban a pie. En algún lado instalaban baterías pesadas en la carretera.
Las señales con luces, el claxon, nada parecía poder detener o hacer aminorar la marcha al jeep delantero. Finalmente lo alcanzamos junto a los autobuses ametrallados. Los fotógrafos, efectivamente, no iban en el otro jeep. Regresamos por ellos.
Cuando volvimos al frente la cosa se había hecho más ruidosa y más confusa, si era posible que esto ocurriera. El jeep se detuvo y vimos una ambulancia recoger a un hombre herido del suelo. Ahora se habían añadido nuevos ruidos al fragor. Antes había un staccato sostenido que podía ser una calibre treinta nuestra o una calibre cincuenta del enemigo. El staccato tenía un leve coro por la derecha y un conjunto masivo por la izquierda. Al fondo se oía un retumbar como si tronase continuamente y junto a nosotros ese retumbar tenía un eco adelantado. Eran los cañones nuestros que disparaban junto a nosotros, detrás de nosotros y delante de nosotros. También se podía oír el chasquido seco de los fusiles, que parecían meros fulminantes inofensivos. Pero el nuevo sonido era nuevo de verdad. De algún lado venia un zumbido alto y agudo y persistente y luego se oía un trallazo, un bombazo o simplemente un ruido infernal, seguido de pequeños y breves silbidos.
―Son obuses ―explicó un soldado.
Eran los obuses, el arma más temida de la guerra desde que en la Guerra del Catorce fueron perfeccionados maravillosamente, por emplear una palabra. Eran los obuses. Nos parapetamos tras el tanque, que parecía inutilizado. Los obuses seguían cayendo. Por la carretera, con gran ruido y gran polvareda, venía otro tanque, evidentemente averiado. Alguien pedía a mi lado balas para el cañón del tanque. El ruido y la confusión aumentaban, porque la batalla por Playa Girón había comenzado, y nosotros no lo sabíamos. Entre todos los gritos, las ordenes repetidas a uno y otro lado y la gente que corría o caminaba o se tiraba al suelo (no recuerdo haberme tirado nunca antes tantas veces al suelo ni haber perdido los espejuelos tantas veces seguidas), había un hombre que daba órdenes con serena seguridad. Era alto y se parecía a Fidel en el tipo. Pero la cara era muy semejante a la de Segundo Cazalis, el periodista de La Calle. Sólo que no podía ser Cazalis. Se acercó y vi un letrero escrito sobre tela blanca en el pecho del uniforme verde olivo subido. Decía simplemente: “Fernández”. Luego, en La Habana, supe que se trataba de “El Gallego” Fernández. No era un simple teniente con sangre fría y aplomo, sino el jefe de operaciones en esa zona del frente. Fernández quizás sea ascendido a comandante, porque su serenidad y su conocimiento de la guerra fueron parte importante en el éxito de nuestras tropas ―el éxito, la victoria no me lo mostraron la observación directa, sino los partes de la guerra, vistos después; pero la calma, la pericia del soldado Fernández eran evidentes a cualquiera: eran evidentes aún para mí.
A unos diez metros cayó un obús que incendió una caseta con municiones. Las municiones estallaban por su parte. Otro obús cayó a unos cinco metros a la derecha. Un teniente se acercó al tanque y tocó. De dentro, como de una caja de sorpresa, surgió una voz y una cara.
―¿Te queda gasolina? ―preguntó el teniente.
―Unos ocho litros.
―Bueno, pues mueve el tanque, tíralo contra la cerca y contra la casa y mételo en el monte, porque estas posiciones van a quedar bajo el fuego de la artillería de nosotros.
Salí de junto al tanque y volví a la cuneta, entre la playa y la carretera. El jeep se iba de nuevo. Esta vez iba a buscar bazucas. Lo dimos por perdido.
***
No sé qué tiempo pasó entre la llegada al frente y el momento en que empezamos a buscar a los fotógrafos. Me pareció un día entero, pero quizás no fueron más que tres o cuatro horas. Las ambulancias seguían llegando, los obuses caían por todas partes, venidos de todos lados, nuevos contingentes avanzaban hacia la playa. La guerra es desagradable, pero también es tediosa. Produce una clase de hastío, que agota. Las horas no pasan nunca y cuando pasan han dejado una estela terrible, de sangre y de horror. La guerra no es agradable. No es agradable para nadie. No es agradable para los que la ganan y mucho menos es agradable para los que la pierden. Es hastío y miedo y sangre y polvo y sudor y miedo y muerte y dolor y cansancio y miedo y desamparo y enojo y miedo.
Me miré las manos. Estaban negras. Miré los brazos y también estaban negros. Supongo que es la pólvora, que también quema los labios y despelleja la cara. Me dolía todo el cuerpo y tenía pequeñas heridas en las piernas y en los brazos de las veces que me tiré al suelo. El ruido seguía. Las ambulancias entraban y salían. Los destroyers americanos continuaban observando todo con su amenazante impasividad. La guerra continuaba.
Echamos a caminar. Walterio saludó a Flavio Bravo. Tengo entendido que resultó herido más tarde, y no me extraña: estaba en medio de la carretera, en operaciones, creo. Caminamos.
Más tarde, entre unas caletas, junto a las ametralladoras de cuatro bocas, encontramos a Helvio Corona. Nos alegramos de verlo. De pronto, nos dispersamos: un obús ha caído junto a nosotros y no ha estallado. Alguien le echa arena. Otros recomiendan alejarse. Con Hevio buscamos a Mayito. No está lejos. Me extraña que esta gente haya estado a menos de cien metros toda la tarde y no nos encontráramos, sino horas después. Así es la guerra, creo.
Decidimos regresar. Las fotos deben volver a La Habana, y por la madrugada volveremos al frente. Esa es la técnica de los corresponsales de guerra, creo. Al menos, es la que ha seguido Ernesto, nuestro compañero fotógrafo, que ha cubierto toda la guerra, junto a Bob Taber.
Los vehículos dan vueltas y toman posición. Vienen las compañías de obuses. Un camión se detiene a recogernos y devolvernos a Playa Larga.
―¿Va a Playa Larga?
―Sí.
―¿Nos lleva?
―Bueno, suban. Pero hay un muerto.
Subo. Hay un hombre muerto en la cama del camión. Viste un traje verde olivo. Un obús, una bala cincuenta, una bazuca, cualquier arma de muerte le ha arrancado medio cuerpo. Su cara está llena de sangre. Lo miro dos veces. ¡Es Baragaño! Cuando se lo digo a Walterio, que monta al camión, se produce un momento de consternación que yo no había experimentado jamás. El muerto se parece demasiado a Baragaño: su nariz, su barbilla, su frente abombada. Pero no puede ser: sería una casualidad demasiado irreal, literaria casi. Es cierto que Baragaño está movilizado en la zona. Pero Baragaño no es tan alto, ni pertenece al Ejercito Rebelde, ni sus botas son de baqueta amarilla. Tampoco son esas sus manos. Respiramos aliviados: no es Baragaño. La confusión ha desaparecido, pero queda la realidad: aquel es un hombre, un hombre muerto; hace pocas horas era un ser humano, un hombre vivo, un cubano que comía, bebía, dormía, reía, lloraba, corría, caminaba: vivía, vivía en su tierra. Era, como casi todos los cubanos, sencillo y amigable y hospitalario y franco y noble. Ahora estaba muerto. Ya era una cosa, un cadáver, un objeto eterno. No había querido la guerra, sin duda, y la guerra había venido a él y lo había matado. La tarde era dulce y suave y serenamente bella, como todas las tardes de abril, en Cuba, siempre. Vamos en aquel camión abierto cuatro hombres y un cadáver. Podían haber ido cinco hombres. Podían haber ido cuatro hombres y el cadáver de un amigo, de un hermano. Podían haber ido conco cadáveres. Fue entonces que comencé a reflexionar: reflexioné sobre la guerra, pero no sobre la guerra en abstracto, ni sobre el pacifismo en abstracto, ni sobre la repetición de las guerras, ni sobre el carácter guerrero del hombre: nada, nada, nada en esa metafísica de la mierda en que todo se convierte en ideas, en ideas sobre las ideas, en abstracción sobre abstracción: reflexioné en lo que me rodeaba: en los amigos, en Cuba, en aquel pobre hombre muerto, la dulce tarde, en el ruido de la guerra que se alejaba y recordé una frase. Recordé una frase de Von Klausewits, un teórico de las guerras, un hombre que pensó mucho en las guerras, aunque no me gustara todo lo que él pensó sobre las guerras, pero pensé en ese pensamiento de Von Klausewits que dice que la guerra es una continuación de la política de paz por otros medios. Pensé que tenía razón, que aquella guerra lo demostraba una vez más: una política rapaz de paz era continuada rapazmente en la guerra: el imperialismo voraz entraba vorazmente en la guerra porque en la paz no podía continuar su voracidad, en Cuba: los piratas capitalistas que antes tenían una politica miserable, ávida, en la paz, continuaban esa politica con la guerra: el imperialismo yanqui que no había podido seguir dominando a Cuba por medio de la paz, venía ahora a tratar de dominar por medio de la guerra. Tan simple como eso.
***
Fue una guerra rara. Se luchó a la largo de una carretera, en un frente que tenía el ancho de la carretera. El enemigo estaba bien armado, pero no peleó, sino que se retiró a lo largo de la carretera. Habían llegado, habían visto y en 72 horas estaban vencidos.
La Habana, 24 de abril de 1961.